Antonio Skármeta
Hastiado de soledad decidí viajar.
Llamé a Miguel a Buenos Aires y no contestó el teléfono.
Marqué entonces el número de Tomás en Argentina y me
dijo que Miguel había partido con Natalie. “Il est a París”, ironizó. “Quiere
triunfar en Francia”.
Pagué un pasaje aéreo a París con la tarjeta de crédito
que imprudentemente me había ofrecido la agente de un banco y en un muro de mi departamento
vacío puse un mapa del mundo y tracé con lápiz rojo el trayecto de Chile a Europa.
Mi abandono era tan grande como ese mar que mediaba entre los continentes.
Busqué en la agenda los teléfonos de los amigos de quienes
podría despedirme. Después decidí no importunarles. A quién podría importarle mi
destino si tenía la melancolía de un hombre sin mujer: siempre el último en marcharme
de las reuniones sociales cuando las cenizas y el vino tinto manchaban el mantel.
Todo lo contagiaba con mi melancolía. Un día vencí la
timidez e hice una cita con la mesonera de un restaurant. Compré una tostadora eléctrica
para servirle un buen desayuno. Pero no vino. Tampoco dio ninguna explicación. La
busqué en el local y no estaba.
Marqué el número de Susana. Alguna vez hablamos de vivir
juntos en la misma casa. Pero cometí la torpeza de enamorarme de ella. Eso, me dijo,
cambiaba todo. No se impresionó con mi partida inminente. Me pidió que al volver
le comprara en el duty free un perfume de su predilección. ¿Por qué suponía
que este era un viaje con retorno? Todo el mundo parecía atribuirme proyectos mediocres.
En el avión la revista de la compañía aérea ofrecía
un test psicológico. La última pregunta era: “¿Cuál es el rasgo más determinante
de su persona?”. A mis pies se extendía la inmutable pampa argentina. “La disponibilidad”,
escribí. Sumé y resté puntos y llegué a mi psicograma: “Es usted alguien sin convicciones,
poco comunicativo y apático. Haga un esfuerzo por salir de su encierro”.
Al pelo, me dije. Iba rumbo a París.
Llamaría a Miguel y me invitaría a su departamento.
Desde hacía tiempo se había relacionado con Natalie. Ella era francesa y fue a Buenos
Aires a escribir una tesis sobre Borges. Miguel la conoció a la salida del cine.
La convenció de que él era más grande que Borges. Sólo que no había publicado más
que un libro. Se hicieron amantes y Natalie comenzó a escribir su tesis sobre la
novela de Miguel: País sin orillas.
Mi amistad con Miguel se origina en el mismo libro.
Cuando lo publicó llegaron diez ejemplares a Chile. Escribí una enjundiosa crítica
en un semanario donde era colaborador y los lectores agotaron el breve stock
en tres días. Enterado por el librero, Miguel me ofreció su amistad “eterna” y su
agradecimiento.
Siempre quiso irse a París. “Aquí la sombra de Borges
es demasiado amplia”. Al otro lado de la cordillera, yo había renunciado hacía años
al proyecto de ser poeta por la sombra de Neruda.
***
En
Charles de Gaulle experimenté por algunos minutos una agradable excitación. Estaba
en la ciudad de mis sueños, en el santuario de mis filmes predilectos. Aquí encontraría
una muchacha de piel pálida, cabellos castaños y un viejo impermeable gris, como
la violinista que es rechazada por el empresario en Disparen sobre el pianista.
El viaje en bus hacia la ciudad fue desmontando mi entusiasmo.
Toda ciudad tiene su rutina, y cada alma la suya. Para calmar la súbita depresión
bebí un café au lait en el terminal de buses y llamé a Miguel por teléfono,
casi seguro de que no lo encontraría.
Cuando le dije mi nombre, preguntó por mi apellido.
Me irritó saber que tenía otros conocidos que se llamaban como yo. Entonces repitió
mi nombre y apellido en un tono que me pareció desanimado.
Le dije de inmediato que me iría a un hotel.
Él no lo permitiría. Yo era uno de sus grandes amigos.
Tenía que vivir en su casa. Aunque había llegado en un momento muy especial. “Muy
especial”, repitió.
