Arturo Uslar Pietri
Los cuatros hombres
estaban en cuclillas junto a la puerta. Las cabezas gachas, las manos
descolgadas por entre las piernas jugueteando con yerbas y guijarros. Los
sombreros de cogollo sobre la nuca.
–¡Sale
perro! ¡Sale Corneta!
El
perro cazador de largas orejas y ojos lagrimosos que se había acercado a
husmear se alejó asustado.
–Buen
perro ese, Damián.
–¿Cuál,
Corneta? Muy bueno es.
–Como
para echárselo al de las doce puntas por esa costa de monte y cogerlo cansado.
Damián
sonrió con la cabeza en el pecho.
–Ese
es otro cantar. Ese venado se les ha ido a todos.
–Le
han salido los mejores perros y las mejores escopetas y se les ha ido el
condenado. ¿Tú lo has visto, Damián?
Las
manos morenas, huesudas y largas de Damián se alzaron hasta el sombrero. Lo
empujó más hacia atrás y enderezó la cabeza. Los ojos negros y mortecinos
pasaron por sobre las cabezas de los otros y vieron hacia el bosque tupido que
rodeaba la casa y cubría en marejada toda la poderosa forma del cerro.
–¿Yo?
Yo no le he visto. Si lo hubiera visto quién sabe.
De
dentro de la casa salió un quejido despacioso.
–No
se le quita la puntada a Benita.
Los
hombres volvieron la cabeza hacia la torcida casa de bahareque y techo de paja.
Se oía temblar la queja.
–No
se le quita. Ahí está tumbada desde hace tres días con ese mal.
–¿Y
no le has dado nada, Damián? Hay un cocimiento muy bueno para esa puntada.
–¡Guá!
Cómo no. Si se le ha dado. Ahí está con ella Domitila, su hermana, y es mucho
el cocimiento y el emplasto que la ha dado. Pero no se alienta. Se ha ido
poniendo peor. Hoy amaneció en ese solo grito. Así como ustedes la oyen. Estará
de Dios que se muera la mujer.
Los
otros parecieron doblarse más, con la cabeza más metida en el pecho.
–¿Y
no ha venido a verla el curandero?
–¿José
del Carmen? Lo llamé desde ayer, pero no pudo venir. Le mandó un pañuelo y unas
yerbas para que se lo pusieran. Hoy debe venir por ahí.
Al
rato de silencio se oyeron unos ladridos lejanos. Venían de abajo, del pie del
monte. Los hombres oyeron con ansiedad.
–Es
por la Madre Vieja.
Se
levantaron, dieron vuelta a la casa y se llegaron a la parte posterior, donde
el plano volvía a derrumbarse en pendiente verde y boscosa hacia el valle.
–Es
allá abajo, allá en la Madre Vieja. Oigan.
Damián
se puso la mano ahuecada en el oído. Eran ladridos guturales, entrecortados,
anhelosos.
–Han
echado bastantes perros. Oigan el tronido.
–Han
debido levantar. Levantaron venado.
Se
oían, junto con los ladridos, gritos lejanos que azuzaban los perros.
Los
hombres miraban hacia la cuesta cercana con inquieta fijeza. Se oían más claros
los ladridos y los gritos.
–Cogieron
la Quebrada de la Danta. Es buen lance. ¿Será el de las doce puntas?
–Buen
día.
Se
volvieron a la voz. Un indio viejo y flaco, con el sombrero oscuro metido hasta
los ojos, había salido al claro junto a la casa.
Damián
se adelantó a encontrarlo.
–Buen
día, José del Carmen.
Los
otros se acercaron.
–¿Cómo
que está enferma la mujer?
–Tiene
una puntada que la está matando.
–Ajá.
¿Y cuándo le empezó?
–Hace
unos tres días.
–¿De
noche o de día?
–Fue
por la madrugadita cuando me despertó con el quejido.
–¿Había
luna?
–Una
luna así de grande, como para velar dantas.
–Ajá.
Los
ladridos y los gritos reaparecieron más claros y más cerca. Todos callaron de
nuevo.
–Parece
que están echando un lance de venado por la quebrada para arriba, pero no se ha
oído ni un tiro.
–Será
el de las doce puntas y se les habrá ido. A ese no lo cogen tan fácil.
–Quién
sabe –dijo Damián maquinalmente.
–Mejor
así –dijo el curandero.
–¿Mejor
por qué, José del Carmen?
–Porque
esos animales así no son como los otros y traen desgracia. Mejor es que no lo
encuentren.
Al
callar se dieron cuenta de que los ladridos y los gritos se habían apagado
nuevamente.
