Hans Christian Andersen
La comarca de Kjöge es ácida y pelada; la ciudad está a orillas del mar,
y esto es siempre una ventaja, pero es innegable que podría ser más hermosa de lo
que es en realidad; todo alrededor son campos lisos, y el bosque queda a mucha distancia.
Sin embargo, cuando nos encontramos a gusto en un lugar, siempre descubrimos algo
de bello en él, y más tarde lo echaremos de menos, aunque nos hallemos en el sitio
más hermoso del mundo. Y forzoso es admitir que en verano tienen su belleza los
arrabales de Kjöge, con sus pobres jardincitos extendidos hasta el arroyo que allí
se vierte en el mar; y así lo creían en particular Knud y Juana, hijos de dos familias
vecinas, que jugaban juntos y se reunían atravesando a rastras los groselleros.
En uno de los jardines crecía un saúco, en el otro un viejo sauce, y debajo de éste
gustaban de jugar sobre todo los niños; y se les permitía hacerlo, a pesar de que
el árbol estaba muy cerca del río, y los chiquillos corrían peligro de caer en él.
Pero el ojo de Dios vela sobre los pequeñuelos –de no ser así, ¡mal irían las cosas!–.
Por otra parte, los dos eran muy prudentes; el niño tenía tanto miedo al agua, que
en verano no había modo de llevarlo a la playa, donde tan a gusto chapoteaban los
otros rapaces de su edad; eso lo hacía objeto de la burla general, y él tenía que
aguantarla.
Un día la hijita del vecino, Juana, soñó que navegaba
en un bote de vela en la Bahía de Kjöge, y que Knud se dirigía hacia ella vadeando,
hasta que el agua le llegó al cuello y después lo cubrió por entero. Desde el momento
en que Knud se enteró de aquel sueño, ya no soportó que lo tachasen de miedoso,
aduciendo como prueba al sueño de Juana. Éste era su orgullo, mas no por eso se
acercaba al mar.
Los pobres padres se reunían con frecuencia, y Knud
y Juana jugaban en los jardines y en el camino plantado de sauces que discurría
a lo largo de los fosos. Bonitos no eran aquellos árboles, pues tenían las copas
como podadas, pero no los habían plantado para adorno, sino para utilidad; más hermoso
era el viejo sauce del jardín a cuyo pie, según ya hemos dicho, jugaban a menudo
los dos amiguitos. En la ciudad de Kjöge hay una gran plaza-mercado, en la que,
durante la feria anual, se instalan verdaderas calles de puestos que venden cintas
de seda, calzados y todas las cosas imaginables. Había entonces un gran gentío,
y generalmente llovía; además, apestaba a sudor de las chaquetas de los campesinos,
aunque olía también a exquisito alfajor, del que había toda una tienda abarrotada;
pero lo mejor de todo era que el hombre que lo vendía se alojaba, durante la feria,
en casa de los padres de Knud, y, naturalmente, lo obsequiaba con un pequeño pan
de especias, del que participaba también Juana. Pero había algo que casi era más
hermoso todavía: el comerciante sabía contar historias de casi todas las cosas,
incluso de sus turrones, y una velada explicó una que produjo tal impresión en los
niños, que jamás pudieron olvidarla; por eso será conveniente que la oigamos también
nosotros, tanto más, cuanto que es muy breve.
–Sobre el mostrador –empezó el hombre– había dos moldes
de alfajor, uno en figura de un hombre con sombrero, y el otro en forma de mujer
sin sombrero, pero con una mancha de oropel en la cabeza; tenían la cara de lado,
vuelta hacia arriba, y había que mirarlos desde aquel ángulo y no del revés, pues
jamás hay que mirar así a una persona. El hombre llevaba en el costado izquierdo
una almendra amarga, que era el corazón, mientras la mujer era dulce toda ella.
Estaban para muestra en el mostrador, y llevaban ya mucho tiempo allí, por lo que
se enamoraron; pero ninguno lo dijo al otro, y, sin embargo, preciso es que alguien
lo diga, si ha de salir algo de tal situación.
“Es hombre, y por tanto, tiene que ser el primero en
hablar”, pensaba ella; no obstante, se habría dado por satisfecha con saber que
su amor era correspondido.
