miércoles, 17 de septiembre de 2025

¿Qué sabe usted de Chava?

Antonio Prieto

 

A José Alvarado

 

Desperté la otra tarde con punzante deseo de visitar a los Aguirre. Al decidirme a ello, mientras me vestía, quedé perplejo de mi ocurrencia. No suelo hacer visitas; siempre he sido retraído. Puedo autocalificarme como un pequeño burgués de costumbres muy personales; completamente inadaptado para la vida social. Hasta hace poco más de dos años, me reunía en ocasiones con grupos de amigos o aceptaba comer en su compañía. Luego me dediqué de lleno a mi trabajo de argumentista, y puedo decir que vivo no sólo con comodidad, sino hasta con cierta molicie.

¿Por qué hablo de mis asuntos personales? Jamás lo había hecho. Cuantas amistades tengo ignoran mi vida íntima. Sólo mi madre y mis hermanos, y el padre y los hermanos de mi mujer, saben que estoy casado. De tal manera me tienen por hosco mis colegas que nunca me hacen preguntas acerca de mi vida privada. Y cuando las han hecho se quedan sin respuesta.

La casa en que vivo es hermosa, y tiene, como fueron los deseos de mi mujer, un gran jardín para que nuestros hijos –que por desdicha no hemos tenido aunque ambos lo anhelamos– tuviesen amplio lugar de esparcimiento, como ella dice. Por razones que no he de mencionar aquí, al jardín sólo tenemos acceso mi mujer, yo y los chicos de unos vecinos a quienes nunca hemos recibido aquí –donde en estos momentos trabajo–, ni ellos a nosotros en su casa.

Dos veces al mes voy al centro a entregar mis originales o a darles lectura, lo que me parece muy engorroso, ante los infatuados productores…

Y resulta que la otra tarde se me ocurrió visitar a los Aguirre. Hacía tres años que no me paraba por su domicilio, haciéndome violencia para ello, como quien se retrae para no volver al lugar del crimen… Me fue difícil reconocer a Isabel. La pecosita había crecido y ahora sus facciones eran firmes, diferentes a las de aquella chiquilla esmirriada, dulce e ingenua que, perdidos los dientes de leche, devoraba pistaches hasta indigestarse. Más que reconocerla, deduje que era Isabel. La niña me miró con extrañeza y, de pronto, con ojos iluminados y radiante sonrisa –qué hermosos dientes tenía ahora– exclamó:

¡Mamá! ¡Es mi tío Antonio!

En realidad no soy su tío; pero los hijos mayores de los Aguirre, Ángel e Isabel, siempre me consideraron como tal. El menor, Chava, no me da ese trato.

El grito de la niña produjo en Felisa, su madre, una reacción de sorpresa. Debe haber tenido en la mano un plato o una taza, pues se oyó el golpe del trasto al chocar contra el suelo. Y luego las duras pisadas de Felisa, que rápidamente venía hacia mí.

¡Ésta sí que es una sorpresa, Antonio! –dijo y me abrazó.

–¡Qué tal!dije. ¡Hombre, es que ya quería saber de ustedes!

Pues si tú no vienes, ¿quién sabe dónde encontrarte?

En seguida me entera de que su marido, Ángel Aguirre, viene a la casa rara vez y sólo le manda dinero por correo. Luego, como si a sí misma se lo dijera:

–Han pasado tantas cosas…

Y la frase traspasa el aire; se revuelve en el silencio y queda temblorosa en los oídos… Una pausa que no acierto a cortar. Por fin me decido, aunque advierto –¿lo advertiría también Felisa?cambiada y tímida mi voz:

Y… ¿Chava?

Madre e hija me miraron con estupor.

Todavía nada… son ya tres años.

¿Tres años?, ¿de qué?ahora sí mi pregunta es firme, tensa.

A Isabel se le nublan los ojos y se retira. Felisa pone su cara frente a la mía:

¿Cómo es posible que no lo sepas? Hace tres años que perdimos a Chava.

–¡No! ¿Y de qué murió?

