Juan Carlos Onetti
Es seguro que cada día
estará más viejo, más lejos del tiempo en que se llamaba Bob, del pelo rubio
colgando en la sien, la sonrisa y los lustrosos ojos de cuando entraba
silenciosamente en la sala, murmurando un saludo o moviendo un poco la mano
cerca de la oreja, e iba a sentarse bajo la lámpara, cerca del piano, con un
libro o simplemente quieto y aparte, abstraído, mirándonos durante una hora sin
un gesto en la cara, moviendo de vez en cuando los dedos para manejar el
cigarrillo y limpiar de cenizas la solapa de sus trajes claros.
Igualmente
lejos –ahora que se llama Roberto y se emborracha con cualquier cosa,
protegiéndose la boca con la mano sucia cuando tose– del Bob que tomaba
cerveza, dos vasos solamente en la más larga de las noches, con una pila de
monedas de diez sobre su mesa de la cantina del club, para gastar en la máquina
de discos. Casi siempre solo, escuchando jazz, la cara soñolienta, dichosa y pálida,
moviendo apenas la cabeza para saludarme cuando yo pasaba, siguiéndome con los
ojos tanto tiempo como yo me quedara, tanto tiempo como me fuera posible
soportar su mirada azul detenida incansablemente en mí, manteniendo sin
esfuerzo el intenso desprecio y la burla más suave. También con algún otro
muchacho, los sábados, alguno tan rabiosamente joven como él, con quien
conversaba de solos, trompas y coros y de la infinita ciudad que Bob
construiría sobre la costa cuando fuera arquitecto. Se interrumpía al verme
pasar para hacerme el breve saludo y no sacar los ojos de mi cara, resbalando
palabras apagadas y sonrisas por una punta de la boca hacia el compañero que
terminaba siempre por mirarme y duplicar en silencio el silencio y la burla.
A
veces me sentía fuerte y trataba de mirarlo: apoyaba la cara en una mano y
fumaba encima de mi copa mirándolo sin pestañear, sin apartar la atención de mi
rostro que debía sostenerse frío, un poco melancólico. En aquel tiempo Bob era
muy parecido a Inés; podía ver algo de ella en su cara a través del salón del
club, y acaso alguna noche lo haya mirado como la miraba a ella. Pero casi
siempre prefería olvidar los ojos de Bob y me sentaba de espaldas a él y miraba
las bocas de los que hablaban en mi mesa, a veces callado y triste para que él
supiera que había en mí algo más que aquello por lo que había juzgado, algo
próximo a él; a veces me ayudaba con unas copas y pensaba “querido Bob, andá a
contárselo a tu hermanita”, mientas acariciaba las manos de las muchachas que
estaban sentadas a mi mesa o estiraba una teoría sobre cualquier cosa, para que
ellas rieran y Bob lo oyera.
Pero
ni la actitud ni la mirada de Bob mostraban ninguna alteración en aquel tiempo,
hiciera yo lo que hiciera. Sólo recuerdo esto como prueba de que él anotaba mis
comedias en la cantina. Tenía un impermeable cerrado hasta el cuello, las manos
en los bolsillos. Me saludó moviendo la cabeza, miró alrededor enseguida y
avanzó en la habitación como si me hubiera suprimido con la rápida cabezada: lo
vi moverse dando vueltas a la mesa, sobre la alfombra, andando sobre ella con
sus amarillentos zapatos de goma. Tocó una flor con un dedo, se sentó en el
borde de la mesa y se puso a fumar mirando el florero, el sereno perfil puesto
hacia mí, un poco inclinado, flojo y pensativo. Imprudentemente –yo estaba de
pie recostado contra el piano– empuje con mi mano izquierda una tecla grave y
quedé ya obligado a repetir el sonido cada tres segundos, mirándolo.
Yo
no tenía por él más que odio y un vergonzante respeto, y seguí hundiendo la
tecla, clavándola con una cobarde ferocidad en el silencio de la casa, hasta
que repentinamente quedé situado afuera, observando la escena como si estuviera
en lo alto de la escalera o en la puerta, viéndolo y sintiéndolo a él, Bob,
silencioso y ausente junto al hilo de humo de su cigarrillo que subía
temblando; sintiéndome a mí, alto y rígido, un poco patético, un poco ridículo
en la penumbra, golpeando cada tres exactos segundos la tecla grave con mi
índice. Pensé entonces que no estaba haciendo sonar el piano por una
incomprensible bravata, sino que lo estaba llamando; que la profunda nota que
tenazmente hacía renacer mi dedo en el borde de cada última vibración era, al
fin encontrada, la única palabra pordiosera con que podía pedir tolerancia y
comprensión a su juventud implacable. Él continuó inmóvil hasta que Inés golpeó
la puerta del dormitorio antes de bajar a juntarse conmigo. Entonces Bob se
enderezó y vino caminando con pereza hasta el otro extremo del piano, apoyó un
codo, me miró un momento y después dijo con una hermosa sonrisa: “¿Esta noche
es una noche de lecho o de whisky? ¿Ímpetu de salvación o salto en el vacío?”.