Los pensamientos de él eran mucho más ambiciosos, como
siempre son los hombres; soñaba que era un golfo callejero y que tenía cuatro chelines,
con los cuales se compraba la mujer y se la comía.
Así continuaron por espacio de días y semanas en el
mostrador, y cada día estaban más secos; y los pensamientos de ella eran cada vez
más tiernos y femeninos: “Me doy por contenta con haber estado sobre la mesa con
él”, pensó, y se rompió por la mitad.
“Si hubiese conocido mi amor, de seguro que habría resistido
un poco más”, pensó él.
–Y ésta es la historia y aquí están los dos –dijo el
turronero–. Son notables por su vida y por su silencioso amor, que nunca conduce
a nada. ¡Véanlos ahí! –y dio a Juana el hombre, sano y entero, y a Knud, la mujer
rota; pero a los niños les había emocionado tanto el cuento, que no tuvieron ánimos
para comerse la enamorada pareja.
Al día siguiente se dirigieron, con las dos figuras,
al cementerio, y se detuvieron junto al muro de la iglesia, cubierto, tanto en verano
como en invierno, de un rico tapiz de hiedra; pusieron al sol los pasteles, entre
los verdes zarcillos, y contaron a un grupo de otros niños la historia de su amor,
mudo e inútil, y todos la encontraron maravillosa; y cuando volvieron a mirar a
la pareja de alfajor, un muchacho grandote se había comido ya la mujer despedazada,
y esto, por pura maldad. Los niños se echaron a llorar, y luego –y es de suponer
que lo hicieron para que el pobre hombre no quedara solo en el mundo– se lo comieron
también; pero en cuanto a la historia, no la olvidaron nunca.
Los dos chiquillos seguían reuniéndose bajo el sauce
o junto al saúco, y la niña cantaba canciones bellísimas con su voz argentina. A
Knud, en cambio, se le pegaban las notas a la garganta, pero al menos se sabía la
letra, y más vale esto que nada. La gente de Kjöge, y entre ella la señora de la
quincallería, se detenían a escuchar a Juana. –¡Qué voz más dulce!– decían.
Aquellos días fueron tan felices, que no podían durar
siempre. Las dos familias vecinas se separaron; la madre de la niña había muerto,
el padre deseaba ir a Copenhague, para volver a casarse y buscar trabajo; quería
establecerse de mandadero, que es un oficio muy lucrativo. Los vecinos se despidieron
con lágrimas, y sobre todo lloraron los niños; los padres se prometieron mutuamente
escribirse por lo menos una vez al año.
Y Knud entró de aprendiz de zapatero; era ya mayorcito
y no se le podía dejar ocioso más tiempo. Entonces recibió la confirmación.
¡Ah, qué no hubiera dado por estar en Copenhague aquel
día solemne, y ver a Juanita! Pero no pudo ir, ni había estado nunca, a pesar de
que no distaba más de cinco millas de Kjöge. Sin embargo, a través de la bahía,
y con tiempo despejado, Knud había visto sus torres, y el día de la confirmación
distinguió claramente la brillante cruz dorada de la iglesia de Nuestra Señora.
¡Oh, cómo se acordó de Juana! Y ella, ¿se acordaría
de él? Sí, se acordaba.
Hacia Navidad llegó una carta de su padre para los de
Knud. Las cosas les iban muy bien en Copenhague, y Juana, gracias a su hermosa voz,
iba a tener una gran suerte; había ingresado en el teatro lírico; ya ganaba algún
dinerillo, y enviaba un escudo a sus queridos vecinos de Kjöge para que celebrasen
unas alegres Navidades. Quería que bebiesen a su salud, y la niña había añadido
de su puño y letra estas palabras: “¡Afectuosos saludos a Knud!”.
Todos derramaron lágrimas, a pesar de que las noticias
eran muy agradables; pero también se llora de alegría. Día tras día Juana había
ocupado el pensamiento de Knud, y ahora vio el muchacho que también ella se acordaba
de él, y cuanto más se acercaba el tiempo en que ascendería a oficial zapatero,
más claramente se daba cuenta de que estaba enamorado de Juana y de que ésta debía
ser su mujer; y siempre que le venía esta idea se dibujaba una sonrisa en sus labios
y tiraba con mayor fuerza del hilo, mientras tesaba el tirapié; a veces se clavaba
la lezna en un dedo, pero ¡qué importa! Desde luego que no sería mudo, como los
dos moldes de alfajor; la historia había sido una buena lección.