Cogí un taxi y me asustó la velocidad con que subía
cuadra a cuadra la tarifa. Algunas mujeres cruzaban las calles con baguettes
bajo los brazos. Era una ciudad inmensamente bella, pero los franceses caminaban
deprisa como si no lo supieran.
El portero del edificio me miró con gesto adusto. No
sabía pronunciar Miguel e identificó con desgano su departamento. Tampoco hizo ademán
de ayudarme con la maleta. Espió en el ascensor la bolsa del duty free. Tenía
ya el perfume para Susana y un scotch. El portero miró la botella y dijo
algo que no entendí.
Cuando Miguel abrió la puerta estaba pálido y despeinado.
A su alrededor había muchos escombros: un espejo molido sobre el parquet,
las plumas del sillón dispersas y, sobre la mesa, el cuchillo con que lo habían
rajado.
Me abrazó compungido apretando su mejilla en mi barba.
–Natalie me dejó. Me dijo que se iba o me mataba.
–Ya veo –murmuré.
Una súbita brisa condujo mi mirada hacia el ventanal.
Había sido trizado con algún objeto contundente que seguramente habría caído en
la calle.
Me pareció prudente sacar la botella de scotch
de la bolsa plástica y ponerla sobre la mesa. Al intentarlo vi que la cubierta de
vidrio estaba rota. Cuando Miguel abrió la botella y trajo dos vasos de baquelita
desde el baño, adiviné que también la cristalería habría sucumbido en la reyerta.
Brindamos sin palabras y hasta repetimos una dosis en
silencio. Después abrió la puerta de un pequeño cuarto.
–Esta es la pieza de alojados.
–Puedo irme a un hotel.
–No es necesario. Creo que entraré un rato al baño.
Necesito llorar.
–Puedes hacerlo aquí. Eres mi amigo.
Pero desapareció en el pasillo y enseguida sentí que
echaba a correr agua. Golpearon la puerta de entrada y abrí. Era el portero. Traía
un busto de hierro de Borges.
–Alguien tiró esto al patio –dijo.
***
Al
llenar otro vaso de scotch descubrí sobre la mesita de luz un retrato de
Natalie. La imagen sería de hace cuatro años, cuando estuve de visita en su departamento
en Buenos Aires, y mirándolos juntos cocinar pasta y discutir banalidades había
decidido que esa era la chica que yo buscaba. Una pareja como Natalie, que hablara
por teléfono con los amigos del alma mientras yo rallaba queso parmesano en la cocina
para derramarlo sobre los raviolis. Entre todas las mujeres que no me habían amado
en la vida, ella era la que más me excitaba. Sólo a ella le conté que cuando tenía
diez años sacaron a mamá de la casa en la madrugada y no la volví a ver. No sé por
qué lo hice, ya que todo el mundo me tiene por taciturno. Es decir, aun en medio
de los detritos de ese departamento, la sola foto de Natalie convocaba algo más
amplio y rico que el espacio en ruinas. Golpeé la puerta del baño.
–Estoy bien –dijo Miguel–. No te preocupes.
Pero no abrió. El agua seguía corriendo sobre el lavatorio.
Me imaginé que la miraba evadirse por el agujero sin fijar la mente en ningún punto.
Volví al living. Me detuve frente a un archivador de color azul nacarado
con rúbrica en el lomo que decía “manuscrito novela”. Levanté su contenido y lo
revisé deprisa barajando las hojas con un dedo. Era una resma de quinientas páginas
pero no había más de quince escritas. Las otras estaban en blanco. Más que blancas,
vacías, pensé. Las puse de vuelta en la caja y miré el teléfono. Me senté con el
vaso de plástico entre las manos y dejé que pasara el tiempo.
Después Miguel salió del baño, se me acercó y me puso
una mano en el hombro.
–¿Cómo están las cosas en Chile?
Me encogí de hombros. Volvió a penetrar la brisa por
la quebrazón y Miguel corrió la cortina. Se puso bastante oscuro. El living
daba a un patio de luz y aún al mediodía había anchas sombras.
–Como tú comprenderás –me dijo, encendiendo una lámpara
de mesa– con esto Paris c’est fini.
–¿Es definitivo?
–Me dijo que se iba o me mataba.
–¿Qué vas a hacer?
–Volver a Buenos Aires.
–Borges ya murió –le sonreí suavemente.
