Ramón J. Sender
El capitán Hurtado era el único oficial profesional que teníamos en Peguerinos
en 1936. No acababa de salir de su asombro ante las milicias. Veía que las virtudes
civiles daban un excelente resultado en el campo de batalla, y eso debía de contradecir
los principios de su ciencia militar. Tenía un gran respeto por la combatividad
y el valor de los milicianos, pero no comprendía políticamente la democracia, y
a los que querían hablarle de las libertades populares les contestaba con un gesto
impaciente: “Para cuatro días que uno va a vivir, dejadme en paz con vuestras tonterías”.
Los milicianos se reían y movían lentamente la cabeza. Pero la disposición de Hurtado
para el trabajo de guerra al lado de unos hombres cuya ideología no comprendía les
era simpática a todos.
–Con vosotros –solía decir Hurtado a los milicianos–
se puede ir a todas partes.
Eso les halagaba.
Aquel día Hurtado llamó a cinco hombres elegidos entre
los más decididos. Cuatro muchachos y un viejo. Éste era tipógrafo. Entre los otros
había un ingeniero industrial, un metalúrgico y dos albañiles. El tipógrafo protestaba
siempre porque no tenía tiempo para nada. Desde hacía tres días trataba en vano
de leer un discurso del líder sindical de su organización, que había sido publicado
en folleto y que llevaba consigo todo sucio y arrugado.
Cuando acudieron a la pequeña casa de madera que había
a la salida del pueblo, el capitán no había llegado aún y le esperaron más de media
hora. El tipógrafo sacó de la cartuchera el folleto y se puso a leer. Por fin apareció
el capitán, acompañado de un sargento telegrafista que solía manejar un heliógrafo.
Ese sargento, aunque mostraba un gran entusiasmo por las ideologías políticas de
los milicianos con quienes hablaba en cada caso, no tenía la simpatía de nadie.
Veían en él algo servil que a nadie convencía. Era corriente oír hablar de él con
reservas.
Antes de sentarse, hizo un largo aparte con el sargento.
Cuando este se fue, dijo a los milicianos que le había llamado para exponerles un
plan de penetración y acción en el campo enemigo. Era muy arriesgado y reclamaba
la mayor atención. La derrota sufrida el día anterior por el enemigo había forzado
a Mola a organizar su campo seriamente para la resistencia. El enemigo estaba muy
bien fortificado, había establecido una línea regular y contaba con abundantes refuerzos.
Debían de tener patrullas de reconocimiento, con los restos de la caballería mora
que lograron salvarse el día anterior. Los milicianos escuchaban impacientes. Hubieran
querido asimilar en un instante los conocimientos de aquel hombre. Pero cada cual
pensaba que, si Hurtado sabía siempre las condiciones en que se encontraba el enemigo
y en un combate conocía el momento y el lugar del contraataque, eso se debía a sus
seis años de academia. Ese nombre –Academia– tenía una fuerza y un prestigio abrumador.
–No es necesario el fusil para estos servicios –explicaba
Hurtado–. Son mejores las bombas de mano. Tres de vosotros llevaréis también un
pico. Los otros dos, una pala. Cada uno, un rollo de cuerda de cinco o seis metros.
Después de una pausa en la que el capitán pareció muy
preocupado por las hebillas de su alta bota de cuero, aunque se veía que pensaba
en otra cosa, continuó:
–La penetración en el campo enemigo tiene por objeto
producir la sorpresa y la desorientación. Para eso hay que saber evitar los puestos
de observación, y esto se consigue estudiando bien el itinerario y escogiendo también
la hora en relación con la posición del sol o de la luna. El itinerario, flanqueando
el viejo camino de resineros…
De nuevo se interrumpió para vigilar la hebilla que
no quería dejarse atar. Cuando parecía dispuesto a reanudar la lección, llegó de
nuevo el sargento telegrafista. El capitán se levantó y salió fuera. Parecía muy
distraído. El tipógrafo sacó su folleto y se puso a leer. El joven ingeniero industrial
pensó que no estaba bien salir a hablar aparte con el telegrafista, pero quizá los
profesionales daban un gran valor al secreto militar, y eso no podía parecerle mal.