Y ascendió a oficial. Se colgó la mochila al hombro,
y por primera vez en su vida se dispuso a trasladarse a Copenhague; ya había encontrado
allí un maestro. ¡Qué sorprendida quedaría Juana, y qué contenta! Contaba ahora
16 años, y él, 19.
Ya en Kjöge, se le ocurrió comprarle un anillo de oro,
pero luego pensó que seguramente los encontraría mucho más hermosos en Copenhague.
Se despidió de sus padres, y un día lluvioso de otoño emprendió el camino de la
capital; las hojas caían de los árboles, y calado hasta los huesos llegó a la gran
Copenhague y a la casa de su nuevo patrón.
El primer domingo se dispuso a visitar al padre de Juana.
Sacó del baúl su vestido de oficial y el nuevo sombrero que se trajera de Kjöge
y que tan bien le sentaba; antes había usado siempre gorra. Encontró la casa que
buscaba, y subió los muchos peldaños que conducían al piso. ¡Era para dar vértigo
la manera como la gente se apilaba en aquella enmarañada ciudad!
La vivienda respiraba bienestar, y el padre de Juana
lo recibió muy afablemente. A su esposa no la conocía, pero ella le alargó la mano
y lo invitó a tomar café.
–Juana estará contenta de verte –dijo el padre–. Te
has vuelto un buen mozo. Ya la verás; es una muchacha que me da muchas alegrías
y, Dios mediante, me dará más aún. Tiene su propia habitación, y nos paga por ella.
Y el hombre llamó delicadamente a la puerta, como si
fuese un forastero, y entraron –¡qué hermoso era allí!–. Seguramente en todo Kjöge
no había un aposento semejante: ni la propia Reina lo tendría mejor. Había alfombras;
en las ventanas, cortinas que llegaban hasta el suelo, un sillón de terciopelo auténtico
y en derredor flores y cuadros, además de un espejo en el que uno casi podía meterse,
pues era grande como una puerta. Knud lo abarcó todo de una ojeada, y, sin embargo,
sólo veía a Juana; era una moza ya crecida, muy distinta de como la imaginara, sólo
que mucho más hermosa; en toda Kjöge no se encontraría otra como ella; ¡qué fina
y delicada! La primera mirada que dirigió a Knud fue la de una extraña, pero duró
sólo un instante; luego se precipitó hacia él como si quisiera besarle. No lo hizo,
pero poco le faltó. Sí, estaba muy contenta de volver a ver al amigo de su niñez.
¿No brillaban lágrimas en sus ojos? Y después empezó a preguntar y a contar, pasando
desde los padres de Knud hasta el saúco y el sauce; madre saúco y padre sauce, como
los llamaba, cual si fuesen personas; pero bien podían pasar por tales, si lo habían
sido los pasteles de alfajor. De éstos habló también y de su mudo amor, cuando estaban
en el mostrador y se partieron… y la muchacha se reía con toda el alma, mientras
la sangre afluía a las mejillas de Knud, y su corazón palpitaba con violencia desusada.
No, no se había vuelto orgullosa. Y ella fue también la causante –bien se fijó Knud–
de que sus padres lo invitasen a pasar la velada con ellos. Sirvió el té y le ofreció
con su propia mano una taza luego cogió un libro y se puso a leer en alta voz, y
al muchacho le pareció que lo que leía trataba de su amor, hasta tal punto concordaba
con sus pensamientos. Luego cantó una sencilla canción, pero cantada por ella se
convirtió en toda una historia; era como si su corazón se desbordase en ella. Sí,
indudablemente quería a Knud. Las lágrimas rodaron por las mejillas del muchacho
sin poder él impedirlo, y no pudo sacar una sola palabra de su boca; se acusaba
de tonto a sí mismo, pero ella le estrechó la mano y le dijo:
–Tienes un buen corazón, Knud. Sé siempre como ahora.
Fue una velada inolvidable. Son ocasiones después de
las cuales no es posible dormir, y Knud se pasó la noche despierto.
