Javier Marías
Es
muy posible que los fantasmas, si es que aún existen, tengan por criterio contravenir
los deseos de los inquilinos mortales, apareciendo si su presencia no es bien recibida
y escondiéndose si se los espera y reclama. Aunque a veces se ha llegado a algunos
pactos, como se sabe gracias a la documentación acumulada por Lord Halifax y Lord
Rymer en los años treinta.
Uno de los casos más modestos y conmovedores es el de
una de la localidad de Rye, hacia 1910: un lugar propicio para este tipo de relaciones
imperecederas, ya que en él y en la misma casa, Lamb House, vivieron durante algunos
años Henry James y Edward Frederic Benson (cada uno por su lado y en periodos distintos,
y el segundo llegó a ser alcalde), dos de los escritores que más y mejor se han
ocupado de tales visitas y esperas, o quizás nostalgias. Esta anciana, en su juventud
(Molly Morgan Muir era su nombre), había sido señorita de compañía de otra mujer
mayor y adinerada a quien, entre otros servicios prestados, leía novelas en voz
alta para disipar el tedio de su falta de necesidades y de una viudez temprana para
la que no había habido remedio: la señora Cromer-Blake había sufrido algún desengaño
ilícito tras su breve matrimonio según se decía en el pueblo, y eso seguramente
–más que la muerte de su marido poco o nada memorable– la había hecho áspera y reconcentrada
a una edad en que esas características en una mujer ya no pueden resultar intrigantes
ni todavía objeto de broma y entrañables. El hastío la llevaba a ser tan perezosa
que difícilmente era capaz de leer por sí sola y en silencio y a solas, de ahí que
exigiera de su acompañante que le trasmitiera en voz alta las aventuras y los sentimientos
que cada día que ella cumplía –y los cumplía muy rápida y monótonamente– parecían
más alejados de aquella casa. La señora escuchaba siempre callada y absorta, y sólo
de vez en cuando le pedía a Molly Morgan Muir que le repitiera algún pasaje o algún
diálogo del que no se quería despedir para siempre sin hacer amago de retenerlo.
Al terminar, su único comentario solía ser: “Molly, tienes una hermosa voz. Con
ella encontrarás amores”.
Y era durante estas sesiones cuando
el fantasma de la casa hacía su aparición: cada tarde, mientras Molly pronunciaba
las palabras de Stevenson o Jane Austen o Dumas o Conan Doyle, veía difuminarse
la figura de un hombre joven y de aspecto rural, un mozo de cuadra o de establo.
La primera vez que lo vio, de pie y con los codos apoyados en el respaldo del sillón
que ocupaba la señora, como si escuchara atentamente el texto que recitaba ella,
estuvo a punto de gritar del susto. Pero en seguida el joven se llevó el índice
a los labios y le hizo tranquilizadoras señas de que continuara y no denunciara
su presencia. Su rostro era inofensivo, con una tímida sonrisa perpetua en los ojos
burlones, alternada tan sólo, algunos momentos graves de la lectura, con una seriedad
alarmada e ingenua propia de quien no distingue del todo entre lo acaecido y lo
imaginado. La joven obedeció, aunque no pudo evitar aquel día levantar la vista
demasiadas veces y dirigirla por encima del moño de la señora Cromer-Blake, que
a su vez alzaba la suya inquieta como si no estuviera segura de llevar derecho un
sombrero hipotético o debidamente iluminada una aureola. “¿Qué ocurre, niña?”, le
dijo alterada. “¿Qué es lo que miras ahí arriba?” “Nada”, contestó Molly Muir, “es
una manera de descansar los ojos para volver a fijarlos luego. Tanto rato me los
fatigaría”. El joven asintió con su pañuelo al cuello y la explicación bastó para
que en lo sucesivo la señorita mantuviera su costumbre y pudiera saciar al menos
su curiosidad visiva. Porque a partir de entonces, tarde tras tarde y con pocas
excepciones, leyó para la señora y también para él, sin que aquélla se diera jamás
la vuelta ni supiera las intrusiones de éste.
El joven no rondaba ni se aparecía en ningún otro instante,
por lo que Molly Muir no tuvo nunca la ocasión, a través de los años, de hablar
con él ni de preguntarle quién era o había sido o por qué la escuchaba. Pensó en
la posibilidad de que fuera el causante del desengaño ilícito padecido por su señora
en un tiempo pasado, pero de los labios de ésta jamás salieron confidencias, pese
a las insinuaciones de tantas páginas leídas y de la propia Molly en las lentas
conversaciones nocturnas de media vida. Tal vez aquel rumor era falso y la señora
no tenía en verdad nada que contar digno de cuento y por eso pedía oír los remotos
y ajenos y más improbables. En más de una oportunidad estuvo Molly tentada de ser
piadosa y relatarle lo que ocurría todas las tardes a sus espaldas, hacerla partícipe
de su pequeña emoción cotidiana, comunicarle la existencia de un hombre entre aquellas
paredes cada vez más asexuadas y taciturnas en las que sólo resonaban, a veces durante
noches y días seguidos, las voces femeninas de ambas, cada vez más avejentada y
confusa la señora, cada mañana un poco menos hermosa y más débil y huida la de Molly
Muir, que en contra de las predicciones no le había traído amores, o al menos no
que se quedaran y pudieran tocarse. Pero siempre que estuvo a punto de caer en la
tentación recordó al instante el gesto discreto del joven –el índice sobre los labios,
repetido de vez en cuando con los ojos de leve guasa–, y guardó silencio. Lo último
que deseaba era enfadarlo. Quizá era sólo que los fantasmas se aburren igual que
las viudas.