Hurtado volvió a entrar y dijo que tenía que salir para
un servicio urgente. La lección la daría al atardecer y la penetración de la patrulla
sería antes del alba, al día siguiente. Había tiempo. Todavía se detuvo para advertir
que si antes de la media noche no se habían podido reunir de nuevo, los milicianos
debían ir a buscarle al Estado mayor o donde estuviera. El tipógrafo guardó su folleto
en la cartuchera y contempló extrañado al capitán. “Es raro –pensó–. Parece un hombre
diferente. Se mueve, se sienta, se levanta, habla como si le dolieran la cabeza
o las muelas.”
La patrulla iba y venía por el campamento esperando
la hora de la reunión. Los cinco milicianos habían quedado libres de servicio aquel
día y el tipógrafo seguía leyendo el folleto, algunos de cuyos párrafos había subrayado
cuidadosamente con lápiz. Después del bombardeo de la aviación enemiga, hacia las
cuatro de la tarde hubo bastante calma. El silencio del frente era horadado a veces
por el fuego mecánico de las ametralladoras. A veces, también, cantaba un gallo
en un corral próximo, lo que según el joven ingeniero era una provocación intolerable
a su estómago.
Hurtado salió al atardecer, con el sargento, hacia las
avanzadas. El cabo de intendencia lo vio ir y venir indeciso. Llegó a los primeros
puestos del ala derecha y advirtió a los centinelas que tuvieran cuidado al disparar
porque iba a reconocer el “terreno de nadie”. Los centinelas lo vieron salir asombrados.
“Con hombres tan valientes y tan inteligentes –se dijeron también– se puede ir a
todas partes.” Hurtado y el telegrafista avanzaron con grandes precauciones en dirección
a una casita abandonada, de cuyas ruinas salía humo. Luego los centinelas los perdieron
de vista, pero en los relevos se transmitían la consigna: “Cuidado al disparar,
que el capitán Hurtado anda por ahí”. Era ya medianoche y no había vuelto aún.
A la una de la madrugada el tipógrafo reunió a los demás
compañeros y les recordó que el capitán les había dicho que después de medianoche
debían buscarlo donde estuviera. Antes del amanecer había que realizar el servicio,
y para eso necesitaban conocer las instrucciones completas. Ya de acuerdo, se enteraron
por el cabo de intendencia y el sargento de la segunda compañía del batallón Fernando
de Rosa del camino tomado por el capitán. Con el fusil en bandolera, la bayoneta
colgada al costado y media docena de bombas de mano, llegaron los cinco a las avanzadas.
Los centinelas les indicaron el lugar por donde Hurtado había desaparecido. La patrulla
buscaba entre las sombras, que a veces esclarecía una luna tímida. Con la obsesión
de un servicio que había que hacer “antes de la madrugada”, recordaban sus palabras:
“Si a las doce no nos hemos reunido, buscadme”. Y los cinco siguieron avanzando
cautelosamente en la noche.
Antes de llegar a la casita en ruinas sintieron a su
izquierda una ametralladora. En la noche, los disparos eran estrellas rojas de una
simetría perfecta. Se arrojaron al suelo y siguieron avanzando. Volvieron a detenerse
poco después porque oyeron voces humanas. No comprendían las palabras, pero reconocían
el acento atiplado de los moros. El tipógrafo y otros dos avanzaron y los demás
quedaron esperando con los fusiles preparados. Pocos minutos después vieron un grupo
de caballos sin jinetes atados entre sí. Como las voces se habían alejado y durante
más de media hora no vieron a nadie, siguieron avanzando.
–Cuando encontremos a Hurtado –decía el tipógrafo–,
va a ser muy tarde.
Otro miliciano afirmaba y añadía que, por si ese retraso
no bastaba, todavía sería preciso volver al campamento a equiparse como el capitán
había dicho. La última palabra que le habían oído, con la cual quedaba inconclusa
una frase de un valor inapreciable era: “el itinerario junto al camino viejo de
resineros…”. Había que conocer esa frase entera; había que escuchar sus instrucciones
antes de penetrar en el campo enemigo si querían hacer un buen trabajo.
–Entrar en el campo enemigo –se decían– no es tarea
para el primer miliciano que llega.
En el fondo de un hoyo de obús encontraron al telegrafista.
