Antonio Skármeta
Sinto ânsias, desejos
Mas não com meu ser todo. Alguma cousa
No íntimo meu, alguma coisa ali,
Fria, pesada, muda permanece.
FERNANDO PESSOA
La muchacha bordeó los árboles con el impulso veloz de
una mujer sola en un lugar público, entre digno, cauteloso y distraído, como si
la soledad fuera una vergüenza y las bocas de todos los hombres estuvieran a punto
de llegar a lamerle el cuello o morderle los labios.
Fingió
ese aspecto de llevar un destino hasta que hubo atravesado el ancho de la plaza.
Cuando llegó al límite, se detuvo concediéndose un largo respiro. Los hombros libraron
su rigidez, la barbilla cayó tumbada por una sonrisa, y los codos se aliviaron en
un gesto alentador para sí misma. Se había sorprendido otra vez hija de las tensiones
y formalidades que despreciaba, de la desconfianza, de la miseria de artificios
en la cara, del egoísmo de inútiles dignidades. Pensó: “Igual caminaba desde la
salida del colegio hasta la casa. Igual iba al cine los domingos. Todas caminábamos
igual. Como si la soledad nos transformara en putas”.
Los
hombres y mujeres de la plaza levantaron las muñecas y pusieron atención a la hora.
Compararon relojes, atisbaron calles laterales, miraron hacia el cielo como esperando
que toda esa inquietud fuera amarrada en algo. Estaban juntos, pero al modo como
siguen juntos los que sobreviven a una fiesta muy animada; manoteando el brazo del
tocadiscos cuando ya no hay música posible para complacer a todos. Faltaban segundos
y nadie quería que el año se fuera como quien despacha una carta en el buzón.
Miraban
otra vez a las esquinas. Insistían también en el cielo, llevaban las muñecas a los
oídos, y la chica sintió que la brisa hacía temblar su flor sobre la oreja.
Entonces
supo que había un hombre a sus espaldas.
Y
en el exacto segundo de los abrazos, supo también que ese era el hombre que la estaba
abrazando; no con un abrazo de año nuevo frontal, estridente y enfático, sino con
la mitad de un abrazo, una insinuación, como se cuelga alguien de un hombro familiar,
pero también con la suavidad de quien sabe que ese hombro es frágil.
Ella
quiso quedarse en ese silencio ignorante y divertido, prendida en esa captura anónima,
claudicando del resto de la escena, los personajes, el decorado de luces irreales,
la ciudad, Portugal y la galaxia, pero ya había girado su cuello y ya curioseaba,
con una leve tensión en los ojos, los rasgos del muchacho que sólo le dedicó una
sonrisa distraída, relajada, accidental, como si llevara tres noches pendiendo de
su hombro y ya aburrido de charlar con ella se dedicase a considerar las pequeñas
excentricidades de los transeúntes, los gritos y los saludos, igual que si fuese
un juez de gritos y saludos.
Con
mucha destreza, el joven prendió con la lengua el tallo del clavel que tenía en
la boca, y con una curiosa pirueta lo depositó entre las comisuras del labio izquierdo.
Allí lo retuvo con la mandíbula apretada.
Ese
fue el momento en que la chica corrigió en su mente “feliz año nuevo” y dejó que
su propia fluidez hablara por ella.
–Por
si acaso, ese es mi hombro –dijo.
–Sí,
ya sé –farfulló el joven (más joven que ella), sin mirarla (pero arreglándoselas
para mirarla)–. Me colgué del tuyo porque el mío ya no me interesa.
Para
conseguir hablarle sostuvo el tallo del clavel con los dientes. Ella alzó la mano
libre y le punzó la flor con un dedo.
–¿Parece
como que eres vegetariano, cierto?
–No,
no me los como. Me los dejo ahí en la boca simplemente.
La
concurrencia de la plaza comenzó a desbordarse febril hacia la esquina izquierda.
Desde una calle lateral, precedida por bocinazos que acompañaban el estribillo “el
pueblo unido jamás será vencido”, avanzó una caótica columna de estudiantes y obreros.
Ambos se dejaron conducir por la onda y descendieron la cuneta hasta quedar unidos
a la cabeza de la marcha. Un viejo de nariz aguda, anteojos abultados, y el tranco
visiblemente rengo, sostenía el palo de una inmensa bandera roja. Aunque la gente
lo aplaudió con fervor mientras iba pasando, el hombre parecía ausente, nimbado
de una pequeña gloria, atento a una música sinfónica que sólo dictaba para él su
propia cabeza.
Marcharon
un poco delante de él, sin soltarse, mientras que en la plaza se formaban rondas
al compás del mismo estribillo. Por todos los huecos se asomaban botellas chorreantes.
Provenían de las ventanillas de los coches o las infiltraban ciclistas embanderados.
Los estampidos del champagne sonaban aislados entre los gritos, los cantos
y las bocinas, revueltos por una brisa apenas fresca, exactamente como si no fuera
invierno.
El
joven la apartó hasta el restaurante Piquinique y le indicó que se sentara en el
snack bar. Pidieron dos sándwiches y un tinto de marca.
–Bueno
–dijo él–, yo me llamo Jorge.
–Carmen
–dijo la muchacha.
Se
pasaron las manos, se las apretaron, y esperaron el vino en silencio. En el intermedio
se miraron un poco con sonrisas divertidas y gestos imprecisos. Ella concluyó que
no estaba en el estilo del joven preguntar más cosas, aunque sí en el de ella. Pero
finalmente tampoco preguntó nada. Trajeron el vino y tomaron la primera copa con
una velocidad cómplice. La muchacha paladeó el gusto y el calorcillo en sus pómulos.