Miró hacia la caja donde estaba su novela y desvié la
vista hacia el retrato de Natalie. Pensé en el mapamundi clavado sobre el muro del
departamento en Santiago y el trazado rojo furioso que había hecho sobre el océano.
Así como el cartógrafo reduce las distancias a proporciones ínfimas, así se había
reducido mi vida.
–Ayúdame a hacer la maleta –dijo Miguel con súbita angustia.
Lo detuve tomándolo del brazo.
–Tómate otra copa. Después lo piensas con más calma.
Miró la botella sobre la mesa y se frotó fuertemente
las mejillas. Me fijé de repente que tenía puesta una corbata a lunares con el nudo
perfectamente centrado sobre el cuello bañado en almidón.
–Decisiones –dijo–. Hay que actuar para que no duela.
–Créeme que lo comprendo –dije mirando mi propia maleta
aún sin abrir.
–El mundo va y viene –dijo–. ¿Qué te trajo a Francia?
Contestar “tú”, decir “Natalie”, me pareció insensato.
Dentro de la chaqueta tenía el ejemplar de una revista de actualidad chilena con
un militar en la portada.
–Un reportaje –dije–. Me envió mi revista para un reportaje.
–¿Literario?
–Sí. Literario –dije.
–Sabes que aquí vive Kundera, ¿no?
Fue hasta su cuarto y trajo hasta el centro de la mesa
una maleta. En otro viaje trasladó trajes, camisas minuciosamente dobladas, zapatos
bien lustrados, calcetines en muelles rollos. Cubrió todo con un impermeable estilo
Maigret. Por teléfono hizo contacto con el aeropuerto. Quería saber si había vuelo
esa noche. Pidió “ventana”.
–Soy un pésimo anfitrión –dijo, peinándose las sienes
con las manos–. Si ella se queda me mata, si me quedo solo aquí me muero.
–Yo que tú me tomaría la noche para pensarlo. Buenos
Aires está lejos.
–Ya hice la reserva.
–Puedes anularla.
Miró la botella a medio consumir.
–¿Quieres que te prepare algo de comer?
–No, gracias.
–Una omelette.
–No hace falta –barrió unos trozos de cristal y los
acumuló junto al felpudo.
Se puso la chaqueta y de ella extrajo un manojo de llaves.
Recogió los últimos detalles del departamento y movió la cabeza indicando que no
podía creer lo que estaba viendo. Puso el llavero en mi mano.
–Tu casa –dijo.
Jugué con las llaves sacudiéndolas en el puño y le mostré
mi turbación.
–¿Pero qué hago? El arriendo, el teléfono…
–Te llamo por esos detalles.
Me abrazó y luego me golpeó suavemente en la mejilla.
Muchos argentinos acostumbraban a hacerlo.
–Verás que París es una ciudad maravillosa.
–Sin duda.
–Una ciudad para ser feliz.
Levantó un enorme trozo de vidrio roto con la mano y
lo puso junto con los otros al lado del felpudo.
Volvimos a abrazarnos y salió hacia la calle a coger
un taxi. Miré largamente las llaves del departamento en mi mano y luego las puse
sobre la mesa junto a la botella de scotch. El trabajoso cansancio que acomete
cuando se ha cruzado el océano me subió a los párpados. Me detuve frente a la pequeña
pieza de huéspedes con su cama perfectamente estirada y una mediocre reproducción
de Botero sobre la cabecera. Esa asepsia me recordó el amoblado de Santiago.
Fui hasta el dormitorio de los dueños de casa.
El colchón había sido acuchillado en varias secciones
y le brotaban plumas y resortes en muchos puntos de su superficie. La sábana se
había derramado sobre la alfombra junto a tazas de té y rebanadas de pan negro.
La cogí y en un impulso respiré hondamente su olor. Me perturbó el recuerdo de Natalie.
Una noche fría en Buenos Aires me había prestado un jersey de cachemira blanca impregnado
de ese aroma.
Acomodé mi brazo bajo la almohada, un hábito que tengo
desde niño, y me cubrí con la sábana sin dejar de olerla.
