J. T. McIntosh
De nuevo era un fugitivo. Y esta vez no sentía la menor alegría,
únicamente una triste ansiedad de derrota. Es imposible ocultarse
indefinidamente de la sociedad en el seno de ella misma.
Su mayor ventaja radicó siempre en que la policía,
presuntuosamente segura del hecho que no podía existir ningún crimen inédito o
no resuelto en sus archivos, tardaba mucho en investigar los aspectos
considerados poco interesantes.
Otro punto a su favor era que siempre estuvo solo. Pero
esta vez no fue así. Sentado en la playa bajo el resplandeciente sol de
Florida, hacía señas en ocasiones a una muchacha de plateado traje de baño, que
nadaba en aguas poco profundas.
Si la policía no había comenzado a buscarlo, aún estaba a
salvo. Pero ahora la policía ya debía estar sobre aviso, lo que significaba que
en cualquier momento una pesada mano caería sobre su hombro y su libertad y su
vida habrían terminado.
Hizo memoria, pero no pudo señalar los errores que hubiera
cometido, ningún error evitable. Por supuesto, de no haber ido al club nocturno
Luna Azul, las cosas habrían sido diferentes. Sin embargo, careciendo
del poder de adivinación del futuro, difícilmente pudo evitarlo. Tal vez hubiera
sido más conveniente dar a Marita un nombre falso, pero el peligro era entonces
mayor. Era inevitable que personas que la conocían por su nombre, le presentaran
a otras que la conocieran por uno distinto.
Un joven Adonis bronceado entró corriendo al agua,
directamente hacia la muchacha del traje de baño plateado. Ella lo ignoró para
enviar un beso en dirección a la playa. La confianza en sí mismo del Adonis
vaciló y decidió pasar de largo.
El hombre de la playa le hizo nuevas señas. Era evidente
que estaba enamorada de él. Se preguntó si ella sabría que él no la amaba… si
se sentiría herida.
Escasamente a unos metros de él, el aire crepitó. Esto
sucedía a veces en plena acción de la vigilancia por televisión oculta. Sintió
el impulso de levantarse de un salto y echar a correr, pero se contuvo. Si se
trataba de TVO, lo mejor era parecer lo más indiferente posible. Bastaba con recordar
que si el aire chasqueaba, equivalía a ver a un policía. Pero huir
sistemáticamente ante cada policía, no tardaría en crear dificultades.
La crepitación significaba simplemente que lo vigilaban.
Eso podía significar el fin o el principio, o una infructuosa e insignificante
coincidencia en el curso de la búsqueda de otra persona.
Dos mujeres pasaron junto a él, caminando a lo largo de
la playa. A ninguna de ellas las favorecía llevar traje de baño, pero ambas lo
usaban. Una dijo:
–¿Ves aquella muchacha del traje de baño plateado? Ése es
el tipo al que me refiero.
–¿Qué tipo? –preguntó la otra.
–Demasiado ingenua para ser sincera. Con esos ojos azul
claro y esas curvas que pretende ignorar, apuesto que ha olvidado sobre los
hombres más de lo que tú y yo nunca supimos.
Era asombroso, pensó el hombre de la playa, el extremo de
sutileza a que pueden llegar las mujeres al criticarse entre ellas. Ese
comentario casual le recordó a Susan Sonnenburg.
Susan Sonnenburg… hasta cierto punto era ella la
responsable de su huida, aun cuando había dejado de existir una semana atrás.
Inconscientemente, Susan dispuso el curso de la presente situación. ¿Por qué no
se habría ocupado de sus propios asuntos?
–Justo en la puerta de entrada, por favor –pidió Susan Sonnenburg con
firmeza, mientras el taxi se orillaba para detenerse a una manzana del Edificio
Musicosmos.
–Lo siento, señora, pero no tengo permiso VIP –dijo el
taxista–. Si me detengo frente al Musicosmos, la policía me detendría antes de que
usted pueda abrir la puerta del coche.
–No, se equivoca. Tengo un pase.
–Muy bien, me gustaría verlo.
–No voy a estar revolviendo mi bolso durante media hora.
Sea amable y acepte mi palabra.
–No quiero correr ningún riesgo, señora. Puede ir
caminando desde aquí.
–Desde luego que no y no pienso intentarlo. A mi edad ya
es bastante ejercicio cambiar de opinión.
El taxista sonrió burlonamente.
–Oiga, si usted es realmente beneficiaria de un pase,
debería conocerla. ¿Cuál es su nombre, señora?
–Ya le dije que tengo un pase –insistió Susan–. No me
gusta que duden de mi palabra. ¿Me creería si le dijera que soy Martha
Washington?
El taxista pareció pensar algo de repente y bajó la vista
a las manos de ella. Obstinada y perversamente, la mujer las ocultó tras su
espalda.
Pero el rostro de él se había iluminado.
–Usted es Susan Sonnenburg, la pianista –dijo–. Tengo su
grabación de la sonata de Chopin, esa en re bemol.
–Es en sí bemol menor –corrigió Susan.
–Será como dice. De cualquier modo, cinco bemoles. Toca
usted la marcha fúnebre demasiado rápido. No obstante, es indudable que tiene
pase. La llevo inmediatamente.
El taxi se dirigió al edificio Musicosmos y entró
suavemente a la zona de estacionamiento reservado.
–No es que la toque demasiado rápido –arguyó Susan–.
Usted la escucha con demasiada lentitud.
–Pero el movimiento anterior –dijo el conductor–, ese de
los acordes cromáticos en crescendo, lo interpreta como una marcha fúnebre.
Cuando llega a la parte que debería ser más rápida, la mantiene a la misma
velocidad.
–Debería oírme tocar el Minueto en sol –dijo Susan
agriamente–. Con frecuencia logro ejecutar la mayor parte a la perfección.
El taxista tocó el botón que abría la puerta. Cuando
Susan sacó el monedero, meneó la cabeza.
–Este viaje va por mi cuenta, señorita Sonnenburg. Cuando
dije que usted ejecutó el segundo movimiento demasiado lento y el tercero
demasiado rápido, no quise decir que no me gustó.
–No tiene necesidad de ponerse lírico –replicó Susan
sarcásticamente.
Se encaminó cojeando al interior, apoyándose en su
bastón.
El edificio Musicosmos se elevaba hacia el cielo como un
himno de alabanza. En esta época la música proporcionaba dinero, la música
seria. Algunos afirmaban que este hecho se había iniciado al enseñar en las
escuelas a los niños que no debían tener miedo a pensar, a ser diferentes, a
sentir secretos anhelos de gusto y cultura. Otros lo atribuían a que la detección
y el castigo no sólo habían logrado controlar el crimen sino que se
adelantaban; el secreto consistía en legalizar estrictamente el amor, la lectura,
la asistencia a la televisión, incluso la audición de Beethoven y Brahms. Un
tercer grupo, los eternos optimistas, se limitaba a comentar que tal vez la
raza humana alcanzaba al fin su madurez.
Sesenta años después de la muerte de Borodin, su música
fue convertida en un afortunado espectáculo musical compuesto principalmente de
lujuriantes rubias, morenas y pelirrojas ataviadas con pantalones transparentes
y joyas. Doscientos años después de la muerte de Borodin, su Segunda Sinfonía,
devuelta a su forma original, ocupaba el primer puesto en el Hit Parade.
Y todo esto significaba algo.
El viejo Benny tocó su gorra en señal de saludo a Susan,
al ingresar ésta al edificio. Tenía aún más edad que ella, pero nadie sabía con
exactitud el número de años.
–La están esperando en el estudio siete –murmuró,
meneando la cabeza sin razón aparente, y le ofreció el brazo; Susan lo tomó con
agradecimiento.
Había sufrido una caída grave hacía ocho meses y, aunque
soldaron los huesos con facilidad, no se recuperó por completo del accidente.
Hecho curioso, mientras la ciencia ofrecía mayores posibilidades a las personas
normales, la vida se tornaba cada vez más difícil para los parcialmente
impedidos. En el siglo XIX, los ancianos achacosos –y ricos–, disponían de
sirvientes para todo lo que fuera necesario. En la actualidad no quedaba un solo
sirviente particular en Estados Unidos y, en cambio, las distancias eran
mayores, a causa de los problemas de estacionamiento, las escaleras más largas
por la supresión de los pasos de peatones; y los peldaños más altos en taxis,
autobuses y escaleras eléctricas. Factores con los que ninguna dama entrada en
años del siglo XIX tuvo alguna vez que luchar.
Por tales motivos, Susan apreciaba la vacilante pero
caballerosa asistencia del viejo Benny. Pensó que sería la última vez y se
detuvo súbitamente, incapaz de dejar pasar la ocasión sin ninguna palabra de
agradecimiento.
–Benny –dijo–. Soy una vieja extravagante y antipática.
¿Por qué fue siempre tan amable conmigo?
La repentina pregunta lo azoró. Su rostro vacuo y
benévolo expresó desconcierto. Pareció sentir que le pedían algo, pero sin
comprender qué.
–No importa –continuó Susan con inusitada dulzura–. De
cualquier modo, deseo decirle que agradezco su amabilidad.
–¿Amabilidad? –repitió Benny, todavía azorado.
–Eso es –asintió Susan–. Buscarme un taxi y hacer que los
choferes vengan precisamente a la puerta de entrada. Arreglarme una habitación
cuando me sentí enferma. Cortarme un trozo del bastón al decirle que era
demasiado largo. Traerme emparedados los días que el ensayo se alargaba. Eso es
amabilidad.
–Es mi trabajo, señorita –contestó Benny, turbado–. Soy
portero, me encargan toda clase de trabajos de confianza. La mayor parte del
día no tengo nada que hacer y entonces…
–Entonces ayuda a cualquiera que lo necesita. Lo sé.
Supongo que habría continuado sin darle importancia, Benny, pero hoy comprendí cuanto
ha hecho por mí, sus muchos pequeños detalles…
Se detuvo, al darse cuenta de que sus palabras no
lograrían otra cosa que confundir aún más al viejo. Pero no se sentía capaz de
desaparecer sin una palabra, sin decir adiós. Viejo, arrugado, insignificante y
torpe, le gustaba el viejo Benny.
–Hoy es la última vez que vengo aquí, Benny –explicó
sosegadamente, con su habitual sarcasmo–. Hoy grabaré mi último disco, luego
ingresaré en Renacimiento.
Un súbito fulgor en sus sombríos ojos la sobrecogió. Sin
embargo, todo lo que respondió fue:
–Sí, señorita Sonnenburg.
–Una vez herí sus sentimientos ofreciéndole una propina –dijo
ella–. No lo volveré a hacer. Sé que no hace esas cosas por dinero. No
obstante, ¿ha oído hablar alguna vez de honorarios?