¡Ojalá se hubiera muerto mi niño! Lo perdimos. Nada sabemos de él desde entonces. ¡Pero cómo no te enteraste, si lo supo todo el mundo!

Cuando Felisa se decide a narrarme su tragedia, que finjo muy bien desconocer, hago personales recuerdos.

Sin tener nada en común, fuera de nuestras creencias religiosas, Ángel Aguirre y yo habíamos trabado amistad después de algunas conversaciones de cantina, rociadas con vino y cuenteo; anécdotas y relatos más o menos atrevidos, siempre adoptando ese libertino lenguaje que se advierte en los alcoholistas de barra. Una ocasión en que Ángel andaba más alegre que de costumbre, nuestras constantes libaciones nos hicieron fraternizar, y cerca de las seis de la tarde se empeñó en llevarme a comer con él a su casa, para presentarme a su mujer y a sus hijos, a quienes, en esos momentos de euforia, adoraba. Y allá fuimos.

(La voz de Felisa, con su relato, que se siente anquilosado en razón de haber sido repetido tantas veces, aviva mis recuerdos).

Se acercaba la noche… Al entrar al hogar nosotros, el pequeño Ángel tendría entonces nueve añosme miró con curiosidad y con temor; un temor que luego vine a considerar muy justificado. Isabel, la niña, me conquistó con una simpática mirada no exenta de picardía. Felisa no levantó los ojos ni siquiera en el momento en que me fue presentada. Se limitó a servirnos la comida y sendos vasos de cerveza que se repitieron cuantas veces lo pidió el marido, quien poco después se quedaba dormido sobre la mesa. Entonces me despedí de Felisa y de los niños. Me había ganado su confianza por la forma cordial y animosa con que los traté, hablándoles siempre en un tono desenfadado, pleno de humor sano.

Capto de pronto la voz de Felisa, que estaba lejana en su relato:

–Sabes que Ángel tenía sus caprichos… Ahora ha cambiado tanto que no podrías reconocerlo. Es como un trapo seco… como un trapo sucio.

–¿Será posible?por una vez interrumpo la relación de Felisa para hacer esta pregunta estúpida, ripiosa, que notoriamente refleja un islote en mi lago de recuerdos. Si Felisa no estuviese tan absorta en los suyos, hubiera advertido que no estoy escuchándola, porque mis pensamientos son más imponentes.

Ato cabos: cuatro veces más volví a la casa, siempre alegre, al lado de Ángel. Ahora me tuteaba ya con chicos y grandes. Llevaba yo pistaches la debilidad de Isabely lápices de colores, la debilidad del pequeño Ángel. A Chava lo olvidaba casi siempre, y cuando empezábamos a comer y se acercaba a mí para preguntarme en su inefable idioma infantil:

¿A mí qué me trajiste, titonio?

Echaba yo mano al monedero y le respondía:

Esta moneda de oroun quinto nuevoes para ti, Chava.

Y el pequeño se iba feliz a corretear por la casa.

(A través del relato de Felisa, que parece gozarse ahora describiendo la gracia y la belleza de Chava, que yo conozco tanto como ella, siento que lo escucho, que anda por ahí).

Esa noche estaba yo aturdido por la cerveza. En cambio, Ángel se veía como iluminado. La mirada vidriosa. No soy un niño para ignorar que mi amigo no se había limitado en esta ocasión a ingerir vino. Había tomado alguna cosa más. Lo podía afirmar sin duda, porque en ese afán de proselitismo que los drogadictos tienen, ya una vez había insistido en que probara aquello, a lo que cortésmente me negué, sin que Ángel insistiese más sobre este punto.