–-Vamos
a ver a la mujer.
–Nosotros
nos vamos, Damián. Que se aliente Benita.
–Que
se aliente Benita.
–Adiós,
pues.
Damián
llegó a la puerta con el curandero.
–Mejor
es que entre usted solo, José del Carmen. Con ella está su hermana Domitila.
Con
las manos a la espalda se arrecostó a la pared. Podía oír las voces del
curandero y de las mujeres, pero no parecía entenderlas. Se habían vuelto a oír
los ladridos de la jauría y los gritos de los perreros. Se alejaban faldeando.
Se oían ladridos y voces dispersas en varias direcciones.
–Perdieron
el rastro del venado. Ese ladrido no es de venado. De seguro que los perros
levantaron algún zorro.
Más
lejos aún se oía una corneta llamando. Los perreros gritaban los nombres de los
perros.
–¡To,
to, to…!
Al
rato todo volvió a quedar en silencio. Se oía a veces algún ruido vago que
volaba desfigurado desde la distancia.
Damián
dio la vuelta a la casa. Abrió una puerta pequeña que cerraba un candado. Entró
sin hacer ruido. Tomó la escopeta que colgaba de un clavo; el cuerno de la
pólvora, el zurrón de las municiones.
Al
volver a salir apareció el perro Corneta moviendo el rabo. Lo llamó en voz baja
y lo ató con una soga de una estaca. El perro aulló mirándole alejarse.
Tomó
la vereda bosque arriba sin volverse a mirar la casa.
A
poco de andar ya estaba solo entre árboles, entre sombras de árboles, entre
sonidos de árboles, entre profundidad de árboles. Altos guamos, cedros de hojas
menudas y voladoras, bejucos colgados y enredados, arbustos, tupidos helechos
entre la tierra negra y las yerbas. La vereda subía faldeando en vueltas
inesperadas perdiéndose entre matojos y troncos. Una vibración de hojas le
hacía alzar la cabeza hacia una rama alta por donde pasaba la mancha fugaz de
una ardilla. En dos tonos de cansancio, repetidos, como resuello fatigoso, como
anuncio, el canto de un pájaro lo acompañaba.
Damián
se detuvo a quitarse las alpargatas. Se las ató al cinturón. Los dedos de los
pies desnudos apretaron la tierra húmeda y negruzca. Fresca estaba. El pie se
hundía un poco con el ligero temblor de la marcha.
–¿Para
dónde va? Si saliera ahora el venado de las doce puntas. El que trae desgracia,
José del Carmen. El año de la sequía habían matado un venado de doce puntas.
Mejor es que no lo encuentren, dice José del Carmen. Pero ¿Para dónde va? Ya
está lejos del rancho. ¿Qué le estará haciendo José del Carmen a Benita? Está
muy enferma Benita con esa puntada en el costado. Se ha puesto vieja Benita.
Damián,
mejor es que se vaya con su rochela para otra parte.
Entonces
estaba muchacha. Y hacía una morisqueta muy graciosa con la boca. Y siempre
tenía el mechón de pelo sobre los ojos. Si esta no es rochela. De verdadita
verdadita es la cosa. Si no me quieres, este hombre se va a malograr. Me voy a
malograr, Benita, por culpa tuya. Quítate el pelo de los ojos que no te veo la
cara.
Se
detuvo. Unas huellas de animal cruzaban la vereda. Se puso en cuclillas para
observarlas mejor. Eran recientes. Son de danta. Gorda la condenada. Iba para
abajo, para la quebrada. Por entre las yerbas y los helechos iba el rastro.
Pero se puso de nuevo en pie y siguió subiendo.
Venirse
a enfermar Benita. Una mujer tan sana. Nunca se cansaba. Nunca se ponía triste.
Siempre estaba haciendo algo. Estaba pilando el maíz y cantaba. Estaba
barriendo y cantaba. Estaba lavando y cantaba. Sino una vez. Mejor es que yo me
vaya, Damián. Estás loca, mujer. No estoy loca. Yo sé que tú quieres tener
hijos. Yo te lo conozco. Tú quieres tener hijos como todos los hombres. Y yo no
los voy a tener. Ya llevamos muchos años juntos para saberlo. Yo soy como una
vaca horra, Damián. No sirvo para nada. Las vacas horras no sirven para nada.
¿Para qué sirven? Cállate, Benita, no digas eso. Tú eres una mujer muy buena y
yo te quiero mucho.
Escupió.
La boca le sabía amarga.
Yo
te quiero mucho, Benita. ¿Qué me importa a mí no tener hijos? Eso lo dispone
Dios. Yo no te cambio por ninguna. Por ninguna con todos los hijos del mundo.