–¿Orrorrario?
–A veces, si alguien hace más de lo que le corresponde
por su trabajo o sus obligaciones, las personas desean expresarle su gratitud
de algún modo. Entonces le ofrecen algo que se llama honorarios. No es lo mismo
que una propina. Cualquiera puede aceptar honorarios.
–¿A qué se parece un orrorrario? –preguntó Benny,
dubitativo.
–Todo lo que le puedo ofrecer es dinero. Pero puede
tomarlo y comprar algo que le guste. Sea una cosa u otra, compre algo que lo
haga acordarse de mí. Gracias, Benny, y adiós.
La dejó en la puerta del estudio siete, con tres
arrugados billetes en su mano. Los alisó cuidadosamente.
Doscientos cincuenta dólares.
Susan se encontró con que no estaban preparados aún en el
estudio siete. Collini, el director de orquesta, no había terminado de
armonizar los conjuntos.
Desde que se implantó la superposición de ondas, la
mayoría de las grabaciones se efectuaban como rompecabezas. Algunos directores
e instrumentistas anticuados practicaban todavía el viejo método de los ensayos
repetidos hasta encontrar la perfección. Pero el procedimiento más usual
consistía en preparar un patrón, una radiografía de cada interpretación
particular, una especie de visualización del deseado sonido orquestal. Este patrón
visual se podía convertir de forma fácil y directa en sonido, pero, en todo
caso, únicamente era útil para los estudiantes de música: El patrón resultaría
demasiado mecánico para un profano.
Una vez completo el patrón, la orquesta procedía a grabar
la música. Entonces se llevaba a cabo un proceso automático de comparación. Las
máquinas ignorarían los matices de expresión y fraseo que no comprendieran,
para destacar diferencias positivas y mensurables; por ejemplo, si el segundo
trompeta tocaba en mi natural en vez de en mi bemol, si los segundos violines
tapaban a los primeros, si alguno de los instrumentos de viento vibraba durante
una pausa, los ingenieros, el director de orquesta, el solista, si lo había, y
el supervisor revisaban estos detalles cuidadosamente, decidiendo las
supresiones, los fragmentos más logrados que superaran lo contenido en el
patrón, y las partes a rehacer.
Ese sistema no producía música de mayor calidad
artística. Simplemente permitía obtener una música impecable en un lapso mucho
menor.
Collini aún no tenía listo su patrón orquestal, por lo
que Susan se retiró a una sala de descanso, fuera del estudio, mientras su
colega continuaba. Notó con disgusto que Weygand la seguía.
–De modo que será la última grabación de Susan Sonnenburg
–suspiró Weygand sentenciosamente.
–Cuando habla en este tono, señor Weygand –cortó Susan–,
no puedo sino darle la razón.
Se trataba de un hombre pequeño, meticuloso y
convencional. Su trabajo mismo era ya convencional. Siendo uno de los
directores de Musicosmos, debía gustarle lo que le gustaría a cualquier
persona.
–La Kochel 453 en sol mayor, de Mozart –continuó Weygand–.
Hubiera preferido que la última obra que grabara fuera algo más grande y más
noble. Por ejemplo, el Emperador, de Beethoven. Aunque disponemos del Emperador
que usted grabó hace catorce años.
–Como quiera.
–¿No se siente un poco triste? –preguntó Weygand–.
Después de todo, es probable que no vuelva a ser pianista. Puede que ni siquiera
se dedique a la música. Ni que sea famosa.
Si lograba escandalizarlo, se marcharía.
–Pero ya no tendré que dormir sola.
Weygand lo interpretó en el sentido más literal.
–Al contrario, sí que tendrá. Por lo menos durante cuatro
años.
Susan se resignó a la conversación. Era honesta consigo
misma y se veía obligada a admitir que su aversión a Weygand actuaba en función
de ese desprecio que todo verdadero músico siente hacia los teóricos, así como
del hecho de que siempre se sabía de antemano lo que iba a decir.
–He hecho casi todo lo que un pianista puede hacer en
música –dijo ella–. No deseo empezar de nuevo.
–¿De verdad? –dijo Weygand reflexivamente.
–Quizá esta vez seré un trompeta de jazz o una cantante
de blues.
Weygand emitió un resoplido de desdén.
–Eso no sería justo. Es una gran artista, señorita
Sonnenburg.
–Mi temperamento es bastante técnico. Quizá esta vez me
dedicaré a la física o a la medicina.
–¡Una científica! –exclamó Weygand, horrorizado.
–No se preocupe –le tranquilizó Susan suavemente–. De
acuerdo con mi clasificación, no sería muy buena. Así todo resulta perfecto,
¿no es cierto?
Weygand se calló de repente, cosa altamente loable. Susan
disfrutó del silencio, cuando recordó que Weygand podría hacer algo por ella.
–Señor Weygand –dijo–. ¿Conoce al viejo Benny?
–¿El vigilante? Por supuesto.
–¿Querría hacerme un favor? ¿Podría conseguir que le
hagan un test?
–No le entiendo.
Susan difícilmente podía explicar que se refería a
Renacimiento. La idea era demasiado fantástica. Renacimiento era una
prerrogativa de los pertenecientes a Base Diez, es decir, el primer diez por
ciento de la población con mejor promedio en la escala VPC (Valor Para la Comunidad).
En realidad, el diez por ciento significaba un grupo
bastante amplio. Susan, por supuesto, se hallaba en lugar muy destacado en el
primer uno por ciento de la escala VPC. Todas las personas que conocía, todos
sus amigos estaban calificados. Cualquier graduado en estudios superiores,
cualquier ejecutivo, cualquier artista, escritor, músico, técnico, doctor, enfermera,
en fin, prácticamente todo individuo de moderado éxito en cualquier actividad, tenía
grandes posibilidades de ser calificado para Renacimiento.
Pero estaba convencida del hecho de que existía algo más.
La escala VPC incluía inteligencia, una amplia variedad de habilidades y, entre
otros muchos atributos, una cosa llamada afinidad, a veces conocida como empatía.
En una palabra, este sistema eliminaba de Renacimiento a todos los eventuales
sicópatas, favoreciendo en cambio a las personas normales.
Benny apenas lograría una buena calificación en afinidad.
–Ya sabe lo que es un test –dijo Susan con irritación; no
se refería a VPC, sino a Renacimiento.
–¿El test de capacidad musical?
–Naturalmente –respondió la mujer.
El test CM servía para una finalidad completamente
diferente, pero incluía un test elemental de inteligencia y una más elemental
clasificación de personalidad. Si Benny poseía cualquier talento, capacidad,
inteligencia o potencial, los test lo revelarían. Su paso por una clasificación
VPC sería entonces cuestión de rutina.
–Lo que usted diga, señorita Sonnenburg –dijo Weygand–.
¿Intenta demostrar algo acerca de Benny?
Susan ignoró la pregunta.
–¿Lo hará usted?
–Por supuesto.
Uno de los ingenieros llamó ligeramente a la puerta y
entró.
–Está todo dispuesto, señorita Sonnenburg –dijo.
No se trataba de una sesión corriente. Todos sabían que a su término,
Susan iría directamente al Instituto de Renacimiento. Aunque no significaba la
muerte, aunque únicamente los parientes y las esposas se lamentaban cuando sus
deudos eran enviados allí, aunque todos los clasificados para Renacimiento se
sentían cordialmente agradecidos cuando no lo deseaban ardientemente, en cierto
modo resultaba tan definitivo como la muerte. Susan Sonnenburg, la pianista,
estaría tan muerta como si sufriera ahora un ataque al corazón sobre el teclado
de su piano. Jamás sabría que fue alguna vez Susan Sonnenburg, a menos que los
sicólogos decidieran que tal información no le sería perjudicial, pero era
notorio que los sicólogos estaban predispuestos contra tales revelaciones.
La superposición de ondas se preparó con gran cuidado,
pues sólo sería posible grabar una toma, por lo menos en lo que a Susan se
refería. Pero aunque todos se esperaban una larga y dura sesión, el conjunto
halló inmediatamente su mejor forma y apenas hubo necesidad de rehacer nada.
Cuando Susan se aseguró de que su solo quedaba
debidamente grabado, se levantó para dirigirse a la sala de descanso, con tal
naturalidad que Collini, Weygand y todos los demás supusieron que sólo iba al baño.
Pero salió directamente del edificio, rehuyendo incluso a Benny.
A Susan no le gustaban las despedidas.
El taxista que la llevó al Instituto de Renacimiento se
mostró también muy natural.
–¿No es usted la pianista? –preguntó–. Conduciré con
mucho cuidado. No deseará sufrir un accidente justo en el trayecto a
Renacimiento.
–Usted lo ha dicho –convino Susan.
–Me tocará ir allí dentro de sesenta años
aproximadamente. No se hubiera pensado que un taxista lograría clasificarse
para Renacimiento, ¿verdad?
–Ponga doble atención entonces. No vayamos a perder
nuestra ocasión de inmortalidad…
Al entrar Susan cojeando en el gran edificio cuadrado del
Instituto de Renacimiento suspiró con alivio, pensando que la próxima vez que
tuviera que andar, podría correr si lo deseaba.
Weygand tomó el teléfono.
–Sí, soy Weygand, de Musicosmos. ¿El Instituto de
Renacimiento? Sí, desde luego… ¿Benjamín Rice? Podría pertenecer a nuestro
personal, pero el nombre no me dice nada. ¿Susan Sonnenburg les habló de él?
–Acostumbramos a interrogar a las personas que tuvieron
amistad personal con nuestros pacientes –informó la tranquila y anónima voz–.
Esta información es demasiado subjetiva, por supuesto. La señorita Sonnenburg
dijo que ese Benjamín Rice, de Musicosmos, podría ayudarnos.
–Veamos, han pasado tres días desde que se trasladó a
Renacimiento –dijo Weygand–. ¿Cómo se encuentra?
La voz anónima pareció ligeramente sorprendida por la
pregunta.
–Tal como estaba previsto, señor Weygand. Un caso
rutinario. Ninguna complicación. En cuanto a ese Benjamín Rice…
–Espere un instante. Tal vez sea el viejo Benny… Mire,
haré indagaciones y le enviaré a Rice, quienquiera que sea, tan pronto como
pueda. ¿Conforme?
–Gracias, señor Weygand.
Por el teléfono interior, Weygand llamó a personal.
–¿Quién es Benjamín Rice? –preguntó.
La comprobación requirió menos de un minuto.
–Uno de los vigilantes, señor Weygand. ¿Desea su ficha?
–No, eso es todo, gracias.
Llamó a la pequeña oficina de Benny.