(Ahora coincide mi recuerdo con el relato de Felisa, y por un momento la escucho):

–Tú sabes que Ángel era un enfermo y se le ocurrían locuras. ¡Y cuánto te agradezco que tú no te hayas prestado a esa infamia que te hizo retirarte para siempre de nuestra casa! Bueno… Nunca habíamos hablado de eso. No hubo oportunidad…

No. No hubo oportunidad. Con voz bronca, esa noche, la última que estuve allí –lo recuerdo claramente–, Ángel ordenó a los niños y a su mujer que se acostaran. En el hijo mayor noté profunda desconfianza; recelo animal. Felisa tenía por costumbre no contrariar a su marido, y supongo que fue demasiado complaciente con él, aunque de fijo no podría asegurarlo… En un tono melodramático, cuando nos quedamos solos, Ángel me preguntó si estaba yo contento.

¡Claro!le contesté, mientras podamos brindar… ¡A beber, hermano!

–¿No te gustaría inquirió con voz incisiva, silbante–… no te gustaría… dormir tantito?

–¿Dormir?… ¡Bueno! Cuando quieras que me retire, nomás me avisas.

–¡No! Ven, mira –me condujo al cuarto de su mujer–. Dormir aquí… con ella…

De pronto me pareció picante. Luego sentí ligero mareo y en seguida reaccioné. Un cúmulo de reflexiones me invadió, de modo que mi bestia interior se contuvo. Nada dije y, tambaleante, me retiré de aquella casa a la que no volvería más. Hasta esta tarde.

Se interrumpe el recuerdo, para escuchar, esta vez completa y claramente, la relación de Felisa:

–Dos días que no se paraba por aquí… Esa mañana, un viernes, llegó como casi todas las veces que volvía, con un montón de paquetes, jactándose de haber hecho muy buenas ventas. ¿Te acuerdas que a cada rato decía: “¡No hay nada que no pueda yo vender!”? Y era cierto. Era y es todavía, quizás hoy menos que antes, muy buen vendedor… Levantó en brazos a Chava y le dijo:

¡Ora sí, Chavita, te voy a llevar a la feria!

“Me ordenó que lo vistiera y salió con él de la mano… Bueno… Como otras veces sacaba a los niños y regresaba con ellos cargados de paquetes, pues le gustaba mucho ajuarearlos de todo a todo, desde camiseta hasta abrigo y guantes, pensé: ‘Esta vez le toca a Chava’. Y me fui a hacer el quehacer muy quitada de la pena…”

Aquí se le quebró la voz a Felisa, por segunda vez en el curso de su monótono relato.

–Dieron las cinco de la tarde, las seis, las siete. Y Ángel no regresaba con Chava. Entonces comenzó mi angustia. Y las llamadas por teléfono a los amigos, a los parientes… Vestí a los niños y salí con ellos para recorrer todos los juegos de la feria, con la esperanza de encontrarlos. Puede que quisiera hacer tiempo para que, al regresar a la casa, encontrara ya aquí a Ángel con el niño… Volví cerca de las doce de la noche. Y nada… Llamé a las cruces, a la jefatura, a los hospitales; a todas partes… y nada. Nadie sabía nada…

“A las seis de la mañana llegó Ángel, con esa horrible mirada que de repente, no sé por qué, le brilla tanto. Le grité:

“–¿Y el niño?

“–¿El niño? –me preguntó como un idiota.

“–Sí, sí, sí! ¿Dónde dejaste a Chava?

Yo no he visto a Chavame contestó. Y quería irse a la cama… Cogí un balde de agua y se lo eché encima. Luego traje un frasco de amoníaco y se lo metí por las narices. No sé cuántas cosas más hice con él, hasta que logré volverlo en sí. Sorprendido por mis preguntas, puso cara de espanto. Le recordé que había salido con el niño y había vuelto sin él. Tenía que explicarse y explicarme todo lo que hizo en aquellas horas terribles… Se agarró la cabeza, apretándosela, y me pidió por piedad que lo dejara reposar un poco; que seguramente luego recordaría todo… Y con esa desgarradora esperanza tuve que conformarme por unas horas… Después de un descanso, en el que debe de haber sufrido una pesadilla horrorosa, según los saltos que daba y los gestos que hacía, se levantó, se bañó y se vistió rápidamente.