Al despedirlo el padre de Juana le había dicho:
–Ahora no nos olvidarás. Espero que no pasará el invierno
sin que vuelvas a visitarnos.
Por ello, bien podía repetir la visita el próximo domingo;
y tal fue su intención. Pero cada velada, terminado el trabajo –y eso que trabajaba
hasta entrada la noche–, Knud salía y se iba hasta la calle donde vivía Juana; levantaba
los ojos a su ventana, casi siempre iluminada, y una noche vio incluso la sombra
de su rostro en la cortina –fue una noche maravillosa–. A la señora del zapatero
no le parecían bien tantas salidas vespertinas, y meneaba la cabeza dubitativamente;
pero el patrón se sonreía:
–¡Es joven! –decía.
“El domingo nos veremos, y le diré que es la reina de
todos mis pensamientos y que ha de ser mi esposa. Sólo soy un pobre oficial zapatero,
pero puedo llegar a maestro; trabajaré y me esforzaré (sí, se lo voy a decir). A
nada conduce el amor mudo, lo sé por aquellos alfajores”.
Y llegó el domingo, y Knud se fue a casa de Juana. Pero,
¡qué pena! Estaban invitados a otra casa, y tuvieron que decirlo al mozo. Juana
le estrechó la mano y le preguntó:
–¿Has estado en el teatro? Pues tienes que ir. Yo canto
el miércoles, y, si tienes tiempo, te enviaré una entrada. Mi padre sabe la dirección
de tu amo.
¡Qué atención más cariñosa de su parte! Y el miércoles
llegó, efectivamente, un sobre cerrado que contenía la entrada, pero sin ninguna
palabra, y aquella noche Knud fue por primera vez en su vida al teatro. ¿Qué vio?
Pues sí, vio a Juana, tan hermosa y encantadora; cierto que estaba casada con un
desconocido, pero aquello era comedia, una cosa imaginaria, bien lo sabía Knud;
de otro modo, ella no habría osado enviarle la entrada para que lo viera. Al terminar,
todo el público aplaudió y gritó “¡hurra!”, y Knud también.
Hasta el Rey sonrió a Juana, como si hubiese sentido
mucho placer en verla actuar. ¡Dios mío, qué pequeño se sentía Knud! Pero la quería
con toda su alma, y ella lo quería también; pero es el hombre quien debe pronunciar
la primera palabra, así lo pensaba también la figura del cuento. ¡Tenía mucha enjundia
aquella historia!
No bien llegó el domingo, Knud se encaminó nuevamente
a casa de Juana. Su estado de espíritu era serio y solemne, como si fuera a recibir
la Comunión. La joven estaba sola y lo recibió; la ocasión no podía ser más propicia.
–Has hecho muy bien en venir –le dijo–. Estuve a punto
de enviarte un recado por mi padre, pero presentí que volverías esta noche. Debo
decirte que el viernes me marcho a Francia; tengo que hacerlo, si quiero llegar
a ser algo.
Knud sintió como si el cuarto diera vueltas a su alrededor,
y le pareció que su corazón iba a estallar. No asomó ni una lágrima a sus ojos,
pero su desolación no era menos visible.
–Mi bueno y fiel amigo… –dijo ella, y sus palabras desataron
la lengua del muchacho. Le dijo cómo la quería y cómo deseaba que fuese su esposa.
Y al pronunciar estas palabras, vio que Juana palidecía y, soltándole la mano, le
dijo con acento grave y afligido:
–¡No quieras que los dos seamos desgraciados, Knud!
Yo seré siempre una buena hermana para ti, siempre podrás contar conmigo, pero nada
más –y le pasó la mano suave por la ardorosa frente–. Dios nos da la fuerza necesaria,
con tal que nosotros lo queramos.
En aquel momento la madrastra entró en el aposento.
–Knud está desolado porque me marcho –dijo Juana ¡Vamos,
sé un hombre!– y le dio un golpe en el hombro; era como si no hubiesen hablado más
que del viaje.
–¡Chiquillo! –añadió–. Vas a ser bueno y razonable,
como cuando de niños jugábamos debajo del sauce.
