Antonio Skármeta
–Entre todas las cosas lo primero es el mar –dijo mi
primo–. Y después el sol, y después la noche. Si es eso lo que querías saber, estás
despachado. Alcánzame el martillo.
Encontré la herramienta
bajo los tapabarros del coche. Se la alcancé con prontitud. La cogió y empezó a
machacar con golpes breves y violentos un tubo; seguramente el tubo de escape; no
entiendo acerca de automóviles.
–Es necesario enderezarlo
–dijo mientras golpeaba.
–No es eso lo que
quería saber –repuse.
–¿Qué es lo que
no querías saber?
–Bueno… lo del mar,
y después el sol y después el viento –dije.
–El viento no. Después
del sol, la noche.
–Entendido. Pues
no era eso.
–Veamos –dijo mi
primo.
–Tú estudiabas literatura.
–Bien. Sigue.
–Eras el novio de
Angélica –agregué.
–¿Cómo dijiste?
–No me puedes oír
si estás golpeando ese tubo todo el tiempo –grité.
Sin interrumpir
su tarea, se dio vuelta un segundo y me miró. Luego volvió a dirigir la mirada al
tubo, lo torció y comenzó a golpearlo por el otro costado.
–No eres cortés
–dije–. Tus modales me fastidian.
–Así que tú no crees
que lo primero es el mar, ¿cierto?
–Sobre eso no me
pronuncio.
–¿Y hablaste con
mi padre?
–Sí.
–Comprendo que esté
preocupado. Él no sabe.
–Yo tampoco.
Dejó de martillar,
miró el cielo y pestañeó. Echó una mirada al coche, dio una vuelta alrededor de
él, me cogió por un hombro y nos fuimos a sentar al pasto en silencio.
–Tú eres el mejor
de la familia –me dijo.
–¡Qué va! –dije
yo.
–En serio. Tú vas
a ser alguien.
–Córtala –dije–.
Tú también eres alguien. En verdad todos son alguien en cierto modo.
–Aún no –dijo.
–Tú papá se preocupa
por ti –comenté.
–Eso no me gusta.
–Quiere que termines
tu carrera. Y yo le encuentro la razón, si quieres saberlo.
Se levantó de un
salto. Entró por la parte de atrás de la cocina. Luego de un momento abrió la puerta
empujándola con un pie y salió con dos refrescos en las manos. Se sentó a mi lado
y me pasó uno.
–¿Qué es lo que
decías? –dijo.
–Tu papá se preocupa
por ti.
–No. Antes de eso.
–Tú eras el novio
de Angélica –dije.
–¡Caramba!
–Me gustaba que
fuera tu novia.
–Entonces la pasaremos
a buscar cuando termine con el coche.
–¿Piensas traerla
con nosotros?
–Se lo había prometido
–dijo. Luego agregó–: La Universidad no está bien. Un tipo como yo no tiene nada
que hacer en la Universidad.
Se echó hacia atrás
y apoyó la espalda en el manzano.
–¿Qué es lo que
quieres? –le dije–. Tienes algo de dinero; buenas notas; tenías a Angélica. ¿Qué
es lo que quieres?
Extendió los brazos,
hizo una mueca con la boca y luego se encogió de hombros.
–Comprender –dijo.
–¿Comprender qué?
–insistí.
–Todo. Soy muy tonto.
–Eres el más inteligente
de la familia –dije–. No eres ningún tonto. ¿Por qué habrías de dejar de estudiar?
Nadie tiene tan buenas notas como tú. ¿Qué te pasa?
Terminó de beber
su gaseosa. La hizo rodar sobre el pasto hasta que fue a estrellarse contra mi zapato.
–Terminemos con
el auto –dijo–. De otro modo no tendremos sol en la playa.
Sin embargo permaneció
apoyado en el árbol y sin aparentes intenciones de continuar el trabajo. Yo me levanté
y metí en el cajón algunas herramientas.
–A veces a uno le
pasan cosas –dijo.
–¿Como qué? –dije.
–No sé. Cosas –dijo.
–No sé de qué hablas
–repliqué–. Terminemos con el auto.
Caminó hacia el
coche, abrió la puerta e hizo partir el motor. Luego se apoyó sobre el volante con
los ojos perdidos, y pasó la mano sobre el parabrisas.
