Clarice Lispector
Cuando
era pequeña, todavía no había probado los chicles y en Recife se hablaba poco
de ellos. ¿De qué tipo de caramelo se trataba? El dinero que tenía no alcanzaba
para comprarlos, y con esa misma cantidad podría conseguir un montón de dulces.
Finalmente, mi hermana reunió el dinero, los compró y, al salir hacia la
escuela, me explicó:
–Ten cuidado de no perderlo, porque este
caramelo nunca se acaba. Dura toda la vida.
Yo estaba atónita: había sido transportada
al reino de las historias de príncipes y de hadas. Cogí el pequeño chicle rosa
que representaba el elixir del largo placer. Lo examiné. Casi no podía creer en
el milagro. Con delicadeza, acabé por metérmelo en la boca.
–Y ahora, ¿qué hago? –pregunté, para no
equivocarme en el ritual que seguramente había.
–Chupa para ir notando el azúcar y, cuando
se acabe, empiezas a masticarlo. Y entonces sigues masticando toda la vida. A
no ser que lo pierdas, yo ya he perdido varios.
Perder la eternidad. Nunca. El azúcar del
chicle era bueno, pero no muy bueno. En cierto momento, se acabó el azúcar.
–Y ahora ¿qué?
–Ahora mastica para siempre.
Me asusté, no sabría decir por qué.
Masticaba y masticaba aquella cosa pegajosa que no sabía a nada. Me sentí
decepcionada: no me gustaba el sabor y la ventaja de que fuese eterno me daba
miedo. No quise confesar que no estaba a la altura de la eternidad, que me
producía angustia. No aguanté más y, al cruzar el portón de la escuela, me las
arreglé para que el chicle se cayera.
–¡Mira qué me ha pasado! –dije con fingido
asombro y fingida tristeza.
–Ya te dije –repitió mi hermana– que no se
acaba nunca. Pero a veces los perdemos. Hasta de noche podemos ir masticando,
pero para no tragárselo durante el sueño hay que pegarlo a la cama. No te
pongas triste: un día te daré otro, y ése no lo perderás.
Yo estaba avergonzada ante la bondad de mi
hermana, avergonzada de la mentira que le había soltado, pero aliviada, sin el
peso de la eternidad sobre mí.
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