Javier Delgado
El Ave María podía
escucharse desde la parte más alta de la catedral de Mineral el Viejo. Al
cerrar los ojos me vi como parte del coro de otros tiempos, hace más de 30
años, en la entonces pequeña capilla que existía en el lugar. Ahí estaba ella,
su cabello rubio como dorado por el sol. Hortensia, la bella Hortensia, hija de
uno de los agricultores más acaudalados de la región.
Llevo mi mano derecha hasta la frente,
aparentando rezar en silencio, al tiempo que el lamento agudo del órgano inunda
la atmósfera de la catedral. Hortensia… “tan parecida a la Virgen del Roble”,
decían los lugareños. Qué no hubiera dado por tomar sus manos entre las mías,
casi estoy seguro de que las tendría tibias, igual que la paloma herida que me
prestó la tía Evangelina y que acurruqué en mi pecho.
Los pasos y las risas de los niños que pasan a mi
lado me traen de nuevo a la realidad. El olor a incienso es penetrante y se
confunde agresivo con el aroma a flores frescas que invitan a dejarse llevar
por los recuerdos que, en esta ocasión, parecen prodigarse con mayor facilidad.
Hortensia… la de blancos vestidos y moños encarnados que, en jugarretas de la
imaginación, me parecían mariposas ciclópeas. Niña de carretela y buenos
modales, que parece no ensuciar nunca sus pequeños botines de piel, como
nosotros, “los mugrosos” de la escuela rural que al bañarnos enturbiamos las
aguas claras del manantial.
Hortensia, niña adolescente… Me veo parado de
nueva cuenta frente a su casa cuando, entre aplausos y exclamaciones de
admiración de los vecinos, aparece por el gran portón de madera con su traje de
novia. Al verla tan hermosa, en ese momento me convencí para siempre de su
enorme parecido con la Virgen del Roble.
Ahora que pienso en ella, ya muy cerca de la
muerte, cuando mis achaques se acentúan y me obligan a permanecer en un
encierro que cada momento y cada día odio más, creo que las cosas no hubieran
podido ser de otra manera. Yo sigo viviendo sólo para continuar adorando su
memoria. Aunque quienes me visitan de vez en cuando se marchan convencidos de
que he perdido el juicio, después de asegurarles que al cerrar los ojos, puedo
verla como si estuviera viva, aquí, muy cerca de mí.
A veces me asalta la imagen de la dulcísima
Hortensia agonizando en mis brazos. Era la única forma de atraparla para
siempre en mis recuerdos. Mis manos convertidas en garras que se transforman en
un sentimiento de coraje y amor. La luz la obscuridad el cielo el infierno, su
cabeza cuelga ahora igual que la de un cisne muerto.
Cuando la encontraron el mismo día de su boda,
muy entrada la noche, todos los lugareños, igual que yo, sabían que nunca se
marcharía como había prometido al que nunca fue su esposo, poco antes de morir.
Se quedaría aquí para siempre con quienes tanto la queríamos. Ahora cuando ya
nadie la extraña y su sepulcro está cada vez más abandonado, platico con ella
todas las noches, pero… todavía no consigo que me perdone, que acepte las cosas
como ocurrieron, que no esté triste. En cambio me ha hecho prometerle que la
llevaré todos los domingos a la catedral de Mineral el Viejo para que tome su
lugar en el coro como siempre: las manos enguantadas de blanco y los ojos
cerrados en devota oración.
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