Le pareció a Knud que el mundo se había salido de quicio;
sus ideas eran como una hebra suelta flotando a merced del viento. Se quedó sin
saber si lo habían invitado o no, pero todos se mostraron afables y bondadosos;
Juana le sirvió té y cantó. No era ya aquella voz de antes, y, no obstante, sonaba
tan maravillosamente, que el corazón del muchacho estaba a punto de estallar. Y
así se despidieron. Knud no le alargó la mano, pero ella se la cogió, diciendo:
–¡Estrecha la mano de tu hermana para despedirte, mi
viejo hermano de juego! –y se sonreía entre las lágrimas que le rodaban por las
mejillas; y volvió a llamarlo hermano. ¡Valiente consuelo! Tal fue la despedida.
Se fue ella a Francia, y Knud siguió vagando por las
sucias calles de Copenhague. Los compañeros del taller le preguntaron por qué estaba
siempre tan caviloso, y lo invitaron a ir con ellos a divertirse; por algo era joven.
Y fue con ellos al baile, donde había muchas chicas
bonitas, aunque ninguna como Juana. Allí, donde había esperado olvidarse de ella,
la tenía más que nunca presente en sus pensamientos. “Dios nos da la fuerza necesaria,
con tal que nosotros lo queramos”, le había dicho ella; una oración acudió a su
mente y juntó las manos… los violines empezaron a tocar, y las muchachas a bailar
en corro. Knud se asustó; le pareció que no era aquél un lugar adecuado para Juana,
pues la llevaba siempre en su corazón; salió, pues, del baile y, corriendo por las
calles, pasó frente a la casa donde ella habla vivido. Estaba oscura; todo estaba
oscuro, desierto y solitario. El mundo siguió su camino, y Knud el suyo.
Llegó el invierno, y se helaron las aguas; parecía como
si todo se preparase para la tumba.
Pero al venir la primavera y hacerse a la mar el primer
vapor, le entró a Knud un gran deseo de marcharse lejos, muy lejos a correr mundo,
aunque no de ir a Francia.
Cerró la mochila y se fue a Alemania, peregrinando de
una población a otra, sin pararse en ninguna, hasta que, al llegar a la antigua
y bella ciudad de Nuremberg, le pareció que volvía a ser señor de sus piernas y
que podía quedarse allí.
Nuremberg es una antigua y maravillosa ciudad, que parece
recortada de una vieja crónica ilustrada. Las calles discurren sin orden ni concierto;
las casas no gustan de estar alineadas; miradores con torrecillas, volutas y estatuas
resaltan por encima de las aceras, y en lo alto de los tejados, asombrosamente puntiagudos,
corren canalones que desembocan sobre el centro de la calle, adoptando formas de
dragones y perros de alargados cuerpos.
Knud llegó a la plaza del mercado, con la mochila a
la espalda, y se detuvo junto a una antigua fuente, en la que unas soberbias figuras
de bronce, representativas de personajes bíblicos e históricos, se levantan entre
los chorros de agua que brotan del surtidor. Una hermosa muchacha que estaba sacando
agua dio de beber a Knud, y como llevara un puñado de rosas, le ofreció también
una, y esto lo tomó el muchacho como un buen agüero.
Desde la cercana iglesia le llegaban sones de órgano,
tan familiares como si fueran los de la iglesia de Kjöge, y el mozo entró en la
vasta catedral. El sol, a través de los cristales policromados, brillaba por entre
las altas y esbeltas columnas. Un gran fervor llenó sus pensamientos, y sintió en
el alma una íntima paz.
Buscó y encontró en Nuremberg un buen maestro; se quedó
en su casa y aprendió la lengua.
Los antiguos fosos que rodean la ciudad han sido convertidos
en huertecitos, pero las altas murallas continúan en pie, con sus pesadas torres.
El cordelero trenza sus cuerdas en el corredor construido de vigas que, a lo largo
del muro, conduce a la ciudad, y allí, brotando de grietas y hendeduras, crece el
saúco, extendiendo sus ramas por encima de las bajas casitas, en una de las cuales
residía el maestro para quien trabajaba Knud. Sobre la ventanuca de la buhardilla
que era su dormitorio, el arbusto inclinaba sus ramas.