–¿Benny? Soy Weygand. Acaba de llamar el Instituto de
Renacimiento. La señorita Sonnenburg dio allí su nombre. Parece que desean
formularle algunas preguntas. No se preocupe, no hay nada malo en ello.
Cuestión de trámite. ¿Quiere ir allá en seguida? Benny…
Acababa de recordar, con remordimiento, que prometió a
Susan un test CM para Benny. No se había vuelto a acordar.
–No importa –dijo, y colgó.
Llamaría a Walter Jennings, del departamento de test,
para que buscara a Benny en cuanto estuviera dispuesto. Con el objeto de no
olvidarse otra vez, Weygand tomó el teléfono interior y llamó a Jennings.
Benny tomó su chaqueta de un perchero y se la puso lentamente, pensativo.
Algo hormigueó en su interior ante la idea de ir al Instituto de Renacimiento.
Pero no tenía más remedio. Dejó una nota sobre la mesa para justificar su
ausencia y salió.
Benny Rice tenía más de cien años, y alguna vez los
aparentaba. Pero en su trayecto al Instituto de Renacimiento no se le ocurrió
tomar un autobús o un taxi, aunque la distancia era casi de cuatro kilómetros y
el Musicosmos o el Instituto le habrían abonado el importe, se enderezó
gradualmente, sus ojos brillaron, su pecho se ensanchó, de forma que, después de
un trecho, podría haber pasado por un hombre de cincuenta años. Como que en
aquellos días el promedio normal de vida era aproximadamente de ciento siete
años, podía considerarse aún fuerte.
Físicamente Benny era un individuo notable, hasta el
punto que para evitar ser advertido en Musicosmos, donde sabían su edad exacta,
habitualmente se movía con más lentitud y torpeza que lo normal. Fuera de
Musicosmos estaba siempre preparado para aparentar cincuenta años si lo
deseaba. Con suerte, le quedaban otros cuarenta de vida.
El Instituto, desde el exterior, era un edificio frío,
blanco, desnudo e impersonal. Dentro, la diferencia era asombrosa. El
mobiliario y el diseño sugerían un hotel de lujo más que un hospital o una
clínica de reposo.
–¿Benjamín Rice? –preguntó la elegante rubia
recepcionista–. Perfectamente, el doctor Martin desea verlo. Está ahora en los
jardines. Sammy lo acompañará.
Sammy era un callado joven pelirrojo. Su silencio
desconcertó a Benny, pues Sammy parecía amigable y parlanchín.
–¿Qué ocurre, hijo? –preguntó, cuando llegaron a los
jardines del Instituto–. ¿Le comió la lengua el gato?
Sammy le dirigió una mirada tan colmada de inteligencia y
travesura, que Benny esperaba una ingeniosa réplica. Pero todo lo que Sammy
dijo fue:
–Da-da.
Benny lo comprendió entonces, sintiéndose molesto por su
falta de perspicacia.
Sammy era uno de los renacidos. Su inteligencia era
perfectamente normal; sin embargo, aún no había aprendido a hablar.
La recepcionista era probablemente otra renacida. Si el
Instituto debía mantener los pacientes a su cargo durante casi cuatro años,
parecía natural que los pusieran a trabajar.
El doctor Martin no aparentaba más de veinte años, pero
podía ser un renacido. Renacimiento no se regía como un club social exclusivo.
Si bien era necesario que los renacidos vivieran en común, a fin de adquirir
madurez y la información básica que precisa todo ciudadano inteligente, en
cuanto era posible se les integraba rápidamente con el resto de la sociedad.
Martin no podía ser un renacido, porque a ningún doctor joven en tales condiciones
le sería permitido aislarse del Mundo permaneciendo en el Instituto de Renacimiento.
Esto equivaldría a volver al útero.
Alzó la vista con una sonrisa.
–¿Benjamín Rice?
–Todo el mundo me llama Benny.
–Muy bien. Sammy, puedes volver al escritorio.
Se hallaban en un inmenso prado en el que numerosas
sillas cubiertas permanecían alineadas en limpias hileras, aun cuando no había
enfermeras ni médicos, excepto Martin, en principio el panorama parecía
bastante normal, muy semejante al jardín de cualquier sanatorio de reposo. Sin
embargo, pronto se advertía que los ocupantes de las sillas cubiertas tenían
aproximadamente catorce años, que todos se hallaban sumidos en el profundo
sueño de una fuerte sedación y que, tanto varones como hembras, usaban sencillos
y blancos camisones. Éste era el aspecto que llamaba más la atención, por
cuanto resultaba evidente que ningún chico o chica normales hubieran consentido
en llevarlos.
De piel clara y apariencia saludable, aquellas criaturas
desarrolladas con exceso poseían mentes tan vacías como un bolsillo de
espantapájaros. Los muchachos ni siquiera sabían que lo eran, y lo mismo les
ocurría a las muchachas.
–¿Trabaja usted en Musicosmos, Benny?
–Soy el vigilante.
Martin pareció perplejo.
–¿Cómo se llevaba con la señorita Sonnenburg?
–Perfectamente, doctor. Era toda una dama. Sentí que
viniera aquí.
–¿Lo sintió? No quería que ella muriera, ¿no es cierto?
–Era una gran mujer –repitió Benny vagamente.
Martin pareció aún más desconcertado. Susan había
inscrito el nombre de Benny en las fichas de referencia como un amigo capaz de
informar, si fuera necesario, sobre su personalidad, proceder y temperamento.
Martin había supuesto que Benjamín Rice sería un colega de Susan, un músico,
escritor, artista o algo parecido.
–Hábleme de ella –pidió Martin, estimulándolo.
–Siempre era amable conmigo. Decía que yo era amable con
ella, pero no comprendo a lo que se refería. No podía desenvolverse muy bien,
desde que se cayó aquella vez, y la ayudaba en pequeñas cosas. Decían que era
una gran pianista, no obstante, no sabría qué decir acerca de eso. Todo lo que
sé es que era una gran mujer.
Martin permaneció silencioso. Era evidente que Benny no
podría explicarle nada útil.
Probablemente, Susan Sonnenburg consignó el nombre de
Benny en broma, del mismo modo que en la casilla “Otras Actividades” había
puesto “dominó”.
Sería bastante fácil localizar otras muchas personas que
conocieran realmente bien a Susan Sonnenburg. Pero era curioso que Susan diera
precisamente el nombre de Benny. ¿Se trataba sólo de una broma insustancial y
de escaso gusto o había algo más?
–¿Cuánto tiempo trató a la señorita Sonnenburg? –preguntó
sin convicción.
–Exactamente un año. No, un poco menos. Ingresé en
Musicosmos el pasado mes de septiembre.
Martín descartó entonces la idea respecto a que la
Sonnenburg y ese viejo hubiesen sido amantes alguna vez. De todos modos,
resultaba una idea bastante absurda.
–¿Le gustaría ver a la señorita Sonnenburg ahora? –preguntó.
Benny dio un involuntario paso atrás.
–No –exclamó con vehemencia.
La cosa se ponía interesante. ¿Habrían sido amantes
después de todo?
–Ella ya no es la Sonnenburg. Pero si le agradaba, Benny,
creo que debería verla ahora. Es diferente, claro está. Sin embargo, creo que
cuando la haya visto no se sentirá tan triste. Existe mucha felicidad ante
ella.
Sin ofrecer resistencia, Benny fue conducido a través del
prado. Martin se detuvo junto a una silla cubierta e hizo una seña. Benny
contuvo la respiración.
Vio una muchacha sumida en un sueño profundo y
artificial, que tenía aproximadamente catorce años, como todos sus compañeros.
Su dulce y bonita cara recordaba vagamente la de Susan. Parecía llena de
inteligencia, pero absolutamente limpia de experiencia. De no ser por su
expresión inteligente y dotada de cierto sentido del humor, hubiera sido el
rostro de una hermosa idiota.
Renacimiento no resultaba en verdad un nombre indicado
para tal proceso. No se hacía renacer a las personas, se las limpiaba para
restaurarlas inmediatamente en un tanque de cultivo. Los relojes de sus vidas
eran atrasados ochenta años. Se sustituían sus viejas células por otras nuevas,
la vejez por la juventud. El precio que pagaban a cambio de ello era renunciar
a todo lo que siempre habían conocido.
La muchacha vagamente parecida a Susan vestía un sencillo
camisón que no hacía concesiones al sexo. Su cuerpo, aunque escasamente núbil,
era al menos tan hermoso como su rostro. Era como una niña recién nacida con un
cuerpo de adolescente, cosa muy cercana a la verdad.
Betty Rogers –Martin tuvo cuidado en no mencionar su
nuevo nombre a Benny–, poseía todo el talento, capacidad e inteligencia de
Susan Sonnenburg. Pero nadie podía adivinar si tendría la misma personalidad.
En caso concreto, nadie podía determinar en la personalidad lo que provenía de
la herencia y lo que correspondía al medio ambiente. Betty y Susan tenían la
misma herencia, su medio ambiente iba a ser completamente distinto. Era probable
que Betty fuera más feliz que Susan y tal vez menos creadora. Pero también era muy
posible que Betty la superara en capacidad de creación.
–Pensé que sería una niña pequeña –dijo Benny,
roncamente.
Martin meneó la cabeza.
–Podríamos lograrlo, pero es innecesario y poco
conveniente. Hemos superado a la Naturaleza. Un niño necesita veinte años para
crecer mental y físicamente. Nosotros podemos enseñarle lo suficiente en cuatro
años. Cuando llegue a los dieciocho años, Betty no será en ningún modo inferior
a una muchacha de nacimiento e infancia normales. Hemos establecido que el
retroceso no se efectúe más allá de la pubertad porque este tiempo ya no es
suficiente y se evitan muchos problemas emocionales. Es casi seguro…
Su voz se apagó. Había estado hablando como si Benny
hubiese resultado lo que esperaba. El azoramiento del viejo le demostró que
estaba perdiendo el tiempo.
Martin lo acompañó de nuevo a través del prado.
–Gracias por venir, Benny –dijo–. Su ayuda ha sido muy
valiosa. Tengo un gran interés en hablar con otras personas que, como usted,
conocieron bien a la señorita Sonnenburg. ¿Puede sugerirme algún nombre en
particular?
–Creo que debería ver al señor Collini –dijo Benny,
orgulloso de ser consultado–. Es director de orquesta. La señorita Sonnenburg
trabajó mucho con él.
–Gracias, Benny. Lo haré.
En el camino de vuelta al edificio Musicosmos, Benny
consideró los acontecimientos.
Susan Sonnenburg había desaparecido. El hermoso ser
intermedio entre niña y mujer que vio, no era Susan Sonnenburg. Y nunca lo
sería.