No
podía contestarle nada, no podía deshacerle la cara de un golpe; dejé de tocar
y fui retirando lentamente la mano del piano. Inés estaba en la mitad de la
escalera cundo él me dijo: “Bueno, puede ser que usted improvise”.
El
duelo duró tres o cuatro meses, y yo no podía dejar de ir por las noches al
club –recuerdo, de paso, que había campeonato de tenis por aquel tiempo– porque
cuando me estaba por algún tiempo sin aparecer por allí, Bob saludaba mi
regreso aumentando el desdén y la ironía en sus ojos y se acomodaba en el
asiento con una mueca feliz.
Cuando
llegó el momento de que yo no pudiera desear otra solución que casarme con Inés
cuanto antes, Bob y su táctica cambiaron. No sé cómo supo mi necesidad de
casarme con su hermana y de cómo yo había abrazado esa necesidad con todas las
fuerzas que me quedaban. Mi amor por aquella necesidad había suprimido el
pasado y toda atadura con el presente. No reparaba entonces en Bob; pero poco
tiempo después hube de recordar cómo había cambiado en aquella época y alguna
vez quedé inmóvil, de pie en la esquina, insultándolo entre dientes,
comprendiendo que entonces su cara había dejado de ser burlona y me enfrentaba
con seriedad y un intenso cálculo, como se mira un peligro o una tarea
compleja, como se trata de valorar el obstáculo y medirlo con las fuerzas de uno.
Pero yo no le daba ya importancia y hasta llegué a pensar que en su cara
inmóvil y fija estaba naciendo la comprensión por lo fundamental mío, por un
viejo pasado de limpieza que la adorada necesidad de casarme con Inés extraía
de debajo de los años y sucesos para acercarme a él.
Después
vi que estaba esperando la noche; pero lo vi recién cuando aquella noche llegó
Bob y vino a sentarse a la mesa donde yo estaba solo y despidió al mozo con una
seña. Esperé un rato mirándolo, era tan parecido a ella cuando movía las cejas;
y la punta de la nariz, como a Inés, se le aplastaba un poco cuando conversaba.
“Usted no va a casarse con Inés”, dijo después. Lo miré, sonreí, dejé de
mirarlo. “No, no se va a casar con ella porque una cosa así se puede evitar si
hay alguien de veras resuelto a que se haga”. Volví a sonreírme. “Hace unos
años –le dije– eso me hubiera dado muchas ganas de casarme con Inés. Ahora no
agrega ni saca. Pero puedo oírlo, si quiere explicarme…”. Enderezó la cabeza y
continuó mirándome en silencio; acaso tuviera prontas las frases y esperaba a
que yo completara la mía para decirlas. “Si quiere explicarme por qué no quiere
que yo me case con ella”, pregunté lentamente y me recosté en la pared. Vi
enseguida que yo no había sospechado nunca cuánto y con cuánta resolución me
odiaba; tenía la cara pálida, con una sonrisa sujeta y apretada con los labios
y dientes. “Habría que dividirlo por capítulos –dijo–, no terminaría en la
noche”.
“Pero
se puede decir en dos o tres palabras. Usted no se va a casar con ella porque
usted es viejo y ella es joven. No sé si usted tiene treinta o cuarenta años,
no importa. Pero usted es un hombre hecho, es decir deshecho, como todos los
hombres a su edad cuando no son extraordinarios”. Chupó el cigarrillo apagado,
miró hacia la calle y volvió a mirarme; mi cabeza estaba apoyada contra la
pared y seguía esperando. “Claro que usted tiene motivos para creer en lo
extraordinario suyo. Creer que ha salvado muchas cosas del naufragio. Pero no
es cierto”. Me puse a fumar de perfil a él; me molestaba, pero no le creía; me
provocaba un tibio odio, pero yo estaba seguro de que nada me haría dudar de mí
mismo después de haber conocido la necesidad de casarme con Inés. No; estábamos
en la misma mesa y yo era tan limpio y tan joven como él. “Usted puede
equivocarse –le dije–. Si usted quiere nombrar algo de lo que hay deshecho en
mí…”. “No, no –dijo rápidamente–, no soy tan niño. No entro en ese juego. Usted
es egoísta; es sensual de una sucia manera. Está atado a cosas miserables y son
las cosas las que lo arrastran. No va a ninguna parte, no lo desea realmente.