De a poco se hizo oscuro y las cortinas se agitaron
movidas por el aire filtrado en la quebrazón. Encendí la lamparilla y procuré detener
la ventolera pegando con cinta adhesiva un par de páginas de Le Figaro contra
los restos del ventanal. Luego me hundí en el sillón y reflexioné sobre mi participación
en algo que debiera importarme: mi propia vida. Concluí que había hecho un perfecto
enroque en nadas. Había desplazado entero mi desvalimiento de Chile a Francia. La
única beneficiada con mi travesía iba a ser Susana y su frasquito de duty free.
***
No
tenía apetito, ni ánimo de visitar los posibles estragos de la cocina. Quería un
café desesperadamente, pero no me levanté del sillón.
Entonces oí que introducían una llave en la cerradura
y la violenta luz del hall se precipitó sobre mi cuerpo. En el marco de la
puerta estaba Natalie, más pálida que en mi recuerdo, centrada en ese abrigo de
corderoy negro. Presionó el interruptor y mantuvo su mirada en mí intentando pasar
de la sorpresa al reconocimiento.
–Natalie, ¿no me recuerdas?
Se puso las manos en las mejillas y sus dientes brotaron
tras la sonrisa.
–¡Pero si eres el chileno!
Vino a abrazarme y luego pareció no saber qué hacer
con sus manos.
–¿Qué haces en París?
–Vine a escribir un reportaje.
–¿Sobre qué?
–Sobre Kundera. Sobre Milan Kundera.
Natalie se sacó el abrigo y lo arrojó al sillón. Estaba
vestida con un polerón beatle verde musgo y una minifalda de cuero negro.
Mi mirada vino y fue de sus rodillas a los ojos azules, los párpados cargados de
un maquillaje del mismo tono del pulóver y las pestañas espesas de una pasta que
le daban cierto toque de filme antiguo.
–¿Cómo me encuentras?
Clavé los ojos en sus pies, en los momentos en que ayudándose
de ellos se descalzaba, quedando más pequeña, más vulnerable.
–Bellísima –dije.
Entonces miró por el pasillo y fue corriendo al dormitorio.
Volvió hundiendo en el cuello su polerón y estirándolo como si le faltara aire.
–¿Dónde está Miguel?
Avancé hacia ella y le apreté suavemente las manos.
–Se fue.
–¿A qué hora vuelve?
–Se fue a Buenos Aires, Natalie.
Tomó el paquete de cigarrillos de la mesa y me apresuré
a encenderle uno. Con un gesto dramático se echó el pelo atrás. Exhaló el humo,
y luego se cruzó de brazos. Con la punta del pie descalzo empujó suavemente un trozo
de cristal.
–Así que Paris c’est fini –dijo sin humor.
–Eso mismo dijo él.
Fue hasta el teléfono y comprobó que tuviera tono. Lo
puso de vuelta en la horquilla.
–Todo esto –levantó los brazos abarcando mucho más que
el espacio de ese living– es un naufragio. Un inmenso e inconmensurable naufragio.
Abrió la puerta de la pieza de visitas y comprobó que
mi maleta estaba sobre el lecho.
La retiró y estiró la frazada con las palmas mientras
sostenía el cigarrillo en los labios. Me habló sin quitárselo de la boca.
–Debes estar muerto de cansancio.
–Más bien confundido.
–Te hará bien dormir. ¿Quieres comer algo?
–No tengo hambre.
Se acarició la nuca como si quisiera recordar algo,
pero finalmente no dijo nada. Me traje el whisky a la pieza y me serví otra
dosis en el vaso de plástico. Fui a la cocina a buscar hielo.
Por la puerta entreabierta del baño vi a Natalie mirándose
en el espejo. Volví a la pieza, me recosté y puse sobre el velador las llaves. Me
quedé dormido mirándolas.
***
Desperté
con apetito y con un estado de ánimo poco familiar. Abrí la maleta y saqué mi camisa
y mi jersey predilecto. Me los puse con energía y, sin encontrar ningún recipiente
en la pieza, metí la ropa sucia bajo la cama.
Fui hasta el salón y vi a Natalie durmiendo encuclillada
sobre el sillón con el teléfono pegado a su oído. Se había sacado la minifalda de
cuero y con el polerón alzado sobre la cintura desnuda pude ver gran parte de su
slip blanco con calados donde se notaba fuertemente la sombra de su pubis.