Pero, por paradoja, esto apenas afectó a Benny, ni fue
responsable de su depresión. Después de todo, Susan había llegado a una edad en
que la muerte era posible en cualquier momento y no tardaría en ser una certeza
(era únicamente cinco años menor que él).
Cuando Benny regresó a su modesta morada aquella noche,
sacó los doscientos cincuenta dólares que Susan le había dado, intactos hasta
entonces.
–Compre algo que lo haga acordarse de mí –había dicho.
No deseaba recordarla. No tenía objeto recordarla. Lo más
sensato sería poner el dinero con el resto y olvidar su procedencia.
Tomó un gran sobre oculto tras el anticuado tocador para
comprobar su contenido. Dos mil dólares. No quería ni necesitaba más. Cerró el
sobre y lo puso de nuevo en su lugar. El dinero de Susan estaba todavía sobre
la mesa.
Susan Sonnenburg había desaparecido, terminado. Se
desharía de su dinero de la forma más rápida y completa posible. Esparcirlo al
viento. No debía conservar ni un solo centavo.
Se le ocurrió ir a un club nocturno. No había puesto los
pies en ninguno desde hacía veinte años. Le era por completo indiferente
visitar uno de nuevo, pero cuando se necesita tirar el dinero sin quemarlo…
De un armario sacó un traje de etiqueta barato, pero bien
cortado, hasta tal punto que puesto dejaba por completo de parecer barato. Lo
hacía parecer también más joven, no en años, sino en espíritu. Un hombre de
setenta años bailando un jerk parecería mucho más joven que otro de
sesenta en un coche de inválido. La edad de Benny aún se podía calcular con
bastante exactitud, pero resultaría menos desplazado entre muchachas de veinte
años que muchos hombres a quienes doblaba la edad.
Y no lo ignoraba.
Silbando con placer, aunque no precisamente con armonía,
se vistió, sin pensar en Susan. Era fácil ponerse sentimental cuando las
personas fallecían o se trasladaban a Renacimiento. Pero lo cierto es que, ni
durante los últimos veinte años, ni Susan, ni ninguna otra persona, llegó a ser
jamás amigo suyo. No podía permitirlo. Podía consentir a las mujeres que se
enamoraran de él, si lo deseaban; en modo alguno que nadie, hombre o mujer, se
convirtiera en su amigo.
Tal vez Susan pudo ser una amiga.
Dispuesto para los placeres de la noche, saboreó una
buena cena en un restaurante cercano, mientras meditaba sobre ello. No fue una
cena exquisita, pero sí bien escogida, regada con una botella de Riesling
yugoslavo.
Luego se dirigió al Luna Azul. Antes de dirigirse
al bar, se detuvo unos minutos para ver el espectáculo del cabaret. Un mago que
realizaba algunos trucos electrónicos en armonía con el precio del cubierto del
Luna Azul, disfrutaba de bastante menos atención de la que merecía.
Algunos de sus mecanismos eran dirigidos por radio. Al vendarse los ojos, utilizaba
radar. Y todos sus animales eran robots bellamente diseñados. Alguien debería decirle
que estaba un poco anticuado y que le convenía incluir unas cuantas chicas en
el número.
Había dos muchachas en el bar cuando Benny se aproximó,
una vestida de rosa, cuyas líneas eran inciertas, y otra vestida de rojo que
mostraba cómo hubieran debido ser las de su compañera.
–¡Hola! –saludó la chica de rosa.
La sonrisa que Benny le dirigió fue mucho más abierta y
amigable que la dedicada a la chica de rojo. Sin embargo, hizo sentir su preferencia
del modo más amable posible, por lo que la muchacha vestida de rojo suspiró
filosóficamente.
–Esta es Marita –explicó–. Págame una bebida y me
esfumaré.
Marita no parecía lo que era, muy al contrario que los
más destacados miembros de su profesión a lo largo de la historia. Aparte del
espectacular ceñido de su vestido, su apariencia era honesta e inteligente.
Cuando al día siguiente llegó al edificio Musicosmos, no quedaba del
dinero de Susan más que una ligera ingravidez y una sensación de lasitud
bastante natural en un hombre de su edad.
Jennings dejó una ficha sobre el escritorio de Weygand.
–Hice el test que me pidió a Benny Rice. ¿Quiere ver los
resultados?
–No, a menos que haya algo interesante en ellos.
–Depende de lo que llame interesante.
Jennings era un hombre alto y desaliñado que pasaba la
mayor parte de su vida en una apariencia de fatiga y desinterés, moviéndose
como un motor que funcionara a bajo voltaje. Sin embargo, de vez en cuando algo
lo excitaba. Inmediatamente adquiría un dinamismo impuesto y burbujeaba como champaña.
Su desilusión provenía del hecho de que pocas personas
conocían o se interesaban en su trabajo. Se pasaba la mitad del tiempo
explicando que sus test tenían el propósito de aislar el potencial. Un
potencial musical astronómico, 185, por ejemplo, no presuponía un gran compositor,
una estrella del disco, o un director de orquesta. Simplemente significaba un PM
de 185. Si otros factores eran favorables, tal vez podía significar algo,
musicalmente. Cuando los factores eran exactamente los adecuados a otras cosas,
existía certeza con tal que su labor empezara suficientemente pronto y en la
dirección conveniente. En el caso que los factores fueran desfavorables, el
sujeto constituiría un buen conductor de autobús o un empleado de oficina.
–Bien, ¿es deficiente musicalmente? –preguntó Weygand.
–No se trata de eso. Un deficiente tendría un PM de
70-80. El de Benny es 42, lo que lo hace un imbécil desde el punto de vista
musical.
–De todas formas, ¿qué pretendía con ello?
–Susan Sonnenburg quería que le hiciéramos un test.
Intuición femenina, supongo.
Jennings perdió momentáneamente su aspecto cansado para
mostrar un auténtico entusiasmo.
–Si Susan Sonnenburg lo pidió, tengo idea de lo que se
trata. Renacimiento. Debió presentir que Benny no era tan obtuso como parece.
–¿Quiere decir que puede aspirar a Renacimiento? ¿Con un PM
semejante? –sus cansados y torturados ojos se fijaron de nuevo en el rostro de
Jennings.
–El presidente Fuller tiene un PM de 61 –dijo–. Eso no le
impide estar incluido en los últimos lugares de la sección principal de la
escala VPC.
Las cejas de Weygand indicaron indulgencia en vez de
sorpresa.
–Mi PM es idéntico a mi clasificación VPC.
–Pero se dedica a un trabajo de administración musical.
–¿Y qué?
Una expresión de agonía cruzó el rostro de Jennings. A
veces se preguntaba si valía la pena molestarse.
–¿Desea que le haga a Benny un test VPC?
–De tener una alta clasificación se hubiera descubierto
hace tiempo, ¿no es cierto?
–Naturalmente.
–Entonces, olvídelo. He hecho todo lo que Susan me pidió.
Pero Jennings no lo olvidó. Al regresar a su departamento, revisó
mentalmente sus valoraciones de Benny. Como desconocía los antecedentes, había
supuesto que el test fue solicitado porque alguien creyó en la presunta aptitud
musical de Benny. Por decirlo con indulgencia, no tenía la más mínima.
Jennings había conocido a Susan Sonnenburg muy bien, en
cierto modo mejor que cualquier otra persona. Recordó que su PM era 141 (“¿Únicamente
141? –comentó una vez Weygand–. Eso demuestra exactamente lo poco que valen sus
pruebas, Jennings. Es la pianista más grande del mundo”. Jennings intentó
explicar que un PM de 141 e incluso menor, podía ser suficiente para una
persona de tanta inteligencia y tenacidad como Susan. Se necesita algo más que
potencial para lograr el éxito en cualquier actividad).
Siguió recordando y pensó, no sin ira, que no existía
nada erróneo en los test si se interpretaban con una pizca de sentido común.
Los coeficientes de Susan –CI (coeficiente intelectual), 155; AM (aptitud mecánica),
139; VPC, 198–, explicaban una clara historia. Era obvio que su intuición
alcanzaba un alto nivel. No existía ningún medio directo para medir la
intuición, pero ésta, de forma idéntica al radio en la pechblenda, podía ser deducida.
Si 141, 139 y 155 conducían a un 198, de alguna manera existía proporción.
Matemático y científico, Jennings estaba dispuesto a
considerar el presentimiento de Susan acerca de Benny. No es que le interesara
Benny como persona, sino el desarrollo del sistema de test.
De regreso a su oficina, telefoneó al Instituto Federal
de Renacimiento para pedir la clasificación VPC oficial de Benny. En quince
minutos obtuvo la respuesta: 31.
Cuando lo supo, contuvo la respiración. Sus ojos
resplandecieron como si hubiera adquirido un suministro propio de energía
auxiliar, y se convirtió en una excavadora humana. Había algo allí que debía
aclarar, algo con lo que no estaba conforme.
La clasificación VPC de 31 era imposible. Benny era
imbécil musicalmente y el resto de los test no revelaban en él el más mínimo
porcentaje de genio. Pero una clasificación VPC de 31 significaba una
inutilidad absoluta, que no permitía siquiera un empleo de vigilante. Allí
había algo extraño. Algo extraño y excitante.
Jennings llamó nuevamente a Benny. Éste vino en seguida.
–¿Preguntaba por mí, señor Jennings?
–Sí, siéntese ahí, Benny. Supongo que se preguntaría la
razón del test de esta mañana. Se debe a que Susan Sonnenburg lo pidió. No dijo
el porqué, pero tengo la impresión de que ella lo creyó potencialmente apto
para el Renacimiento.
–No es así –dijo Benny simplemente–. Si no le molesta,
señor Jennings, preferiría olvidarme de ella.
–Sólo por curiosidad –continuó Jennings–, averigüé su clasificación
VPC oficial, Benny. Es 31. Y eso es imposible. Se trata de un completo error,
le ruego que acepte mi palabra. Dígame, ¿recuerda algo acerca de aquel test?
–No mucho. Fue hace setenta años.
Jennings se puso en pie de un salto.
–Si su clasificación fuese realmente 31, Benny, no
recordaría que fue hace setenta años. No podría calcularlo, ¿comprende?
–Si usted lo dice, señor Jennings.
–¿Qué más recuerda? ¿Sucedió algo especial durante el
test? ¿Estaba enfermo, o algo por el estilo?
–No me acuerdo, señor Jennings.
–¿Le agradaría hacer de nuevo ese test?
–No, señor Jennings.
La brusca e inequívoca contestación desconcertó a
Jennings un momento.
–Benny, esa clasificación es completamente errónea. Tiene
que serlo. No puedo prometerle nada, excepto, naturalmente, que debe ser mucho
más alto. Ignoro exactamente cuánto.