Residió allí todo un verano y un invierno, pero al llegar
la primavera no pudo resistir más tiempo; el saúco floreció, y su fragancia le recordaba
tanto su tierra, que le parecía encontrarse en el jardín de Kjöge. Por eso cambió
Knud de patrón, y se buscó otro en el interior de la ciudad, en un lugar donde no
crecieran saúcos.
Su taller estaba en las proximidades de un antiguo puente
amurallado, encima de un bajo molino de aguas que murmuraba eternamente; por debajo
fluía un río impetuoso, encajonado entre casas de cuyas paredes se proyectaban miradores
corroídos, siempre a punto de caerse al agua. No había allí saúcos, ni siquiera
una maceta con una planta verde, pero enfrente se levantaba un viejo y corpulento
sauce, que parecía agarrarse a la casa para no ser arrastrado por la corriente.
Extendía sus ramas por encima del río, exactamente como el del jardín de Kjöge lo
hacía por encima del arroyo.
En realidad, había ido a parar de la madre saúco al
padre sauce; especialmente en las noches de luna, aquel árbol le hacía pensar en
Dinamarca. Pero este pensamiento, más que de la luz de la luna, venía del viejo
sauce.
No pudo resistirlo; y ¿por qué no? Pregúntalo al sauce,
pregúntalo al saúco florido. Por eso dijo adiós a su maestro de Nuremberg y prosiguió
su peregrinación.
A nadie hablaba de Juana; se guardaba su pena en el
fondo del alma, dando una profunda significación a la historia de los pasteles de
alfajor. Ahora comprendía por qué el hombre llevaba una almendra amarga en el costado
izquierdo; también él sentía su amargor, mientras que Juana, siempre tan dulce y
afable, era pura miel. Tenía la sensación de que las correas de la mochila le apretaban
hasta impedirle respirar, y las aflojó, pero inútilmente. A su alrededor veía sólo
medio mundo, el otro medio lo llevaba dentro; tal era su estado de ánimo.
Hasta el momento en que vislumbró las altas montañas
no se ensanchó para él el mundo; sus pensamientos salieron al exterior, y las lágrimas
asomaron a sus ojos. Los Alpes se le aparecían como las alas plegadas de la Tierra,
y como si aquellas alas se abrieran, con sus cuadros maravillosos de negros bosques,
impetuosas aguas, nubes y masas de nieve.
“El día del Juicio Final, la Tierra levantará sus grandes
alas, volará a Dios y estallará como una burbuja de jabón en sus luminosos rayos.
¡Ah, si fuera el día del Juicio!”, suspiró.
Siguió errando por el país, que se le aparecía como
un vergel cubierto de césped; desde los balcones de madera lo saludaban con amables
signos de cabeza las muchachas encajeras, las cumbres de las montañas se veían teñidas
de rojo a los rayos del sol poniente, y cuando descubrió los verdes lagos entre
los árboles oscuros, le vino a la mente el recuerdo de la Bahía de Kjöge, y sintió
que su pecho se llenaba de melancolía, pero no de dolor.
En el lugar donde el Rin se precipita como una enorme
ola y, pulverizándose, se transforma en una clara masa de nubes blancas como la
nieve, como si allí se forjasen las nubes –con el arco iris flotando encima cual
una cinta suelta–, pensó en el molino de Kjöge, con sus aguas rugientes y espumeantes.
Gustoso se habría quedado en la apacible ciudad del
Rin; pero crecían en ella demasiados saúcos y sauces, por lo que prosiguió su camino,
cruzando las poderosas y abruptas montañas, a través de desplomadas paredes de rocas
y de senderos que, cual nidos de golondrinas, se pegaban a las laderas. Las aguas
mugían en las hondonadas, las nubes se cernían sobre su cabeza; por entre cardos,
rododendros y nieve fue avanzando al calor del sol estival, hasta que dijo adiós
a las tierras septentrionales, y entró en una región de castaños, viñedos y maizales.
Las montañas eran un muro entre él y todos sus recuerdos; y así convenía que fuera.
Se desplegaba ante él una ciudad grande y magnífica,
llamada Milán y en ella encontró a un maestro alemán que le ofreció trabajo; era
el taller de un matrimonio ya entrado en años, gente honrada a carta cabal. El zapatero
y su mujer tomaron afecto a aquel mozo apacible, de pocas palabras, pero muy trabajador,
piadoso y buen cristiano. También a él le parecía que Dios le había quitado la pesada
carga que oprimía su corazón.