Aunque la calefacción funcionaba, el viento, a través de la ventana mal protegida
por el periódico, había bajado la temperatura. Traje la frazada de mi cuarto y se
la puse encima.
Tomé el llavero con decisión y salí a la mañana parisina
dejando que mi instinto me llevara para no exponerme a las hostilidades de los transeúntes
preguntándoles direcciones.
En la panadería compré una baguette larga y dorada
a la cual no pude evitar morderle la punta aun antes de que la pagara. Vagué con
el pan un par de cuadras, hasta que encontré una vidriería. Mi cuerpo se reflejó
en las decenas de espejos en oferta y me sentí otra persona, con el pan en la mano
y sin haberme peinado.
Le di al dependiente las señales del edificio y convine
una cita para una hora más tarde.
De vuelta en el departamento fui hasta la cocina, rebané
el pan en generosas tajadas, hundí las bolsas de té dentro del agua hirviendo, y
puse en una fuente porciones de mantequilla, queso y jamón, junto a un racimo de
uvas. Sobre el mantel de la cocina caía disuelto un rayo de sol y bajo esa luz el
desayuno adquirió la tonalidad de una pintura hiperrealista.
Sólo cuando el té cedió su fuerte color en la tazas
esmeralda y el humo se fundía con el polvillo del sol, fui hacia Natalie y la desperté
tocándole el pómulo.
Con un sobresalto se enderezó sobre el sillón y levantó
el auricular del teléfono. Comprobó que tuviera tono y sólo entonces me extendió
la mano para que se la estrechara.
–Bonjour –dijo.
La invité a la cocina. La luz se había posesionado del
espacio. Había ahora una insinuación de intimidad de la que carecían las otras habitaciones.
Celebró con un Oh la lá parisino mi oferta gastronómica y luego se plegó
en el sillón con sus finas piernas sobre el cojín. Así, casi desnuda, afinada en
el fracaso, me pareció aún más bella que en Buenos Aires.
Bebí té manteniendo ambas manos alrededor de la taza
y cerca de mi rostro. En ese silencio sentí cómo sus pequeños dientes hacían crujir
un trozo de baguette amenizado por una lonja de jamón.
–Después de desayunar me ducharé y me iré a un hotel
–dije.
Ella tragó rápidamente y meneó la cabeza antes de que
pudiera hablar.
–No hace falta. Está la pieza de huéspedes.
Aparté algunas migas de la mesa: las barrí con el canto
de una mano y las hice caer sobre la concavidad de la otra. Luego las unté con la
lengua y me las tragué.
Sorbimos otra taza de té, dando vueltas alrededor de
algo impreciso. Hurgué en la camisa y no hallé el paquete de cigarrillos.
–Yo también tengo ganas de fumar –dijo ella, haciendo
ademán de ir a buscar el tabaco al living.
La detuve poniendo una mano sobre la frente.
–Yo voy. No te molestes –dije.
Se abrazó a sí misma y se frotó los hombros.
–Están en mi cartera. Hay un paquete sin abrir.
Fui hasta el salón y para hacer más luz arranqué el
periódico que cubría el ventanal. De un momento a otro vendría el vidriero con el
repuesto. Abrí su bolso de cuero negro junto a la minifalda y metí la mano tras
el tabaco. Mis dedos rozaron un objeto metálico. Creí que podría ser un encendedor,
pero al cogerlo con toda la mano vi que era un revólver. Lo alcé y palpé su volumen
pesándolo en mi mano derecha. No se trataba de una pistola “femenina”. Era un arma
de magnitud y diseño moderno. Lo volví a hundir en la bolsa y fui con los cigarrillos
a la cocina. Al encender el suyo cubrió brevemente el dorso de mi mano con su derecha
para proteger la llama del fósforo. Yo prendí el mío y ambos exhalamos con fuerza
y nos quedamos mirando cómo el humo se fundía con el polvillo solar.
Luego Natalie adelantó su rostro y apoyando los codos
sobre la mesa sostuvo su barbilla entre ambas manos justo en el medio de las filigranas
entreveradas del humo, el sol y el vapor del té.
–¿Qué me dices? ¿Te quedas? –preguntó.
Aspiré muy hondo la segunda succión y me limpié una
mota de tabaco que había quedado sobre el labio.
–Sí –dije.
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