Los coeficientes superiores a 120 eran los que integraban
la Base Diez. Era improbable que Benny alcanzara siquiera aproximadamente esta
cifra, y Jennings no pretendía hacer concebir esperanzas al viejo, aun creyendo
en el presentimiento de Susan Sonnenburg. Pero el test debía ser realizado.
–Mire, señor Jennings –suplicó Benny–. Toda la vida he
sabido que Renacimiento no es para mí. Me hice viejo sabiendo que otras
personas podían esperarlo con satisfacción, pero yo no. Hace mucho que conseguí
aceptarlo. Lo di por supuesto durante tanto tiempo que ahora ya no lo deseo.
¿Me comprende?
–No debe pensar así. Ya sabe que las personas no son
obligadas al Renacimiento, a menos que su clasificación sea tan alta que la
sociedad no pueda afrontar su pérdida. Benny, deseo que acepte esta prueba sólo
para establecer el registro correctamente. Su clasificación VPC no es 31, ni
nunca lo fue. Suponga que es 70… 100… incluso 110. ¿No le agradaría saberlo, aunque
sólo fuera por comprobar que jamás fue un inútil?
–Si se empeña, señor Jennings. Lo que usted diga –Benny
se encogió de hombros.
Jennings no tardó en recibir el resultado. Lo miró
fijamente, con incredulidad. VPC, 30.
¿Qué le diría ahora al viejo? Del mismo modo que Susan
Sonnenburg podía totalizar más que la suma de sus partes, Benny totalizaba
menos. CI, 98; PM, 42; AM, 46. Aptitud matemática, 126, cifra increíblemente
alta para un vigilante. Agresividad, 41, era sorprendentemente baja también.
Memoria, 110.
Con unos topes mínimos de 41 y máximos de 126, la
clasificación VPC era 30. La cifra inferior podría ser motivada por tendencias
criminales antisociales o sicopáticas, pero no era así. El valor de la
tendencia antisocial era neutro.
Jennings resolvió su problema, evitando ver a Benny. Se
limitó a enviarle una nota comunicando que el nuevo test confirmaba el antiguo.
Después intentó hacer lo que Weygand le había aconsejado,
olvidarse de Benny.
El minúsculo apartamento de Benny estaba a veinte minutos del edificio
Musicosmos. Mientras se encaminaba a casa, se preguntó si debía abandonar su
empleo. Se sentía indiferente, sin inquietud. Consideró con despreocupación las
dos caras del problema.
Por una parte, cuando una persona empezaba a sentirse
interesada por alguien, generalmente concluían descubriendo demasiado. Por otra
parte, una actitud firme, recurriendo, si fuera necesario, a la desfachatez,
acallaría toda curiosidad para proporcionar una seguridad nunca conocida antes.
No se acostumbraba a remover lo ya investigado. No existía certeza, pero el
secreto radicaba en escurrirse cuando la situación se pusiera alarmante.
Precisamente al decidir que permanecería sin ocultarse
tanto tiempo como fuera posible, se dio cuenta que lo estaban siguiendo.
Sus pasos no vacilaron. ¿Quién le seguiría? Únicamente
alguien que lo conociera poco. En caso contrario sabría que simplemente volvía
a su casa como todos los días, y que en modo alguno era necesario seguirlo.
Quizá cometió una equivocación en el test VPC.
¿Por qué lo habían sometido al test? Pensó que se trataba
solamente de algo relacionado con Susan Sonnenburg, que creyó hacerle un favor
al solicitar un test para él. Si era así, no obstante, ¿quién lo estaba
siguiendo ahora? Susan ingresó al Instituto de Renacimiento, y hacía mucho
tiempo desde que dejó de saber o interesarse acerca de Benny Rice.
Deliberadamente pasó de largo ante el puesto de
periódicos donde solía comprar el diario. Entonces simuló recordarlo
súbitamente y dio la vuelta. Esto permitió a Benny echar una buena ojeada a su
seguidor. Aparentaba entre treinta y cuarenta años y era el individuo más
anónimo que Benny hubiera visto jamás. Aun mirándole atentamente, Benny apenas
pudo concretar un rasgo que pudiera más tarde ayudarlo a identificar al hombre.
Al sorprender la fija mirada de Benny, se la devolvió con tal indiferencia que,
por un momento, el viejo pensó que se había equivocado.
Pero, no se había equivocado. Aquel hombre era un maestro
en su trabajo, hasta el punto que Benny se preguntó si le habría descubierto el
juego expresamente, para comprobar su reacción.
Su despreocupación se esfumó, y Benny trazó planes en un
instante. Debía llegar a su habitación, donde guardaba el dinero necesario para
huir. Lo último que supondría su perseguidor era que emprendiera la huida
apenas entrara a su casa.
La posibilidad de continuar en su papel de viejo Benny
había desaparecido. Cuando detectives de primera clase empezaban a vigilarlo,
era demasiado tarde para seguir confiando en un papel de modesto empleado de
Musicosmos, VPC 30. No importaba para quién ni por qué trabajaba el detective;
al llegar a este punto la situación ya no tenía salida.
El detective no debía ser de la policía, pues ésta lo
hubiera observado por TVO. Lo más aconsejable era estar lejos, muy lejos, antes
de que los policías intervinieran en el asunto.
De nuevo era un fugitivo.
El hecho de que Benny Rice no se presentara a la mañana siguiente en
Musicosmos no tuvo suficiente importancia como para llamar la atención. Su
incomparecencia no fue comunicada, desde luego, a ningún alto ejecutivo, como
Weygand o Jennings.
Fue sólo al presentarse una mujer cuando un portero de
ojos claros, el sustituto de Benny, encadenó los acontecimientos de los últimos
días y llamó a Jennings en el Departamento de Tests.
–Aquí hay una mujer que pregunta por Benny, señor
Jennings –dijo–. Como que últimamente usted le hacía subir mucho ahí, pensé que
quizá…
–¿Qué quiere usted decir con esto? ¿No está Benny ahí?
–No, no está. No ha estado en toda la mañana. Pensé que
usted…
–¿Cómo es esa mujer? ¿Vieja?
–No, joven.
El portero, que precisamente había dejado de ser joven
hacía mucho tiempo, no añadió más.
–Dígale que suba.
Jennings no esperaba encontrarse con una muchacha de
veinte años y que era una auténtica belleza. Se presentó a sí misma como Marita
Herbert.
–Siento molestarlo, señor Jennings –dijo–. Estoy
interesada en Benny Rice. Deseo encontrarlo, eso es todo.
–¿Por qué?
Su sonrisa no desapareció, pero se hizo más fría.
–Francamente, señor Jennings, no veo que eso le concierna
en absoluto.
Jennings pareció mostrar cierto fastidio.
–Si desea que la ayude a encontrar a Benny, tendrá que
darme alguna explicación. No me interesan lo más mínimo sus asuntos, señorita
Herbert. Pero estoy aún muy interesado en Benny.
–No lo comprendo.
–¿Por qué desea encontrarlo?
Ella se encogió de hombros tristemente, casi con
irritación.
–Lo conocí la otra noche. Aunque tiene tres veces mi
edad, me impresionó. Quisiera verlo otra vez. Tengo que verlo. Contraté incluso
a un detective para que lo localizara.
Jennings tragó saliva.
–¿Se enamoró de él? –preguntó incrédulamente.
–No es eso. No exactamente. ¿Tengo que estar enamorada
para desear verlo otra vez?
–Dijo que contrató a un detective para que le siguiera la
pista. ¿No sabía su domicilio?
–Sabía únicamente su nombre. El detective descubrió que
trabajaba aquí. Abajo me dijeron que es un vigilante, pero no puede ser verdad.
–¿Por qué no, señorita Herbert?
–La otra noche estuvo tirando el dinero a manos llenas.
–Quizá lo ganó en las carreras.
–Quizá, no obstante… Es agradable. Comprensivo.
Inteligente, pero sin pedantería. Bueno al juzgar. Educado. Y tiene gusto.
–Muchos vigilantes son así –murmuró Jennings,
sobrecogido.
–¿Está usted bromeando? ¿Cree que soy tonta y que no sé
conocer la clase cuando la veo? Mire, señor Jennings, deseo ver a Benny Rice
porque… bueno, en unas pocas horas me hizo ver las cosas de modo diferente. Me
devolvió el respeto por mí misma, ¿comprende? Lo necesito, como algunas
personas necesitan ir a la iglesia. ¿Comprende algo de lo que estoy hablando?
Jennings pensó en la clasificación VPC de Benny: 30.
Había renunciado demasiado pronto. Esa cifra era increíble, naturalmente, tal
como lo explicó a Benny antes de la prueba. Decidió reflexionar.
–Deje su nombre y dirección, señorita Herbert. Le haremos
saber de Benny en cuanto hayamos hecho alguna comprobación. Enviaremos a
alguien a su departamento.
–Se puede ahorrar la molestia. No está allí. Creo que sé
mucho más acerca de él que usted.
–¿Qué sabe, señorita Herbert?
–Ya se lo dije. No está en su departamento. Silver, mi
detective, me telefoneó anoche para explicarme que había seguido a Benny.
Parece que Benny aprovechó un descuido para salir. Y nadie lo ha visto desde
entonces. Silver dice que tiene algunas pistas, pero ya no confío en él.
Cuando Marita se marchó, los ojos de Jennings habían
cobrado vida de nuevo.
De una forma u otra, Benny había logrado falsear el test
VPC. No existía otra explicación, porque el Benny que Jennings conocía guardaba
poca o ninguna semejanza con el Benny que encontró Marita Herbert.
En cierto modo, Benny había logrado algo extraordinario,
ya que las tentativas de falsificación del test solían ser descubiertas de
inmediato. Por otra parte, era asombrosamente ambiguo. ¿Cómo era posible que
una persona del talento poco común para engañar a los especialistas fuese tan
idiota como para obtener una clasificación de 30? Si Benny deseaba simplemente
ocultarse, pasar inadvertido, debería haber alcanzado 90 por lo menos, quizá
100. Ningún término medio llama la atención. En vez de eso, había obtenido dos
veces un coeficiente falso y que dejaría perplejo a todo el mundo.
Benny nunca dio la menor señal de inteligencia en
presencia de Jennings, como debió hacerlo con Marita y posiblemente con Susan
Sonnenburg. Sin embargo, nunca se mostró tan pobre de espíritu como para
encajar en una clasificación de 30 VPC.
¿Por qué pretendería alguien hacerse pasar por deficiente
mental cuando no era así? Jennings sólo pudo imaginar una respuesta.