Su mayor alegría era ir de vez en cuando a la grandiosa
catedral de mármol, que le parecía construida con la nieve de su patria, toda ella
tallada en estatuas, torres puntiagudas y abiertos y adornados pórticos; desde cada
ángulo de cada espira, de cada arco le sonreían las blancas esculturas. Encima tenía
el cielo azul; debajo, la ciudad y la anchurosa y verdeante llanura lombarda, mientras
al norte se desplegaba el telón de altas montañas nevadas… Entonces pensaba en la
iglesia de Kjöge, con sus paredes rojas, revestidas de yedra, pero no la echaba
de menos; quería que lo enterraran allí, detrás de las montañas.
Llevaba un año allí, y habían transcurrido tres desde
que abandonara su patria, cuando un día su patrón lo llevó a la ciudad, pero no
al circo a ver a los caballistas, sino a la Ópera, la gran ópera, cuyo salón era
digno de verse. Colgaban allí siete hileras de cortinas de seda, y desde el suelo
hasta el techo, a una altura que daba vértigo, se veían elegantísimas damas con
ramos de flores en las manos, como disponiéndose a ir al baile, mientras los caballeros
vestían de etiqueta, muchos de ellos con el pecho cubierto de oro y plata. La claridad
competía con la del sol más espléndido, y la música resonaba fuerte y magnífica,
mucho más que en el teatro de Copenhague; pero allí estaba Juana y aquí… ¡Sí, fue
como un hechizo! Se levantó el telón, y apareció también Juana, vestida de oro y
seda, con una corona en la cabeza. Cantó como sólo un ángel de Dios sabría hacerlo,
y se adelantó en el escenario cuanto le fue posible, sonriendo como sólo Juana sabía
sonreír; y miró precisamente a Knud.
El pobre muchacho agarró la mano de su maestro y gritó:
–¡Juana! –mas nadie lo oyó sino él, pues la música ahogó
su voz. Sólo su amo hizo un signo afirmativo con la cabeza.
–Sí, en efecto, se llama Juana –y, sacando un periódico,
le mostró su nombre escrito en él.
¡No, no era un sueño! Y todo el público la aclamaba,
y le arrojaba flores y coronas, y cada vez que se retiraba volvía a aplaudir llamándola
a la escena. Salió una infinidad de veces.
En la calle, la gente se agrupó alrededor de su coche,
y Knud se encontró en primera fila, loco de felicidad, y cuando, junto con todo
el gentío, se detuvo frente a su casa magníficamente iluminada, se halló él a la
portezuela del carruaje. Se apeó Juana, la luz le dio en pleno rostro, y ella, sonriente
y emocionada, dio las gracias por aquel homenaje. Knud la miró a la cara, y ella
miró a su vez a la del joven… mas no lo reconoció. Un caballero que lucía una condecoración
en el pecho le ofreció el brazo… Estaban prometidos, dijo la gente.
Luego Knud se fue a su casa y se sujetó la mochila a
la espalda. Quería volver a su tierra; necesitaba volver a ella, al saúco, al sauce
–¡ay, bajo aquel sauce!–. En una hora puede recorrerse toda una vida humana.
Lo instaron a que se quedara, pero ninguna palabra lo
pudo retener. Le dijeron que se acercaba el invierno, que las montañas estaban ya
nevadas; pero él podría seguir el rastro de la diligencia, que avanzaba despacio
– y así le abriría camino –, la mochila a la espalda y apoyado en su bastón.
Y tomó el camino de las montañas, cuesta arriba y cuesta
abajo. Estaba cansado, y no había visto aún ni un pueblo ni una casa; marchaba hacia
el norte. Fulguraban las estrellas en el cielo, le vacilaban las piernas, y la cabeza
le daba vueltas; en el fondo del valle centelleaban también estrellas, como si el
cielo se extendiera no sólo en las alturas, sino bajo sus pies. Se sentía enfermo.
Aquellos astros del fondo se volvían cada vez más claros y luminosos, y se movían
de uno a otro lado. Era una pequeña ciudad, en la que brillaban las luces, y cuando
se dio cuenta de lo que se trataba, hizo un último esfuerzo y pudo llegar hasta
una mísera posada.
