Leopoldo Alas “Clarín”
El
pobre Bernardo, carpintero de aldea, a fuerza de trabajo, esmero, noble
ambición, había ido afinando, afinando la labor; y D. Benito el droguero,
ricacho de la capital, a quien Bernardo conocía por haber trabajado para él en
una casa de campo, le ofreció nada menos que emplearle, con algo más de jornal,
poco, en la ciudad, bajo la dirección de un maestro, en las delicadezas de la
estantería y artesonado de la droguería nueva que D. Benito iba a abrir en la
Plaza Mayor, con asombro de todo el pueblo y ganancia segura para él, que
estaba convencido de que iría siempre viento en popa.
Bernardo, en la aldea, aun con tanto afán, ganaba apenas
lo indispensable para que no se muriesen de hambre los cinco hijos que le había
dejado su Petra, y aquella queridísima y muy anciana madre suya, siempre enferma,
que necesitaba tantas cosas y que le consumía la mitad del jornal misérrimo.
Su madre era una carga, pero él la adoraba; sin ella la
negrura de su viudez le parecería mucho más lóbrega, tristísima.
Bernardo, con el cebo del aumento de jornal, no vaciló
en dejar el campo y tomar casa en un barrio de obreros de la ciudad, malsano, miserable.
–Por lo demás –decía–, de los aires puros de la aldea
me río yo; mis hijos están siempre enfermuchos, pálidos; viven entre estiércol,
comen de mala manera y el aire no engorda a nadie. Mi madre, metida siempre en su
cueva, lo mismo se ahogará en un rincón de una casucha de la ciudad que en su rincón
de la choza en que vivimos.
Tenía razón. Y se fue a la ciudad. Pero en la aldea no
conocía una terrible necesidad que en el pueblo echaron de ver él y su madre, por
imitación, por el mal ejemplo: el médico y sus recetas. Los demás obreros del barrio
tenían, por módico estipendio, asistencia facultativa y ciertas medicinas,
gracias a una Sociedad de socorros mutuos. En el campo, cada año, o antes si había
peligro de muerte, veían al médico del Concejo que recetaba chocolate.
Ramona, la madre, con aquel refinamiento de la asistencia
médica, empezó a acariciar una esperanza loca, de puro lujo: la de sanar, o
mejorar algo a lo menos, gracias a dar el pulso a palpar y enseñarle la lengua al
doctor, y gracias, sobre todo, a los jarabes de la botica. Bernardo llegó a participar
de la ilusión y de la pasión de su madre. Soñó con curarla a fuerza de médicos y
cosas de la botica. El doctor, chapado a la antigua, era muy amigo de firmar recetas;
no era de estos que curan con higiene y buenos consejos. Creía en la farmacopea,
y era además aristócrata en materia médica; es decir, que las medicinas caras, para
ricos, le parecían superiores, infalibles. Metía en casa de los pobres el infierno
de la ambición; el anhelo de aplacar el dolor con los remedios que a los ricos les
costaban un dineral.
El tal Galeno, después de recetar, limitándose los cortos
alcances que la Sociedad le permitía, respiraba recio, con cierta lástima
desdeñosa, y daba a entender bien claramente que aquello podía ser la carabina de
Ambrosio: que la verdadera salud estaba en tal y cual tratamiento, que costaba un
dineral; pues entraban en él viajes, cambios de aire, baños, duchas, aparatos para
respirar, para sentarse, para todo, brebajes reconstituyentes muy caros y de uso
muy prolongado… en fin, el paraíso inasequible del enfermo sin posibles…
Bernardo tenía el alma obscurecida, atenaceada por una
sorda cólera contra los ricos que se curaban a fuerza de dinero; entre los suspiros,
las quejas y sugestiones de su madre, y aquella constante tentación de las palabras
del médico que le enseñaba el cielo de la salud de su madre… allá, en el abismo
inabordable, le habían cambiado el humor y las ideas; ya no era un trabajador resignado,
sino un esclavo del jornal, que oía pálido y rencoroso las predicaciones del socialismo
que en derredor suyo vagaban como rumor de avispas en conjura. No envidiaba los
palacios, los coches, las galas; envidiaba los baños, los aparatos, las medicinas
caras. Ahí estaba la injusticia: en que unos, por ricos, se curaran, y los pobres,
por pobres, no.