La policía se mostró cortés, pero no impresionada. No
obstante, el sargento Basch hizo una visita a Jennings. Era un joven brillante
que no parecía tener intención de continuar siendo sargento mucho tiempo.
–¿Entonces, ese Rice desapareció? –preguntó Basch.
–Anoche fue a su departamento como de costumbre, pero no
permaneció en él más de cinco minutos. Desde entonces nadie lo ha visto.
–No conseguí entender por completo su explicación acerca
de ese test, señor Jennings. ¿Por qué cree que Rice lo falseó?
–Al igual que todos los test de personalidad –aseveró
Jennings–, ese al que me refiero es empírico. Lo confrontamos constantemente
con hechos, otros datos y otros resultados. Y según éstos, es modificado. El
proceso ocupa mucho tiempo. Se puede también invertir el test. O sea, en vez de
decir: “El VPC de este hombre es tanto, luego debe ser capaz de tal y tal cosa”,
podemos decir: “Este hombre hace tal y tal cosa, luego su VPC debe ser tanto”. Benny
Rice no es que haya estado dirigiendo precisamente Musicosmos, pero su trabajo habitual
aquí requeriría al menos un coeficiente de 80.
–Y el test señaló 30.
–Exacto.
–¿Lo que quiere decir…?
–Que existe algo extraño en relación con ese test. No me
refiero al test en sí mismo o a cómo se llevó a cabo, sino a la forma en que
Benny lo hizo.
–Comprendo. ¿Así que usted cree…?
–Que tiene sus propias razones para hacerse pasar por un
débil mental. La posibilidad más evidente es que cometiera algún crimen.
Basch meneó la cabeza.
–No hay ningún crimen sin resolver, señor Jennings. Y
usted lo sabe. Estamos perfectamente informados acerca de todos los criminales.
–Sólo cuando ustedes establecen los crímenes como tales.
Basch fue muy preciso.
–Gracias a TVO el crimen quedó casi totalmente paralizado
–explicó–. Naturalmente, esto no incluye los crímenes pasionales o impulsivos.
Pero los crímenes motivados por el interés, sí.
–Me temo que no ha comprendido el punto crucial de este
asunto, sargento. Benny tiene más de cien años. Falseó el test de ayer, pero
también el que efectuó hace setenta años.
–Debo ser un policía estúpido, porque aún no le entiendo.
–Si Benny tuvo que ocultarse hace setenta años, su
crimen, sea cual fuere, debió cometerse antes.
Basch hizo chasquear sus dedos.
–Por supuesto. ¿Quiere dar a entender que fue antes de que
se implantara la TVO?
–No exactamente, pero indudablemente antes de las normas
actuales, por las que todos saben que el crimen no compensa y no intentan
correr el riesgo.
Basch sonrió burlona y puerilmente.
–Si ese individuo ha logrado escapar de algo durante más
de setenta años, le deseo buena suerte.
–No es eso lo que importa. ¿No le interesa descubrir la
verdad? A mí, sí. Me resulta difícil comprender cómo Benny consiguió superar
esos test.
–Si me someto a un test y por algún motivo deseo una baja
clasificación, ¿qué tengo que hacer? ¿Contestar la mayoría de las preguntas erróneamente?
–No. No se trata de un simple cuestionario sí-no. Las
preguntas están encadenadas y, con frecuencia hay que considerar varias
contestaciones a la vez para calificar. Esto pone de relieve las incoherencias
y hace fracasar cualquier intento deliberado de falsificar.
–Sin embargo, acaba de decir que…
–Existe un sistema. Yo podría lograrlo, porque conozco el
test y recuerdo las respuestas.
–¿Es eso posible?
–Sí. Se pueden recordar muchas contestaciones
individuales, sin significado como conjunto. Pero lo importante es saber los
tipos relacionados que se supone uno puede descubrir y, al contrario, los tipos
que se suponen fuera del alcance del sujeto. El secreto reside en saber cuándo
hay que contestar correctamente, cuándo dejar la respuesta en blanco y cuándo
contestar cosas sin sentido.
–Esto requiere una inteligencia fuera de lo común, ¿no es
cierto?
–Sí.
Hubo algo significativo en la mirada de Basch.
–¿Pretende decir que ese Rice es apto para Renacimiento y
que, no obstante, pretende ser un deficiente mental?
–Exactamente.
Basch asumió un aire severo.
–Si está en lo cierto y hubo un crimen, este asunto
parece bastante serio… Bien, pronto lo descubriremos.
–¿Cómo?
–Revisando la vida de Rice para ver si murió alguien
relacionado con él. Luego hay que verificar todas las muertes una por una para
asegurarnos de si fueron naturales o no.
–¿Es posible determinar ahora tal cosa?
–Naturalmente.
–¿Cómo?
–De mil maneras. Suponga que usted, aquí y ahora, me pega
un tiro. Los materiales de esta habitación, cristal, metal, madera, plástico,
vibrarían y registrarían el proyectil en su estructura molecular. Durante un
período de diez años puede determinarse que se disparó un proyectil, y durante un
mes la fecha exacta. Del mismo modo, los gases se fijarían, hasta ser cubiertos
por el polvo; cuando el lugar fuera limpiado, aún existirían estratos,
exactamente igual que en las rocas, y un cuidadoso examen podría descubrir el
depósito del gas. Podría, no puedo asegurarlo… Si yo cayera al suelo, también
eso quedaría registrado… Por cada dato que necesitamos acerca del incidente a
investigar, hallamos otros incidentes, otras ocasiones…
–¿Es decir, durante la investigación de un lugar
descubren todo lo que alguna vez sucedió allí?
–Algo parecido. Debemos interpretar lo que encontramos,
por supuesto.
–¿Van a investigar, entonces, sobre Benny?
–Bien, eso es lo que usted deseaba, ¿no es cierto?
Jennings no se sentía tan seguro ahora. No tenía nada en
contra del viejo Benny y existía algo inhumano en un método capaz de descubrir
todo lo ocurrido en una habitación años atrás, aun cuando todas las personas
presentes alguna vez en ella estuvieran muertas…
Marita subió lentamente la escalera hasta su piso, preguntándose si no
estaba haciendo una tontería. No había vuelto al Luna Azul desde la
noche en que encontró a Benny. ¿Pero qué pretendía demostrar con ello?
De haber sido desafortunada como buscona, resultaba fácil
la decisión de abandonar su oficio. Pero Marita vivía mucho mejor de lo que
hubiera conseguido con otra profesión, por lo que adoptar una línea de conducta
para el futuro no le era tan fácil.
En la puerta encontró una nota de la señora Gersteiner:
“Un hombre llamado J.S. telefoneó dos veces”.
J.S. era John Silver, el detective que Marita había
contratado para encontrar a Benny Rice. Quizá tenía algo que informar. Pero
ahora no estaba tan segura de querer encontrar a Benny Rice.
Entró al baño y abrió la llave. Mientras se desnudaba,
luchó contra el impulso de llamar a Silver.
Se enjabonó voluptuosamente en la bañera. Y de súbito
comprendió que se sentía más limpia a como nunca había estado durante años.
Al darse cuenta una vez más de lo que Benny significaba
para ella, saltó del baño, salpicando de agua todos los rincones, y corrió hacia
el teléfono.
El brillante teléfono de color crema resbalaba en sus
jabonosas manos, pero consiguió ponerse en comunicación con Silver.
–¿La señorita Herbert? Conseguí noticias para usted. Iré
inmediatamente.
–¿No puede informarme ahora?
–Eso depende. ¿Desea que se lo diga por teléfono?
Ella dudó.
–No. Venga aquí.
Dejó el auricular en su soporte. Volvió al cuarto de
baño, se duchó y se secó.
Cuando oyó el zumbador, ni siquiera había empezado a
vestirse. Silver debía ser el detective más rápido del mundo. Deslizó un
vestido sobre sus hombros y metió sus pies en unas babuchas.
Al entrar, Silver la miró de arriba abajo
apreciativamente.
–Me gusta este trabajo –afirmó.
–Desembuche –pidió Marita brevemente.
Mientras sus ojos se recreaban en su figura, Silver habló
distraídamente, pero de forma muy precisa.
–Rice había tomado una decisión cuando fue a su departamento.
Para desembarazarse de mí o de quien fuera, tendría que irse rápido y lejos.
Por eso supongo que se fue directamente al aeropuerto para tomar el primer
avión.
–Benny no actuaría de forma tan inocente.
–¿De verdad que no? Señorita, hay veces en que la
sutileza termina por echarnos una soga alrededor del cuello. La única defensa
contra TVO es no estar por ahí cuando los policías empiezan a rastrear.
–La policía no interviene en esto.
–¿No? Me parece que ese individuo actúa como si lo
estuviera. Si no, ¿por qué huye de esa manera?
–¿Tenía realmente algo que decirme? –inquirió Marita.
–Claro. Tomó el primer avión. Florida, primera parada,
Washington. Supuse que tomaría un barco en Washington y quedaría en el
registro. Lo hizo. Luego tomó otro avión hacia… espere… Florida.
–¿Qué?
–No es ningún tonto. Si usted toma un avión para Florida
y luego un barco, el último sitio a que cualquiera supondrá que va usted es
Florida. Sólo que cuando te están siguiendo los pasos, este truco no me parece
bueno.
–¿Entonces, Benny Rice está en Florida?
–Exactamente en las afueras de Miami. Sé el lugar, pero
no he mandado a nadie para vigilarlo.
–¿Por qué?
–No va a ninguna parte. O lo siguieron hasta Miami, en
cuyo caso se le localizará desde allí, o no lo siguieron, en cuyo caso no sería
tan loco como para irse.
La agresiva seguridad de Silver irritaba a Marita.
Hablaba y se desenvolvía como si fuera confidente personal de Dios. No
obstante, tenía que seguir preguntando.
–¿Por qué?
–Cuando la policía busca a alguien, se controlan los
transportes. Aeropuertos, puertos, autobuses y estaciones de ferrocarril. El
que sigue huyendo cae atrapado fatalmente. Si es listo, buscará un agujero y se
esconderá allí.
–Suponga que Benny Rice le toma la delantera…
–Entonces no está en Miami. Diga, señorita, ¿qué
representa ese viejo para usted?
Se había aproximado a ella como para dar énfasis a sus
palabras. Con aparente lentitud, sus manos se posaron en el talle de la
muchacha.
Marita se agitó con impaciencia, sin conseguir romper la
presa.
–Fuera –dijo fríamente–. Compórtese bien o retírese.
–¿A quién trata de engañar, señorita? ¿Cree que trabajo
para cualquier persona sin informarme previamente?
–Lo contraté para hacer un trabajo. Fuera de eso, por lo
que a mí se refiere es como si usted no existiera.