Permaneció en ella una noche y un día entero, pues su
cuerpo necesitaba descanso y cuidados; en el valle deshelaba y llovía. A la mañana
se presentó un organillero, que tocó una melodía de Dinamarca, y Knud ya no pudo
resistir más tiempo. Anduvo días y días a toda prisa, como impaciente por llegar
a la patria antes de que todos hubieran muerto; pero a nadie habló de su anhelo,
nadie habría creído en la pena de su corazón, la pena más honda que puede sentirse,
pues el mundo sólo se interesa por lo que es alegre y divertido; ni siquiera los
amigos hubieran podido comprenderlo, y él no tenía amigos. Extranjero, caminaba
por tierras extrañas rumbo al norte. En la única carta que recibiera de su casa,
una carta que sus padres le habían escrito hacia largo tiempo, se decía: “No eres
un danés verdadero como nosotros. Nosotros lo somos hasta el fondo del alma. A ti
te gustan sólo los países extranjeros”. Esto le habían escrito sus padres. ¡Ay,
qué mal lo conocían!
Anochecía; él andaba por la carretera, empezaba a helar,
y el paisaje se volvía más y más llano, todo él campos y prados. Junto al camino
crecía un corpulento sauce. ¡Parecía aquello tan familiar, tan danés! Se sentó al
pie del árbol; estaba fatigado, la cabeza se le caía, y los ojos se le cerraban;
pero él seguía dándose cuenta de que el sauce inclinaba las ramas hacia él; el árbol
se le aparecía como un hombre viejo y fornido, era el padre sauce en persona, que
lo cogía en brazos y lo levantaba, a él, al hijo rendido, y lo llevaba a la tierra
danesa, a la abierta playa luminosa, a Kjöge, al jardín de su infancia. Sí, era
el mismo sauce de Kjöge que se había lanzado al mundo en su busca; y ahora lo había
encontrado y conducido al jardincito junto al riachuelo, donde se hallaba Juana
en todo su esplendor, la corona de oro en la cabeza, tal y como la viera la última
vez, y le decía:
–¡Bienvenido!
Y he aquí que vio delante de él dos extrañas figuras,
sólo que mucho más humanas que las que recordaba de su niñez; también ellas habían
cambiado. Eran los dos moldes de alfajor, el hombre y la mujer, que lo miraban de
frente y tenían muy buen aspecto.
–¡Gracias! –le dijeron a la vez–. Tú nos desataste la
lengua, nos enseñaste que hay que expresar francamente los pensamientos; de otro
modo nada se consigue, y ahora nosotros logramos algo: ¡Estamos prometidos!
Y se echaron a andar cogidos de la mano por las calles
de Kjöge; incluso vistos de espalda estaban muy correctos, no había nada que reprocharles.
Y se encaminaron directamente a la iglesia, seguidos por Knud y Juana, cogidos asimismo
de la mano; y la iglesia aparecía como antes, con sus paredes rojas cubiertas de
espléndida yedra, y la gran puerta de doble batiente abierta; resonaba el órgano,
mientras los hombres y mujeres avanzaban por la nave: “¡Primero los señores!”, decían;
y los novios de alfajor dejaron paso a Knud y Juana, los cuales fueron a arrodillarse
ante el altar; ella inclinó la cabeza contra el rostro de él, y lágrimas glaciales
manaron de sus ojos; era el hielo que rodeaba su corazón, fundido por su gran amor;
las lágrimas rodaban por las mejillas ardorosas del muchacho… Y entonces despertó,
y se encontró sentado al pie del viejo sauce de una tierra extraña, al anochecer
de un día invernal; una fuerte granizada que caía de las nubes le azotaba el rostro.
–¡Ha sido la hora más hermosa de mi vida – dijo –, y
fue sólo un sueño! ¡Dios mío, deja que vuelva a soñar! – y, cerrando los ojos, se
quedó dormido, soñando…
Hacia la madrugada empezó a nevar, y el viento arrastraba
la nieve por encima del dormido muchacho. Pasaron varias personas que se dirigían
a la iglesia, y encontraron al oficial artesano, muerto, helado, bajo el sauce.
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