–Me gusta sentirme
libre –dijo–. Sentirme las manos trabajando, palparme el cuerpo desnudo, charlar.
Me gusta que mi mujer sea libre. Me gusta tirarme con mi mujer libremente y charlar.
¿Comprendes?
–Debieras ser escritor
–dije.
–Voy a serlo.
Luego se echó atrás
y resopló con fuerza.
–El mejor –dijo–.
Son cosas que a uno le pasan. ¿Me encuentras teatral?
–Sí –dije.
–¿Te molesta?
–No –contesté–.
Te conozco bien.
–Eres el mejor de
la familia –dijo–. Y eso que no has ido a la Universidad.
–La Universidad
no va conmigo.
Extendió la mano,
arrugó el rostro y se indicó el pecho con un dedo.
–Tampoco.
–Contigo, sí –afirmé.
–Puede que tengas
razón –replicó–. Tú sabes, son cosas que pasan.
–¿Qué le digo a
tu padre, ahora?
–Nada. Trae los
trajes de baño y vámonos.
–Terminemos con
el coche.
–Está listo –contestó–.
Coloco el tubo y partimos.
Di media vuelta
y cuando empujaba la puerta de entrada a la casa, me detuvo con un silbido.
–Este auto hijo
de perra hacía tres meses que estaba en panne.
Me miró, luego levantó
las cejas, y alzó la cabeza consultándome.
–¿De acuerdo? –preguntó.
–De acuerdo –le
dije–. ¿Y quieres saber más?
–Adelante –dijo.
–Si te vas a poner
a escribir vas a ser el mejor. ¿Quieres saber por qué? –dije mientras abría la puerta.
–Adelante.
–Porque no haces
alarde de nada.
–Bien. Eso no basta.
En la Universidad estudiamos escritores que alardean.
–Es diferente. Tú
quieres comprender.
–Tampoco basta.
No soy pedante.
–Bien –dije yo–.
Eres teatral, ¡qué diablos!
–Bien –dijo–. Eres
el mejor de la familia. Anda a buscar los trajes de baño.
Entré y subí corriendo
las escaleras; de la pieza de mi primo saqué los trajes de baño, dos toallas, un
paquete de cigarrillos, y los eché en el bolso. Cuando me dispuse a bajar me topé
con mi tío que salía de su pieza.
–¿Qué dice? –preguntó–.
¿Qué es lo que está haciendo ahora?
–Arregló el coche.
Nos vamos a la playa.
–De modo que arregló
el coche, dices. Es un muchacho inteligente por cierto. Y de la Universidad, ¿qué
dice?
–Nada –contesté.
–¿Nada? –dijo.
–No se preocupe.
Tenemos prisa.
–Tengo que preocuparme.
Es mi hijo.
–Seguirá estudiando
–dije–. Y si quiere saberlo no puede vivir sin estudiar.
–¿Cómo lo sabes?
–A veces pasan estas
cosas –repliqué. Y bajé corriendo las escaleras.
Una vez instalados
partimos a toda velocidad. El coche se mostraba dócil, y aunque nunca había tenido
un sonido tan suave, mi primo no hizo jactancia alguna de ello. Al cabo de algún
tiempo, y justo al mediodía, nos detuvimos frente a la casa de Angélica y mi primo
entró a buscarla. A mi vez, descendí, entré a la fuente de soda de la esquina, descolgué
el teléfono y di aviso a la oficina que no iría a trabajar esa tarde porque estaba
enfermo. Luego pedí un refresco, puse un disco en el tragamonedas y encendí un cigarrillo.
Cuando volví al
coche noté que la expresión de mi primo había cambiado. Hacía muecas con la boca
y tenía el ceño fruncido. Angélica, sentada a su lado, me saludó con una leve sonrisa
y yo me senté a su lado izquierdo, doblé el codo sobre la ventanilla y guardé silencio.
Después de un rato desembocamos en la carretera hacia la costa, y más tarde pasamos
frente a Los Cerrillos, y después por Melipilla. Mi primo manejaba a toda velocidad
y no había dicho una palabra. Angélica y yo nos limitábamos a mirar el paisaje y
fumar cigarrillos.
Al llegar a Cartagena
disminuyó la velocidad y lentamente pasó por la costanera, mirando a la gente, y
a los cerros, y al mar. Luego subió la velocidad y no detuvo el coche hasta que
llegamos a Las Cruces.