Es eso, nada más; usted es viejo y ella es joven. Ni siquiera debo pensar en
ella frente a usted. Y usted pretende…”. Tampoco entonces podía yo romperle la
cara, así que resolví prescindir de él, fui al aparato de música, marqué
cualquier cosa y puse una moneda. Volví despacio al asiento y escuché. La música
era poco fuerte; alguien cantaba dulcemente en el interior de grandes pausas. A
mi lado Bob estaba diciendo que ni siquiera él, alguien como él, era digno de
mirar a Inés a los ojos. Pobre chico, pensé con admiración. Estuvo diciendo que
en aquello que él llama vejez, lo más repugnante, lo que determinaba la
descomposición era pensar por conceptos, englobar a las mujeres en la palabra
mujer, empujarlas sin cuidado para que pudieran amoldarse al concepto hecho por
una pobre experiencia. Pero –decía también– tampoco la palabra experiencia era
exacta. No había ya experiencias, nada más que costumbre y repeticiones,
nombres marchitos para ir poniendo a las cosas y un poco crearlas. Más o menos
eso estuvo diciendo. Y yo pensaba suavemente si él caería muerto o encontraría
la manera de matarme, allí mismo y enseguida, si yo le contara las imágenes que
removía en mí al decir que ni siquiera él merecía tocar a Inés con la punta de
un dedo, el pobre chico, o besar el extremo de sus vestidos, la huella de sus
pasos o cosas así. Después de una pausa –la música había terminado y el aparato
apagó las luces aumentando el silencio–, Bob dijo “nada más”, y se fue con el
andar de siempre, seguro, ni rápido ni lento.
Si
aquella noche el rostro de Inés se me mostró en las facciones de Bob, si en
algún momento el fraternal parecido pudo aprovechar la trampa de un gesto para
darme a Inés por Bob, fue aquella, entonces, la última vez que vi a la
muchacha. Es cierto que volví a estar con ella dos noches después en la
entrevista habitual, y un mediodía en un encuentro impuesto por mi
desesperación, inútil, sabiendo de antemano que todo recurso de palabra y
presencia sería inútil, que todos mis machacantes ruegos morirían de manera
asombrosa, como si no hubieran sido nunca, disueltos en el enorme aire azul de
la plaza, bajo el follaje de verde apacible en mitad de la buena estación.
Las
pequeñas y rápidas partes del rostro de Inés que me había mostrado aquella
noche Bob, aunque dirigidas contra mí, unidas a la agresión, participaban del
entusiasmo y el candor de la muchacha. Pero cómo hablar a Inés, cómo tocarla,
convencerla a través de la repentina mujer apática de las dos últimas
entrevistas. Cómo reconocerla o siquiera evocarla mirando a la mujer de largo
cuerpo rígido en el sillón de su casa y en el banco de la plaza, de una igual
rigidez resuelta y mantenida en las dos distintas horas y los dos parajes; la
mujer de cuello tenso, los ojos hacia delante, la boca muerta, las manos
plantadas en el regazo. Yo la miraba y era “no”, sabía que era “no” todo el
aire que la estaba rodeando.
Nunca
supe cuál fue la anécdota elegida por Bob para aquello; en todo caso, estoy
seguro de que no mintió, de que entonces nada –ni Inés– podía hacerlo mentir.
No vi más a Inés ni tampoco a su forma vacía y endurecida; supe que se casó y
que no vive ya en Buenos Aires. Por entonces, en medio del odio y del
sufrimiento me gustaba imaginar a Bob imaginando mis hechos y eligiendo la cosa
justa o el conjunto de cosas que fue capaz de matarme en Inés y matarla a ella
para mí.