Él se derrumbó riendo sobre el mesón y hundió la cara entre los brazos. Se sacudió
algunos segundos mientras ella servía dos nuevas dosis, y luego levantó el rostro
limpiándose las mejillas húmedas. Puso el clavel en la abertura que dejaban sus
dientes centrales, imperfectos, y asintió para sí mismo esforzándose por no reír
más.
–Estoy
muy contento –dijo en español.
–Se
ve –dijo la joven.
–Estuve
preso un año. Mi viejo estuvo preso cinco años, hasta que se fugó de la cárcel.
Murió en Francia.
La
chica lo invitó con las cejas a que alzara su vino. Pusieron los sándwiches humeantes
sobre el mesón y los comieron con avidez. Cuando sólo quedaron unas migas desparramadas
y el mozo hubo ultimado la botella en las copas con destreza profesional, el muchacho
dijo:
–Ahora
pago y nos vamos a casa. Te quedas a dormir conmigo.
Esperó
la reacción a las novedades con un exceso de alerta, fuera de estilo. Estiró los
labios hasta permitir que todos los dientes se exhibieran coronados por el clavel
rojo con el agujero medio.
–No
quiero –dijo la muchacha.
–¿No
te gusto?
–No,
si de gustarme, me gustas.
–¿Y
entonces?
–No
quiero.
El
joven se mesó el pelo.
–Lo
que pasa es que te enojaste conmigo porque no me saco el clavel del hocico.
Ella
lamentó que no quedara nada en su copa. El joven le alcanzó la suya, y la muchacha
sorbió un poquito, súbitamente seria. Golpeó una miga con un dedo y la recogió en
la palma de la otra mano.
–Hice
una promesa cuando cayó el fascismo, que me pasaría toda la primera noche del año
con un clavel en el hocico –dijo, escarbándose suavemente una oreja–. Me puedo acostar
contigo, pero no podría ni besarte ni lamerte por el problemita este.
La
chica se rascó la cabeza. Supo que en la sonrisa con que ahora lo miraba, terminaba
de defraudarlo.
–No
puedo –dijo.
El
joven pagó la cuenta desembozando un bolsillo con arrugados billetes de poca monta.
Caminaron,
entre jirones de desfiles ruidosos y consignas persistentes, separados, en un silencio
que él acentuó con la cabeza gacha y las manos profundas en los bolsillos. A metros
del hotel, la muchacha decidió plantearle un consuelo:
–Tengo
un hijo de cinco años. Está conmigo en la pieza.
Él
pateó una pelota imaginaria y se encogió de hombros.
–¿Y
tu marido también?
–No.
Soy viuda.
–¿Y
entonces?
Estaban
en la puerta. Ella dijo:
–Buenas
noches.
Él
dijo:
–Buenas
noches.
Y
le volvió una espalda rotunda.
La
última visión que tuvo la chica fue la de su pelo enmarañado fundiéndose en la esquina
con el fatigoso tranvía 11, Graça. Sacó un cigarro con destreza y luego le aplicó
una precisa llamarada.
La
mucama estaba en su lecho leyendo una historieta de amoríos.
–Todo
bien, señora –se anticipó–. Todo perfecto.
–¿No
despertó?
–Ni
un poquito.
–No
sé cómo agradecerle.
–¡Por
favor, señora! ¿Estaba linda la plaza?
–Sí
–dijo.
–¿Dio
una vueltita?
–Sí.
–Año
nuevo, vida nueva, ¿no es cierto?
–Estuvo
muy lindo.
La
mucama bostezó espontáneamente e intentó disimularlo con un pequeño cantito. La
muchacha se desabotonó la blusa y puso el cigarrillo en el borde del cenicero.
–¿A
qué hora viaja?
–A
las diez. Despiérteme a las ocho, por favor.
–Seguro.
¿Y adónde van, señora?
–A
Rumania.
La
chica estrechó la mano de la mujer en la puerta.
–Fue
muy gentil. Se lo agradezco.
–Hasta
mañana, señora.
La
mucama descendió los escalones y se dispuso a apagar la luz de la recepción. No
acababa de pasar el picaporte del vestíbulo, cuando advirtió a un joven con un clavel
en la boca asomado en la parte exterior de la mampara. Sin golpear, le indicaba
con un dedo engarfiado que levantara el cerrojo. La mujer adelantó un oído, con
curiosidad y reserva.
–Una
señorita –dijo el joven a través del vidrio–. No me acuerdo el nombre. Una que tiene
un hijo.
–Sí
–dijo la criada– la chilena.
El
joven la miró gravemente y pestañeó con abundancia. Con un manotón desordenado,
quiso reagrupar el pelo que se le derramaba en la frente, sin conseguirlo.
–Exacto
–dijo–. La chilena. Tengo que subir a verla.
–Ya
se acostó.
–Bueno,
no importa. Ábrame.
La
mucama levantó el cerrojo y el muchacho trepó los primeros escalones.
–Mire
que debe estar durmiendo.
–¿Qué
cuarto? –gritó el joven desde el segundo piso.
–El
once –dijo la mucama, asomándose a la escalera.
El
joven golpeó la puerta, pero no esperó a que le respondiesen. Accionó la manilla
e irrumpió en la habitación. La muchacha se mostró desnuda, excepto por el pequeño
calzón que estaba a punto de hacer resbalar sobre la cadera. El joven avanzó sin
titubeos y desprendió la flor de su boca. La puso en el florero, junto con los otros
claveles. Miró los pequeños senos de la joven y volvió a hundir las manos en los
bolsillos.
–Bueno
–dijo, antes de abandonar la habitación– para otra vez sé más explícita.
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