Marcial Fernández
Me dijo que ya no me
amaba; le di tres cachetadas. Me dijo que su vida conmigo era una miseria; le
coloqué cuatro puñetazos. Me dijo que era un macho repugnante; le planté sólo
una patada. Me dijo que estaba harta de mis groserías; le sellé con cera candente
los hoyuelos de las orejas. Me dijo que le daba náuseas; le destrocé la nariz a
cabezazos. Me dijo que en la primera oportunidad me mataría; le amputé las
manos. Me dijo que tenía un amante; le corté un pecho. Me maldijo; le corté el
otro. Me dijo que me había convertido en un ser abominable; le traje un espejo
y se lo puse enfrente; desmayó. ¡Oh, Dios misericordioso –“yo soy el Dios
misericordioso”, pensé– qué delicia tenía ante mis ojos!, fui a la cocina y
regresé con lo indispensable: aceite de oliva, un diente de ajo, sal, limón,
cebolla, salsa inglesa, un poco de jitomate, pimienta negra y una copa de
oporto; y después, después de contemplarla un rato largo, con lágrimas en los
ojos, me la comí.
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