Cuando la señora Cromer-Blake murió, ella siguió en
la casa, y durante unos días, afligida y desconcertada, dejó de leer, el joven no
apareció. Convencida de que aquel muchacho rural deseaba tener la instrucción de
la que seguramente había carecido en vida, pero también temerosa de que no fuera
así y de que su presencia hubiera estado relacionada misteriosamente con la señora
tan sólo, decidió volver a leer en voz alta para invocarlo, y no sólo novelas, sino
tratados de historia y de ciencias naturales. El joven tardó algunas fechas en reaparecer
–quién sabe si guardan luto los fantasmas, con más motivo que nadie–, pero por fin
lo hizo, tal vez atraído por las nuevas materias, acerca de las cuales siguió escuchando
con la misma atención, aunque ya no de pie y acodado sobre el respaldo, sino cómodamente
sentado en el sillón vacante, a veces con las piernas cruzadas y una pipa encendida
en la mano, como el patriarca que nunca debió de ser.
La joven, que se fue haciendo mayor, le hablaba con
cada vez más confianza, pero sin obtener nunca respuesta: los fantasmas no siempre
pueden o quieren hablar. Y con esa siempre mayor y unilateral confianza transcurrieron
los años, hasta que llegó un día en que el muchacho no se presentó, y tampoco lo
hizo durante los días ni las semanas siguientes. La joven que ya era casi vieja
se preocupó al principio como una madre, temiendo que le hubiera sucedido algún
percance grave o desgracia, sin darse cuenta de que ese verbo sólo cabe entre los
mortales y que quienes no lo son están a salvo. Cuando reparó en ello su preocupación
dio paso a la desesperación: tarde tras tarde contemplaba el sillón vacío e increpaba
al silencio, hacía dolidas preguntas a la nada, lanzaba reproches al aire invisible,
se preguntaba cuál había sido su falta o error y buscaba con afán nuevos textos
que pudieran atraer la curiosidad del joven y hacerlo volver, nuevas disciplinas
y nuevas novelas, y esperaba con avidez cada nueva entrega de Sherlock Holmes, en
cuya habilidad y lirismo confiaba más que en casi ningún otro cebo científico o
literario. Y seguía leyendo en voz alta a diario, por ver si él acudía.
Una tarde, al cabo de meses de desolación, se encontró
con que la señal del libro de Dickens que le estaba leyendo pacientemente en ausencia
no se hallaba donde la había dejado, sino muchas páginas más adelante. Leyó con
atención allí donde él la había puesto, y entonces comprendió con amargura y sufrió
el desengaño de toda vida, por recóndita y quieta que sea. Había una frase del texto
que decía: “Y ella envejeció y se llenó de arrugas, y su voz cascada ya no le resultaba
grata”. Cuenta Lord Rymer que la anciana se indignó como una esposa repudiada, y
que lejos de resignarse y callar le dijo al vacío con gran reproche: “Eres injusto.
Tú no envejeces y quieres voces gratas y juveniles, y contemplar caras tersas y
luminosas. No creas que no lo entiendo, eres joven y lo serás ya siempre. Pero yo
te he instruido y distraído durante años, y si gracias a mí has aprendido tantas
cosas y también a leer no es para que ahora me dejes mensajes ofensivos a través
de mis textos que he compartido contigo siempre. Ten en cuenta que cuando murió
la señora yo podía haber leído en silencio, y no lo hice. Comprendo que puedas ir
en busca de otras voces, nada te ata a mí, y es cierto que nunca me has pedido nada,
luego tampoco nada me debes. Pero si conoces el agradecimiento, te pido que al menos
vengas una vez a la semana a escucharme y tengas paciencia con mi voz que ya no
es hermosa y ya no te agrada, porque no va a traerme más amores. Yo me esforzaré
y seguiré leyendo lo mejor posible. Pero ven, porque ahora que ya soy vieja soy
yo quien necesita tu distracción y presencia”.
Según Lord Rymer, el fantasma del joven rústico no fue
enteramente desaprensivo y atendió a razones o supo lo que era el agradecimiento:
a partir de entonces, y hasta su muerte, Molly Morgan Muir esperó con ilusión e
impaciencia la llegada del día elegido en que su impalpable amor silencioso accedía
a volver al pasado de su tiempo en el que en la realidad ya no había ningún pasado
ni ningún tiempo, la llegada de cada miércoles. Y se piensa que quizá fue eso lo
que la mantuvo todavía viva durante bastantes años, es decir, con pasado y presente
y también futuro, o quizá son nostalgias.
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