Para echar más leña al fuego, vino la amistad con el droguero
D. Benito. Terminada la obra de los lujosos anaqueles, abierta solemnemente al público
la nueva tienda, conforme a los últimos adelantos, de manera que, según frase que
corrió mucho, nada tenía que envidiar al mejor establecimiento de París, en su clase.
Bernardo tomó la costumbre de pasar algún rato, después del trabajo en la droguería,
conversando con los dependientes de D. Benito y con el mismo D. Benito. Bernardo
se creía un poco partícipe de la gloria de aquel gran palacio de la salud puesto
que había trabajado en toda la obra de ebanistería. Además, le atraían los cacharros,
aquella luciente porcelana con letreros de oro, que encerraba, como en urnas sagradas,
el misterio de la salud, a precios fabulosos, imposibles para un jornalero.
Ante los escaparates, Bernardo se extasiaba. Admiraba,
primero, una especie de Apolo, de barro barnizado, que sonreía frente a la plaza,
tras los cristales, rodeado de vendas, como una momia egipcia, con un brazo en cabestrillo
y una pierna rota, sujeta por artísticos rodrigones ortopédicos. Admiraba las grandes
esponjas, que curaban con chorros de agua; los aparatos de goma, para cien usos,
para mil comodidades de los enfermos; los frascos transparentes, llenos de píldoras
que costaban caras, como perlas; las botellas elegantes, aristocráticas, bien lacradas
y envueltas en vistosos papeles, como damas abrigadas con ricos chales; botellas
de vinos de los dioses, todos dulzura y fuerza, la salud, la vida en cuatro gotas.
Todo lo admiraba, porque en todo creía; porque el médico
de su madre le había hecho supersticioso de la religión de los específicos, de las
curas infalibles, pero lentas, carísimas. Y D. Benito, y su gente, por la cuenta
que les tenía, y por amor al arte, y por ver al pobre carpintero pasmado ante tanto
prodigio, remachaban el clavo describiéndole las curas maravillosas de estas y las
otras drogas, del vino tal, de los granos cuál y del extracto X. Pero… lo de siempre:
todo era muy caro, todo exigía perseverancia, uso continuo durante mucho tiempo;
es decir, todo exigía que Bernardo, para curar a su madre con aquellos portentos,
gastase en un mes lo que ganaba en un año…
Y el infeliz se contentaba con mirar, palpar a veces,
tomar en peso paquetes, frascos, botellas, etcétera… y suspirar y resignarse. Su
pobre madre no curaría; porque él podía comprarle, con gran sacrificio, la medicina
cara una vez, dos veces… pero luego, ¿qué? El mal vendría más fiero y el dinero
se habría acabado y hasta el crédito… y… imposible, imposible.
La prueba de que todo aquello era para ricos, muy caro,
estaba en lo rico que se había hecho don Benito; tenía ya millones… Era un trato:
él daba la salud y a él le pesaban en oro… los que podían.
***
Una
tarde vio Bernardo entrar en la droguería a un anciano que parecía un difunto; un
difunto de muy mal humor, con un ceño que era mueca de condenado; encorvado, como
si estuviese herido por una maldición del cielo, con la respiración anhelante, irregular,
los pómulos salientes, los ojos brillantes y angustiosos de modo siniestro. Vestía
traje de muy buen corte, de riquísimo paño, pero muy descuidadamente. Entró sin
saludar, se sentó en un sillón que solía ocupar D. Benito, y al momento le rodearon,
con grandes muestras de respeto, todos los dependientes.