“–¡Vámonos me dijo. Y salimos a la calle. Primero a recorrer las casas de los parientes; pero en ninguna de ellas se había parado. Luego, las de los amigos. Y nada. Hasta por ti preguntamos en alguna cantina; pero como nadie sabe dónde vives, no pudimos localizarte. Y otra vez a las cruces, a las delegaciones y los hospitales… Publicamos anuncios en los periódicos. Se avisó por radio. Y todo fue inútil. Nunca pudimos encontrarlo”.

La voz se detiene en la garganta de Felisa. Solloza y luego enmudece unos instantes. Le digo:

¡Qué barbaridad! Si yo hubiera sabido tal vez al principio, hubiera sido útil mi ayuda –y me quedo absorto de haber mentido con semejante aplomo. Cuán lejos está la pobre Felisa de saber que mi ayuda habría acabado con sus angustias; pero sin inmutarme la dejo comentar:

–Tal vez… –suspira–. Ahora, con tan remota esperanza de recuperar a Chava, tenemos que seguir viviendo con la resignación que da el tiempo. Sólo un milagro…

–¿No me decías que Ángel ha cambiado?

Sí. Voluntariamente se internó un tiempo en un sanatorio; siempre con la idea de que podría reconstruir en su memoria todo lo que hizo el día en que salió con Chava; pero nunca ha podido averiguarlo. Parece una maldición… muchas veces sufrió olvidos, que él llamaba lagunas. No recordaba lo que había hecho en dos, en tres días; sin embargo, eso no tuvo importancia hasta que pasó lo que pasó.

A punto estuve de decirle a Felisa que sí, que había yo leído los periódicos y escuchado los avisos por radio; que en ese tiempo me preocupaban más de lo que ella creía todos los asuntos de su casa. Estuve por revelarle todo, aun a costa de mi sacrificio. No obstante, quise que llegara al final en cuanto a la situación actual de Ángel.

Casi un año duró investigando –me dijo–. Hasta hizo un viaje al sur, siguiendo una pista falsa y en la que habíamos puesto toda nuestra fe…

Ahora me solazo en dar una versión a Felisa, en la que mezclo verdad y mentira:

–¿No llegaron a pensar que Ángel, para entrar en una cantina pudo pedir a cualquier amigo, a cualquier conocido ocasional, que cuidara al niño un momento? Y esta persona, interesada por Chava, enterada tal vez de su incierto futuro, puede haber querido protegerlo. Imagínate, claro que ésta sólo es una hipótesis que sugiero para tu consuelo, que hubiese una mujer sin hijos, ansiosa de tener uno, que hubiese visto en Chava al pequeño que a ella le hacía falta para llenar su instinto maternal. Y que ahora esa mujer tuviera al niño en un hermoso jardín, rodeado de cariño, cuidadosamente educado y a salvo de cualquier espectáculo que le dañe la mente… y quién sabe si, pasado el tiempo, reconozca a su madre en ti.

Felisa se envuelve en el ensueño y dice:

–Tal vez me reconozca, sí. La voz del corazón…

–No. No. La voz del corazón no existe. Ahora mismo, si Chava te viera no sabría quién eres. Y tú misma dudarías al identificarlo. Alguien tendrá que traértelo y decirte: “Aquí tienes a tu hijo”. Confío en que así será… pero dime, por fin, ¿qué es de Ángel?

–No sé exactamente. Muy rara vez viene por aquí. Casi no me habla. Pasea la vista vaga, nublada, que prefiero a su mirada brillante, por toda la casa. Luego se sienta en un rincón y llora. Muchas veces he sentido ganas de gritarle:

“–¡Mi hijo! ¡Desgraciado!

“Pero no sé. No puedo… Lloro también. Y nada más”.

Paso la mano por los cabellos de Felisa, con pena. Sonrío al notar que su llanto no contiene ya sabor de tragedia, sino de consolación. Y me despido con un “hasta luego, vendré muy pronto a verte”.

Sin embargo –pienso yo en la calle–, quizá no vuelva. Yo sé dónde está Chava; pero si usted lo ha descubierto, no lo diga jamás.

 

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