Se quejaba débilmente y parecía haber perdido el conocimiento. Estaba herido en
la cabeza y en el pecho. Tenía también una mano ensangrentada. Pero a veces indicaba
con esa misma mano una dirección y reía vagamente. Quizá no se reía, pero la boca
ancha y hundida bajo las narices daba esa impresión. En la mano izquierda le faltaba
el dedo anular. Los que habían dudado del telegrafista se sentían ahora avergonzados.
Con la mano ensangrentada seguía señalando el camino de Hurtado en las sombras.
Pero no conseguía hablar. Como se negaba a ser evacuado le dieron agua y lo dejaron
allí. Siguieron adelante. El tipógrafo dijo que los moros habían cortado el dedo
anular al telegrafista para robarle la alianza de oro. Antes de terminar estas palabras
llegaron dos obuses del 7,5. Un balín hirió al ingeniero en el brazo. Se oyó una
blasfemia y el herido quedó rezagado buscando algo con que atarse el brazo por encima
de la herida.
Pero seguían avanzando. Rebasaron dos nidos de ametralladoras,
perdieron algún tiempo tratando de reconocer en la oscuridad –la luna se había ocultado
de nuevo– por el tacto las facciones de un muerto. Llevaba bigote y, por lo tanto,
no podía ser Hurtado. Y siguieron.
Por fin, momentos antes del amanecer, estuvieron ante
Hurtado. Pero aquel era otro campamento. Quizá correspondiera al sector de Las Navas.
Hurtado abrió unos ojos enormes, de asombro. Su extrañeza era como una serie de
preguntas tan claras que no hacía falta formularlas.
–Dijo usted que le buscáramos –explicaban los milicianos.
Hurtado, con la voz temblorosa, mirando los fusiles,
preguntaba:
–¿Yo? ¿Para qué?
Estaba tan desconcertado que no acertaba a llevarse
el cigarrillo a los labios.
–Para que nos diga cómo hay que penetrar en el campo
rebelde.
Hurtado había perdido la mirada juvenil y franca que
tenía en Peguerinos. Los milicianos creían que estaba disgustado porque no llevaban
las bombas ni los rollos de cuerda. El tipógrafo advirtió:
–Luego iremos a dejar los fusiles y a equiparnos como
usted nos dijo, pero quisiéramos que terminara de darnos sus instrucciones para
entrar en el campo enemigo.
Fuera comenzaba a amanecer. A la luz del día era ya
visible la bandera traidora de Franco. El capitán desapareció y los milicianos quedaron
recordando las palabras con las que había interrumpido su lección: “la penetración
en el campo enemigo, junto al camino viejo de resineros…”. No era tan fácil entrar
en el campo enemigo. Solo un oficial con seis años de academia militar podía pretender
organizar un servicio tan difícil. Se sentaron todos en semicírculo. El ingeniero
apretó un poco más la venda del brazo, sirviéndose de los dientes y de la mano libre.
Habían dejado una silla en el centro, para Hurtado.
Este volvió, pero venían con él dos oficiales acompañados
de más de quince soldados, quienes desarmaron a los milicianos y los condujeron
a una zanja. Dijeron al joven ingeniero:
–Salta ahí dentro y así nos evitas tener que arrastrar
luego tu cuerpo.
Dispararon sobre él y allí quedó, encogido, en el fondo.
Ordenaron al tipógrafo que cogiera una paletada de cal de un pequeño montón que
había al lado y la echara al muerto. El tipógrafo contestó en silencio mostrando
sus manos atadas. Lo desataron. Cogió la pala y miró a su alrededor. Hurtado no
estaba. Volvió a dejarla caer, salvó de un brinco una pequeña cerca de piedra y
corrió, corrió, corrió. A sus espaldas oyó varias descargas de fusil. Las pistolas
sonaban también como botellitas a las que se les quita de pronto un corcho muy ajustado.
Sintió en las piernas los golpes de unas ramas de arbusto que no existían y en la
boca un líquido caliente y salado.
Pudo llegar a Peguerinos. Allí estaba yo. Me contó todo
esto mientras el médico se preparaba para hacerle una transfusión de sangre. Después
sacó su folleto sindical del bolsillo y se puso a leerlo.
(Tomado
de www.ciudadseva.com)
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