A poco se presentó el amo, gorra en mano, y haciendo reverencias.
–¡Oh, D. Romualdo! Cuánta honra… después de siglos…
–Perdona, Benito; pero si vengo por aquí de tarde en tarde
es… porque… ya sabes que todo esto me revienta. Si tuvieras tienda de juguetes no
faltaría una tarde… de las pocas que el condenado mal me deja salir de casa. Pero
estas porquerías (y señalaba a los cacharros de los anaqueles) me repugnan… ¡Qué
farsa! ¡Los médicos! ¡Mal rayo! Cada receta un pecado mortal…
D. Benito y los suyos sonrieron; no osaron contradecir
al D. Romualdo, que parecía un muerto muy bien vestido.
Por la conversación que siguió, fue Bernardo enterándose
de cosas que le vino muy bien saber.
D. Romualdo era el primer ricachón del pueblo, protector
illo tempore de D. Benito; enfermo crónico, desesperado, sin resignación,
furioso, con un achaque por cada millón, inútil para curar sus males. Muchos años
hacía, también aquel millonario había creído, como el jornalero Bernardo, en el
misterioso prestigio de la medicina infalible, en el don de salud de la receta cara;
con vanidad, con orgullo, casi contento con tener que poner a prueba el poder mágico
del dinero, creyendo que hasta alcanzaba a dar vida, energía, buenas carnes y buen
humor, el Fúcar aquel había derrochado miles y miles en toda clase de locuras y
lujos terapéuticos; conocía mejor, y por cara experiencia, las termas célebres de
uno y otro país que el famoso Montaigne, tan perito en aguas saludables,
recomendaba; no había aparato costoso, útil para sus males, que él no hubiera ensayado;
en elíxires, extractos y vinos nutritivos había empleado caudales… y al cabo, viejo,
desengañado, hasta con remordimientos por haber creído y predicado tanto aquella
religión de la salud a la fuerza y a costa de oro, confesaba con rabia de condenado
la impotencia de la riqueza, la inutilidad de las invenciones humanas para impedir
las enfermedades necesarias y la muerte.
De tarde en tarde, y como por el placer de ir a insultar
a las engañosas drogas, en su casa, cara a cara, se presentaba D. Romualdo en la
lujosa tienda de D. Benito, donde tanto gasto había hecho, donde ya no gastaba ni
un real. Su tema era repetir a su antiguo protegido:
–¿Por qué no te deshaces de toda esta farsa, de toda esta
porquería, y pones almacén de juguetes? No es menos serio y es más sincero; así
no se engaña a nadie: venderías los cañones, los sables de mentirijillas por lo
que son; no dirías: esto es de verdad, sino, es broma.
Notó Bernardo que allí nadie se atrevía a contradecir
aquel dogma de la inutilidad de drogas y recetas, caras o baratas; todos decían
amén a los desprecios del ricacho; nadie le proponía tal o cual específico para
ninguno de los infinitos dolores de que se quejaba. En cambio, se tomaban muy en
serio las últimas esperanzas de curación que D. Romualdo ponía: 1.º en un apóstol
que acababa de llegar al pueblo y curaba con agua de la fuente y falsos latines…
y 2.º en un viaje a Lourdes.
***
Cuando
se marchó D. Romualdo de la droguería, lanzando furiosas miradas de ira y de desprecio
a estantes y escaparates, Bernardo, que no había dicho palabra, se levantó, dio
las buenas tardes y salió a la calle. Respiró con fuerza.
Se fue a dar un paseo hacia las afueras, al campo. Ya
obscurecía. Las estrellas le dijeron algo de igualdad en lo inmenso, de igualdad
en la pequeñez de la miseria humana. Su madre no sanaba… porque hay que morir… no
por pobre… D. Romualdo no sanaba tampoco… El dinero… las medicinas caras… ilusiones.
Todos iguales, pensaba, todos nada. Y, entre triste y satisfecho, sentía un consuelo.
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