–Podría cobrar vida…
Marita se desasió y con el mismo movimiento empuñó una
pequeña arma oculta en un cajón en la mesa.
–Fuera –dijo; no había mostrado temor ni interés ni
disgusto.
Silver pudo aún sonreír burlonamente.
–Me debe mucho dinero. No tendría que pagarlo.
–Prefiero hacerlo.
La sonrisa se marchitó.
–Muy bien. ¿Pero qué hay de malo en mí? ¿Estoy perdiendo
mi fatal fascinación?
–No lo sé. Jamás le vi ninguna.
La sorpresa y la incredulidad aparecieron en sus ojos.
–Está enamorada del viejo –murmuró–. Bien, qué le vamos a
hacer.
–¿Cuál es la dirección? –preguntó Marita.
Marita le hizo señas de nuevo y fue a su encuentro. Su traje de baño plateado
brilló en el sol del atardecer.
Benny la observó con serena felicidad.
A su edad difícilmente podía ser un amante ardoroso.
Podía complacerse en la perfección de sus formas, pero hallaría la misma
satisfacción en su belleza si hubiera sido la esposa o amante de otro hombre.
El agua brilló sobre su dorada piel mientras se dejaba
caer sobre la arena junto a él.
–¿Por qué no nadas, Benny?
–Creo que me descubrieron –murmuró.
Marita lo abrazó como si su propia determinación bastara
para protegerlo del resto del Mundo.
–Jamás nos encontrarán –afirmó.
–Al contrario –corrigió Benny, suavemente–, están seguros
de encontrarme mientras permanezcas conmigo, Marita. Si realmente deseas
ayudarme, por favor, déjame.
–No, jamás.
Benny suspiró. La certeza de la derrota estaba en él,
porque de lo contrario habría intentado algo.
–Marita –dijo con suavidad y cariño–. Sabes que no te
amo.
–No –repuso amargamente–. Eres el único hombre que
siempre deseé que me amara así, pero no has querido.
–Eres demasiado joven para pensar de ese modo, Marita.
Tengo cuatro veces tu edad y pienso mucho más en el mundo que tú.
–Benny, ¿por qué no me lo cuentas todo? ¿No puedo
ayudarte? ¿No puedo hacer algo?
–Sí. Puedes ir a casa. Tal vez entonces tendré una
oportunidad.
–¿Por qué hablas así? ¿Qué mal estoy haciendo?
–Ese detective sabía que yo estaba en Miami. Cuando
empiecen a buscarme, lo encontrarán. Descubrirán que has ido a Miami. Te
buscarán a ti y me encontrarán a mí.
–Pero ya no estamos en Miami.
–Estamos todavía tan cerca que si empiezan a indagar en
Miami y se proponen encontrarnos, lo harán. Y si tomamos un avión, barco,
autobús o tren, nos descubrirían igualmente.
–Benny, ¿qué hiciste? ¿Qué pasará si te atrapan?
–La muerte –respondió simplemente.
Ella contuvo su respiración. Quiso llorar, pero había
transcurrido tanto tiempo desde que lo hizo por última vez que no supo cómo hacerlo.
–Todavía amo la vida –dijo él–. Soy viejo, pero me
conservo sano. Si me dejan en paz, podría vivir otros veinte años. Quizá
treinta. Incluso más que toda tu vida, Marita, si me dejan. Sin embargo, debo
estar haciéndome viejo, viejo en espíritu, porque en otro caso lucharía. Te
abandonaría para ocultarme en otra parte.
–¿No lo harás? –dijo ella vivamente–. ¿Me prometes que no
lo harás?
Él meneó la cabeza.
–No te lo prometeré, Marita. Debería seguir luchando. Si
logro reunir el valor moral que me resta, lo haré. Todavía puedo ganarles…
Una mano cayó sobre su hombro. A través del grito de
Marita se oyó una voz:
–Benjamín Rice, lo acuso del asesinato de Ralph Charles
Coleman.
Benny levantó la vista y sonrió.
–Permítame decirle, señor Rice –continuó el abogado, fríamente–, que esa
actitud no soluciona nada. Fui contratado para defenderlo. Lo haré lo mejor que
pueda, pese a los insultos que usted lance sobre mí.
–Confío en que lo hará –dijo Benny–, ya que está
dispuesto a aceptar en pago de sus servicios el dinero de una prostituta.
Kensel respiró profundamente.
–Considerando lo que la señorita Herbert ha hecho por
usted –dijo–, esa observación revela una completa bajeza moral.
–Revela la verdad.
Kensel tragó saliva.
–Rice, ¿no comprende que esa muchacha… esa muchacha le ama…?
–había conseguido decirlo, aunque el esfuerzo hizo que su rostro enrojeciera.
–Creo que no me permitirán olvidarlo –repuso Benny.
Ahora volvía a luchar. Era demasiado tarde para huir y no
le quedaba otra arma que su inteligencia. Ante todo, debía intentar
desembarazarse de ese hombre.
–Marita Herbert es una de las mujeres más admirables que
he conocido –continuó Kensel–. No alcanzo a comprender cómo pudo engañarse con
un hombre como usted. No obstante, ya que ella muestra tales sentimientos,
estoy dispuesto a intentar creer que existe algo bueno en usted.
–Eso está bien por su parte –dijo Benny–. No le necesito,
Kensel. Voy a declararme culpable.
–No le está permitido hacerlo.
–Entonces, dirigiré mi propia defensa.
–Ése es su privilegio.
–¿Por qué no se va?
–Ya que la señorita Herbert lo desea, intentaré
defenderle lo mejor que pueda. Espero que vaya a la cámara de gas, pero
procuraré que no sea así.
Ése era también su propósito. Benny permaneció callado,
proyectando un nuevo plan de acción. El que intentó no dio resultado. Marita
había hecho una gran labor con Kensel. No lo había ganado al bando de Benny,
pero lo había logrado para el suyo.
–Ya que me han animado a hablar claramente –dijo el
abogado, cuyas sonrojadas mejillas enrojecían aún más–, puedo decir otra cosa.
Su crimen al asesinar a un hombre como Ralph Charles Coleman hace veinte años,
pues no me cabe ninguna duda del hecho que usted lo hizo, es tan
particularmente brutal que desearía castigarlo yo mismo. Fue usted perfectamente
consciente de lo que hacía. Por tres mil dólares silenció usted una de las más grandes
voces de este siglo.
–Era un viejo pesado –dijo Benny reflexivamente.
–La mayor autoridad en malaria que ha existido… El hombre
que más hizo por la conservación de la vida de todos…
–Jamás probarán mi culpabilidad, y usted lo sabe –cortó
Benny.
–Por el contrario, existe más de una probabilidad en
contra suya. Aunque entonces la policía quedó completamente convencida que
Coleman se suicidó. Un reciente examen de la habitación demuestra con toda
claridad que fue alcanzado por un disparo cuando yacía inmóvil en el suelo. No
cabe la menor duda y usted no puede dar una explicación.
–¿Por qué debería hacerlo?
–Porque en caso contrario será declarado culpable. ¿Cómo
puede suicidarse un hombre si cae primero y recibe el disparo luego?
Benny se encogió de hombros.
–Se levantó, se pegó un tiro y cayó al suelo otra vez.
–No. La evidencia que proporciona el estudio de Coleman,
no considerada desde entonces, es absoluta. Sólo hubo una caída. Y después un
disparo. Recibió el disparo mientras estaba inmóvil. No pudo hacerlo por sí
mismo.
“Desde luego que no”, pensó Benny. “No lo hizo. Fui yo.
Es extraño que no hayan descubierto muchas otras cosas raras y significativas
que sucedieron aquel día, hace veinte años, y que, en cambio, estén tan seguros
de ésta”.
Los métodos de la policía no eran tan eficaces después de
todo. Veinte años atrás la policía creyó una mentira. Ahora creía otra. En los
próximos veinte años tal vez descubriría la verdad.
El carcelero habló desde la puerta de la celda:
–La señorita Herbert desea verle, Rice.
–Puede irse –indicó Benny al abogado.
No tenía corazón para mostrarse cruel con Marita. Si
Kensel los veía juntos, Benny corría el riesgo de que lo comprendiera todo.
–Ella desea que permanezca aquí. Quiere hablarle en mi
presencia.
Marita entró como un rayo de sol. Algo se derrumbó en
Benny. Conforme. De cualquier modo, no iba a lograr nada con desembarazarse de
Kensel.
Benny tomó las manos de la muchacha y sonrió. A su
espalda, Kensel se asombró ante su repentino cambio de actitud.
–Tres cuartas parte de la prensa están a nuestro lado –explicó
Marita ansiosamente–. Dicen que tienes más de cien años y eres inocente. No
existe ninguna prueba indicando que cometieras un crimen en los últimos veinte
años. Dicen… Benny, todavía no puedo creerlo. No creo que nunca mataras a
nadie. No podrías hacerlo.
–Sin embargo, lo hice –repuso Benny con dulzura–. Marita,
estoy contento porque estás aquí. He intentado irritar a Kensel para que
abandone el caso, pero no lo hará. Por lo tanto, intentemos otra cosa. Marita,
tú deseas lo que yo deseo, ¿no es cierto?
–Sí.
–Mi deseo es morir.
–¡No! –murmuró Marita, mientras Kensel observaba atónito
la transformación del viejo; era afable y bondadoso con Marita.
–No puedes –repitió Marita con más convicción–. No
puedes. Amas la vida. Todavía amas la vida.
–Sí –admitió Benny–, con tal que se me permita vivirla a
mi manera, en libertad. Marita, sabes que no me absolverán. En cuanto la
policía empezó a remover la historia de Benny Rice, estuve perdido. Me
siguieron los pasos hasta la época en que me convertí en sirviente de Coleman
y, naturalmente, eso les bastó para abrir otra vez la investigación sobre su suicidio.
Por un tiempo pude orientar las pesquisas a fin de que las conclusiones
oficiales fueran las que me interesaban. Pero poco puede hacerse cuando la
policía tiene la posibilidad de volver al escenario del crimen y, a través de
las vibraciones amortiguadas por la madera, el metal y las materias textiles,
reconstruir lo que ocurrió hace veinte años.
–Una parte de lo que ocurrió –corrigió Kensel.
Había un tono tal en sus palabras que Marita lo miró
fijamente, confundida, mientras Benny experimentaba un súbito presentimiento.
–He sido un estúpido por no haberlo comprendido antes –dijo
el abogado–. Usted es Coleman, por supuesto.
Benny había adivinado lo que iba a ocurrir y decidió no
negarlo.
–Sí. ¿Comprendes ahora por qué deseo morir? Soy Coleman.