Ahora
hace cerca de un año que veo a Bob casi diariamente, en el mismo café, rodeado
de la misma gente. Cuando nos presentaron –hoy se llama Roberto– comprendí que
el pasado no tiene tiempo y el ayer se junta allí con la fecha de diez años
atrás. Algún gastado rastro de Inés había aún en su cara, y un movimiento de la
boca de Bob alcanzó para que yo volviera a ver el alargado cuerpo de la
muchacha, sus calmosos y desenvueltos pasos, y para que los mismos inalterados
ojos azules volvieran a mirarme bajo un flojo peinado que cruzaba y sujetaba
una cinta roja. Ausente y perdida para siempre, podía conservarse viviente e
intacta, definitivamente inconfundible, idéntica a lo esencial suyo. Pero era
trabajoso escarbar en la cara, las palabras y los gestos de Roberto para
encontrar a Bob y poder odiarlo. La tarde del primer encuentro esperé durante
horas a que se quedara solo o saliera para hablarle y golpearlo. Quieto y
silencioso, espiando a veces su cara o evocando a Inés en las ventanas
brillantes del café, compuse mañosamente las frases del insulto y encontré el
paciente tono con que iba a decírselas, elegí el sitio de su cuerpo donde dar
el primer golpe. Pero se fue al anochecer acompañado por tres amigos, y resolví
esperar, como había esperado él años atrás, la noche propicia en que estuviera
solo.
Cuando
volví a verlo, cuando iniciamos esta segunda amistad que espero no terminará ya
nunca, dejé de pensar en toda forma de ataque. Quedó resuelto que no le
hablaría jamás de Inés ni del pasado y que, en silencio, yo mantendría todo
aquello viviente dentro de mí. Nada más que esto hago, casi todas las tardes,
frente a Roberto y las caras familiares del café. Mi odio se conservará cálido
y nuevo mientras pueda seguir viviendo y escuchando a Roberto; nadie sabe de mi
venganza, pero la vivo, gozosa y enfurecida, un día y otro. Hablo con él,
sonrío, fumo, tomo café. Todo el tiempo pensando en Bob, en su pureza, su fe,
en la audacia de sus pasados sueños. Pensando en el Bob que amaba la música, en
el Bob que planeaba ennoblecer la vida de los hombres construyendo una ciudad
de enceguecedora belleza para cinco millones de habitantes, a lo largo de la
costa del río; el Bob que no podía mentir nunca; el Bob que proclamaba la lucha
de los jóvenes contra los viejos, el Bob dueño del futuro y del mundo. Pensando
minucioso y plácido en todo eso frente al hombre de dedos sucios de tabaco
llamado Roberto, que lleva una vida grotesca, trabajando en cualquier hedionda
oficina, casado con una mujer a quien nombra “mi señora”; el hombre que se pasa
estos largos domingos hundido en el asiento del café, examinando diarios y
jugando a las carreras por teléfono.
Nadie
amó a mujer alguna con la fuerza con que yo amo su ruindad, su definitiva
manera de estar hundido en la sucia vida de los hombres. Nadie se arrobó de
amor como yo lo hago ante sus fugaces sobresaltos, los proyectos sin convicción
que un destruido y lejano Bob le dicta algunas veces y que sólo sirven para que
mida con exactitud hasta donde está emporcado para siempre.
No
sé si nunca en el pasado he dado la bienvenida a Inés con tanta alegría y amor
como diariamente le doy la bienvenida a Bob al tenebroso y maloliente mundo de
los adultos. Es todavía un recién llegado y de vez en cuando sufre sus crisis
de nostalgia. Lo he visto lloroso y borracho, insultándose y jurando el
inminente regreso a los días de Bob. Puedo asegurar que entonces mi corazón
desborda de amor y se hace sensible y cariñoso como el de una madre. En el
fondo sé que no se irá nunca porque no tiene sitio donde ir; pero me hago
delicado y paciente y trato de conformarlo. Como ese puñado de tierra natal, o
esas fotografías de calles y monumentos, o las canciones que gustan traer
consigo los inmigrantes, voy construyendo para él planes, creencias y mañanas
distintos que tienen luz y el sabor del país de juventud de donde él llegó hace
un tiempo. Y él acepta; protesta siempre para que yo redoble mis promesas, pero
termina por decir que sí, acaba por muequear una sonrisa creyendo que algún día
habrá de regresar al mundo de las horas de Bob y queda en paz en medio de sus
treinta años, moviéndose sin disgusto ni tropiezo entre los cadáveres pavorosos
de las antiguas ambiciones, las formas repulsivas de los sueños que se fueron
gastando bajo la presión distraída y constante de tantos miles de pies
inevitables.
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