–Aquí nos quedamos
–dijo–. ¿Te gusta?
–Mucho –contesté–.
Pensé que estabas mudo.
–¿Y a ti? –preguntó
a Angélica.
–Está bien.
Nos desvestimos
en el coche, nos pusimos las mallas, y caminando lentamente fuimos a tendernos cerca
de la orilla.
Mi primo hundió
el rostro en la arena, extendió los brazos, y se mantuvo jugando a coger entre las
manos puñados de arena, y apretarlos, y a soltarlos lentamente después. Angélica
se tendió de espaldas y yo permanecí sentado, fumando y contemplando su cuerpo moreno
con la cabellera negra brillando sobre la arena, y deseándola. Así mismo la había
conocido hacía un año, cuando mi primo me trajo ese verano y me la presentó, y me
dijo que era “ella”, y que era una pajarona, pero que era “ella” de todas maneras.
Ahora había cambiado, mi primo la había ido creando, sin forzar nada, imperceptiblemente,
haciéndole un mundo, moldeándola, llenándola de vida, colmando su mundo juvenil
con su fuerza.
–¿Qué le pasa a
ese? –dije.
–Se puso así –contestó–.
De repente.
–¿Cómo? –pregunté.
–No sé. ¿Qué es
lo que quiere? Yo he estado bien –dijo–. ¿Qué es lo que quiere?
–Comprender.
Ella se alzó, cogió
un cigarrillo y se lo encendí.
–Nunca acabaré de
conocerlo. Es diferente –dijo.
–Sí –repliqué–.
Es diferente.
–¿Tú qué piensas?
–Que todo se arregla.
¿Qué quieres que piense?
Me di vuelta y me
tendí dando la espalda al sol.
–Ojalá –dijo.
–No te preocupes.
Más tarde mi primo
se levantó y se llevó a Angélica al mar, con un gesto. Casi al topar el agua se
detuvieron y charlaron por unos minutos. Luego se metieron mar adentro y se mantuvieron
nadando por un rato. Encendí un cigarrillo, lo fumé con calma, mirando el cielo
y con los ojos frente al sol. El día estaba despejado, no había viento y sólo algunos
pájaros aleteaban en la altura.
Angélica vino a
mi lado corriendo, se secó el rostro y las piernas, se sentó sobre la toalla, ajustó
su pelo y sonrió.
–Todo está bien
–dijo.
–Bien –dije–. ¿Qué
hace ahora?
–Está flotando.
Le gusta tenderse de espaldas y flotar.
–Va a ser escritor
–dije.
Nos mantuvimos charlando
más de una hora y mi primo continuaba flotando, y nadando, y sumergiéndose de una
roca a veces. Luego yo entré al agua, llegué nadando a su lado, e hicimos una competencia
de natación, que gané. Nos sentamos en una roca, y mi primo jadeando se largó a
reír.
–Espera a que te
lea unos poemas que inventé de mi propia cabeza.
–Está bien –dije
yo–. Esperemos que oscurezca.
–Está bien –dijo.
Cuando volvimos,
Angélica y mi primo se fueron sentados atrás y yo conduje hasta Santiago con las
ventanas abiertas y el cálido viento de noviembre rebotando violento contra el rostro.
Paramos a dejar a Angélica y una vez en casa nos metimos en la cocina, pusimos queso
a unas marraquetas y les hincamos el diente. Más tarde subimos al cuarto. Mi primo
se sentó a su escritorio, sacó dos libros y algunas hojas.
–Estuvo bien el
mar –dijo.
–De acuerdo.
–Para mí es lo primero
–agregó.
Luego me alcanzó
uno de los libros.
–Latín.
Luego me pasó el
otro.
–Literatura española
clásica, Cervantes.
–Lope de Vega –dije.
–El Arcipreste de
Hita –dijo.
–La vida es sueño
–dije yo.
–Libros magníficos
–dijo–. ¡Grandes escritores, señor!
Después giró el
asiento, apoyó los codos en el escritorio, puso la cabeza entre las manos y empezó
a estudiar. Yo abrí Don Quijote en el Capítulo 33, me recosté en la cama,
y no paré de leer hasta las tres de la mañana. Después puse el libro en el suelo,
me tapé el rostro con la almohada y no tardé en quedarme dormido. Hasta donde recuerdo,
mi primo continuaba estudiando.
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