Un gran hombre, como dijo Kensel. Sin embargo, es exactamente igual que un
viejo deficiente como Benny Rice matara a Coleman o viceversa. En ambos casos
se trata de un crimen, un homicidio. He vivido veinte años como Benny Rice, y
lo haría otros veinte. Si tengo que morir, o lo que es peor, ir a la cárcel,
prefiero seguir siendo Benny Rice.
Marita frunció el ceño.
–Benny Rice o Coleman, no me importa quién seas.
–Ya lo sé que no, Marita. Pero sí me importa a mí.
Kensel, ¿me conseguirá ahora la pena de muerte?
–Lo que me agradaría es conseguirle Renacimiento –dijo,
sosegadamente, Kensel.
Marita saltó convulsivamente.
Benny rio.
–No, gracias. Para eso tendría que demostrar primero que
no hubo ningún asesinato hace veinte años. Luego que yo soy Coleman y no Rice.
Después que…
–Espere un momento –repuso Kensel vivamente–. Se me
ocurre algo. Si logramos demostrar que usted es Coleman, el motivo del
asesinato desaparece. No iba a matar a Rice por tres mil dólares que eran
suyos, una pequeña fracción de su cuenta bancaria. Hay que demostrar que es
usted Coleman.
–Al contrario –musitó Benny–, tengo que permanecer como
Benny Rice. El cargo contra él no pasa de ser un crimen simple y brutal. Los
cargos contra Coleman, contra mí, serían muchos: inventar un complicado plan,
escribir cartas y hacer llamadas telefónicas para falsificar todos los informes
relativos a mí, con el objeto de que tomaran el cuerpo muerto de Rice por el
mío. Como era de mi misma edad, como fue empleado semanas antes, como nuestros
rostros fueron intercambiados, es fácil demostrar la premeditación con que fue asesinado
un pobre viejo inútil, a fin de que yo pudiera desaparecer.
Marita se sintió confusa y desgraciada. En cierto modo,
acababa de perder a Benny. Habían vivido una extraña intriga amorosa, desigual,
pero hasta cierto punto equilibrada. No sucedía así con Ralph Charles Coleman.
Kensel también parecía disgustado.
–Entonces, ¿por qué lo hizo? –preguntó.
Benny meditó.
–Digamos que por una nimiedad –dijo.
Kensel comprendió que estaba mintiendo y que jamás se lo
revelaría a nadie.
Pero Kensel se equivocó. Llegó un momento en el juicio en que fue
considerada la posibilidad que el acusado fuera Coleman y no Benny Rice.
Pareció incluso que el veredicto sería de prisión perpetua en vez de muerte.
Por fin, el juez le preguntó a Benny si tenía algo que
alegar antes de que se dictara sentencia.
El veredicto fue de culpabilidad. Esto implicaba la
alternativa del encarcelamiento o la muerte.
–Sí –exclamó Benny–. Sí, tengo algo que alegar.
Hubo un murmullo en la sala.
Durante todo el juicio se había mostrado tan expresivo
como se podría esperar de un hombre con su clasificación VPC. Su voz era ahora
fuerte y clara, signo de un inesperado rejuvenecimiento.
–Se ha mencionado la posibilidad que yo fuera Coleman y
no Rice –afirmó–. Pero tal suposición parecía manifiestamente ridícula.
¿Continúa siéndolo ahora?
El murmullo en la sala aumentó clamorosamente. Todos
conocían el CI y el VPC de Rice. El hombre que hablaba no era Benny Rice.
–Voy a explicarles –continuó Ralph Charles Coleman–, por
qué maté a Benny Rice.
“No deseaba el Renacimiento. Quería vivir mi vida por
completo y morir cuando estuviera acabada. Cuando un hombre se dirige a
Renacimiento, ¿sobrevive? No. No recuerda nada de su vida anterior, de su
propia historia personal. Se convierte en otra persona. No me interesaba
convertirme en otra persona. Quería vivir mi muerte. Hay muchas personas que sienten
como yo, pero se callan por la vanidad de ser consideradas dignas de Renacimiento,
por el temor a la noche eterna. Pero ese proceso no es más que un aplazamiento.
Aun cuando no recuerden nada de lo que fueron, esto no significa el fin, al menos
todavía. Entregan sus vidas a los setenta años, a los ochenta, en vez de
arriesgarse a morir en cualquier momento en caso de que decidan intentar vivir
más tiempo. A los ochenta años sufrí crecientes instancias para someterme a
Renacimiento. Lo que deseaba eran los veinte años que he vivido desde entonces,
los veinte o treinta años más que podría vivir. Pero Ralph Charles Coleman no
tenía elección. Era demasiado importante, demasiado valioso. El mundo no podía
arriesgarse a perder su valioso cerebro. Las instancias se aproximaban a un
punto en que se convertían en coacción. Tenía que escapar. Era egoísta. No me
importaba el valor que representara para el mundo Ralph Charles Coleman. Me
interesaba mi propio valor. Quería seguir siendo yo mismo. Y el único medio para
lograrlo era dejar de ser yo mismo. Como convendrán, mis planes surtieron
efecto. Si nadie se hubiera preocupado por el pobre, inocente y viejo Benny
Rice, el éxito habría sido total. Como no poseía ninguna aptitud natural para
la música, logré un empleo en Musicosmos como vigilante. Mi carencia de talento
garantizaba mi seguridad. Pero, por desgracia, agradé a una mujer, y otra se
enamoró de mí. De esta forma se descubrió que el hombre que murió veinte años
atrás no era el mismo que hizo el disparo”.
Miró directamente al juez. Se hizo un completo silencio
en la sala.
Fue en aquel momento culminante cuando revivió en su
mente todo lo ocurrido.
El viejo Benny estaba muerto y había disparado sobre él.
Pero no lo mató. Sólo después que Benny muriera de un ataque, el brillante
Ralph Charles Coleman concibió su intrincado plan para hurtar su propia vida al
Instituto de Renacimiento, la única clave del caso que había sido descubierta
era que la caída precedió al disparo.
Coleman podía ser absuelto. Aun ahora existía la
posibilidad. Si conseguía una investigación más completa, sin detenerse en
buscar la evidencia del hecho que un suicidio era un asesinato. Se descubriría
que nunca pasó nada y que un hombre muerto había recibido un disparo.
Pero eso no significaría la absolución, sino Renacimiento
para Coleman.
–He hecho esta declaración –concluyó– porque la cárcel
sería peor para mí que Renacimiento. Sin embargo, debo sufrir prisión,
Renacimiento o muerte. La sociedad no me permitirá ser libre, vivir mi propia
muerte. Maté a un hombre para escapar de Renacimiento, del que ese crimen
todavía me mantiene a salvo. No queda, entonces, más alternativa que prisión o
muerte. ¿Puedo pedir clemencia? ¿Puedo pedir la muerte?
Hubo silencio durante mucho tiempo. Y luego el juez
accedió a su deseo.
El revuelo causado por el caso no duró más que nueve
días. Después de la ejecución, el dilema legal de si Coleman podía ser
declarado culpable del asesinato de Rice, tras serlo, como Rice, del asesinato
de Coleman, se hizo académico.
Se decidió que el veredicto fue erróneo.
Luego, todo el mundo prefirió olvidar el asunto.
Con gran sorpresa general, incluyendo a los interesados,
Marita se casó al cabo de tres semanas con Kensel. Resultaba un poco viejo para
ella; sin embargo, era sesenta años más joven que Benny.
En efecto, todos pensaban en él como Benny. Uno de los
motivos por los que el tumulto se extinguió tan pronto fue el desagradable
sabor que dejó tras de sí el caso. Algunos opinaban que incluso un hombre como
Ralph Charles Coleman tenía derecho a vivir su propia vida si lo deseaba, a no
ser sometido a Renacimiento. Otros pensaban que un hombre no debería verse
obligado a matar para eludir Renacimiento. Casi todos, simpatizantes o no,
sentían que lo sucedido socavaba el nombre y la fama de un gran hombre.
Era mucho mejor pensar en él como Benny Rice.
En el Instituto de Renacimiento el doctor Martin miró al muchacho dormido
y recordó con admiración al vacilante viejo que tan astutamente lo había
engañado. Debió ser un excelente actor.
Betty Rogers se le acercó.
–Es nuevo, ¿verdad? –dijo.
Ahora ya podía hablar. Empezaba a preocuparse de su
aspecto personal y un vestido de nailon blanco la hacía muy atractiva.
–Sí.
–¿Cómo se llama?
–Dick Herman.
“O Benny Rice o Ralph Charles Coleman”, pensó Martin. “Pobre
viejo. No deseaba someterse a Renacimiento, pero, finalmente, no pudo evitarlo”.
–¿Por qué ha dormido mucho más que los otros?
–No estábamos seguros de que ellos le permitieran
quedarse. Comprenda, Betty, lo necesitábamos aquí, como los necesitamos a todos
ustedes. Pero si una persona ha hecho ciertas cosas no puede estar aquí. Dick vino
porque lo deseábamos y porque después de todo, alguien pensó que un muchacho
tan agradable no pudo haber hecho realmente lo que se le imputaba.
Fue la suya una explicación muy sutil de cómo el viejo,
inconsciente, pero aún con vida, fue sacado de la cámara de gas y sometido a
Renacimiento.
–¿Cómo pudieron pensar que había hecho algo si no fue
así? –preguntó Betty.
Las preguntas de una niña renacida resultaban tan
difíciles de contestar como las de una niña común. Pero Martin aceptó el reto.
–Pretendía que todo el mundo pensara eso, porque no
deseaba quedarse aquí.
Martin se preguntó osadamente si los poderes ejecutivos
habían decidido que no hubo asesinato simplemente porque no podía permitirse
que un hombre como Coleman fuera a la cámara de gas sólo por liberar de sus
miserias a un ser como Benny Rice. Pero tales pensamientos eran peligrosos.
–¿Por qué no deseaba quedarse aquí? –preguntó Betty.
–No sabía cómo era esto –contestó Martin pacientemente–,
en otro caso no le habría importado.
–¿Cómo lo sabe? ¿Es que yo tampoco quise quedarme aquí?
–No, en absoluto. Mire, Dick está despertándose.
Betty se inclinó sobre él como una madre.
–Te gustará estar aquí, Dick –dijo con dulzura.
Martin apostó en voz baja a que le agradaría. Dentro de
uno o dos años no le importaría casarse con Betty Rogers.
Pero el Instituto de Renacimiento no era una agencia
matrimonial.
Gracias al Instituto de Renacimiento, por supuesto.
–No puedes hablar todavía –dijo Betty–, pero nosotros te
enseñaremos. Doctor Martin, mire qué sonrisa tan agradable. Creo que va a
gustarme.
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