Tú eres la que yo quiero. Si no tenemos hijos, no importa.
Se
le iba haciendo la respiración fatigosa. Debía llevar largo rato marchando. La
escopeta empezaba a molestarle en la espalda. La tomó en la mano. Todo parecía
quieto y silencioso. Cerca se oía el menudo latido de un hilo de agua. Salía de
entre los helechos y cruzaba la vereda. Se arrodilló para tomar. Sintió el
fresco del agua penetrarle por la garganta reseca y por el pecho.
Así
había sido cuando estuvo muriendo con la calentura. Se tocaba la cabeza
caliente como una piedra de fogón. Todo lo veía oscuro. Eran lo mismo el día y
la noche. Pero Benita no lo desamparaba. Cuando abría los ojos la veía al lado.
Le daba miedo quedarse dormido. Le daba miedo quedarse solo. Se dormía con la
mano de Benita agarrada y se despertaba dando un salto. Benita, Benita, ¿Dónde
estás? Ahí estaba. Ahí le hablaba. Quédate quieto, Damián. Quédate tranquilo.
Tranquilo. No pasa nada. Nada. No pasa nada. Duerme, Damián. Duerme tranquilo.
Tranquilo. Aquí estoy yo. Y se volvía a despertar sofocado, caliente como una
brasa, dando manotazos en lo oscuro. Benita, Benita, ¿Dónde estás? Estate
quieto, Damián. Estate quieto. ¿No me ves? Aquí estoy yo.
Iba
caminando con más lentitud, con más pesadez. Afirmaba pesadamente los pies y
los arrastraba un poco. Llevaba la escopeta por el cañón, y la culata también
arrastrada por la tierra. El zurrón le golpeaba en la espalda. Ya hacía rato
que no se oía ni el canto de un pájaro. Tan solo la raya verde de una culebra
cruzó la vereda ondulando. Pero él siguió sin detenerse.
Ya
debía ir lejos. Iban clareando los helechos. Los árboles eran menos altos. En
los pies sentía la tierra más seca. Llevaba mucho tiempo caminando. Estaba
lejos del rancho. Allá estaría Benita con Domitila y con José del Carmen el
curandero. Y con esa puntada metida como una lanza. Y él caminando por el monte
arriba. Tan lejos. ¿Y qué iba a hacer en el rancho? ¿Qué hace un hombre en el
rancho? ¿Para qué sirve? Oía el quejido de Benita. Lo mismo que cuando
degüellan un becerro. Yo sé que me voy a morir, Damián. Está de Dios. Y es lo
mejor. No hables tanta zoquetada, Benita. Es lo mejor, Damián. Es lo mejor. No
digas tanta zoquetada, Benita. Cállate. Yo sé que me voy a morir, Damián, y es
lo mejor. Benita, por Dios, cállate. Tú puedes encontrar otra mujer. Benita, no
digas eso que el Señor te va a castigar. Puedes encontrar otra mujer mejor que
yo. Una mujer buena que te dé hijos. Cállate, Benita, que pareces una
condenada. Una mujer que te dé hijos, Damián, para que cuando se muera no te
vayas a quedar solo. No hables más de eso, Benita, por Dios. Tú no te vas a
morir. Tú no te vas a morir. Tú te vas a alentar. Tú verás que te vas a
alentar. No hables más de eso. Mira que eso es malo.
Se
paró en seco. Estaba en el borde de una cuchilla. Cerca, en una explanada, se
abría un claro estrecho. En medio estaba el venado de las doce puntas. Era él.
Grande, oscuro, viejo. Había alzado la cabeza y parecía ventear. La enmarañada
cornamenta se desplegaba abierta. Damián le contó las puntas. Diez, once y
doce. Qué animal tan lindo.
Con
mucho sigilo se arrodilló sin ruido. El animal parecía inquieto. Tendió la
escopeta cargada. La culata cubierta de barro fresco le tocó la mejilla. Por la
mira le veía la paleta delantera junto al costillar. El animal y él se habían
quedado en una quietud maravillosa. Reventó el trueno del disparo sacudiendo el
aire. El venado dio un gran salto y cayó en tierra. Quedó medio oculto entre
las yerbas que cubrían el claro.
Damián
se puso de pie. Había matado el venado. Aquella mancha marrón entre la yerba
era el venado de las doce puntas. Todo estaba quieto, pero el disparo seguía
resonando en las lejanías y en los ecos. Eran como otros disparos más pequeños,
más lejanos, más sordos. Ya parecía que se apagaba uno y venía resonando otro,
de otra quiebra, de otra loma, de otra cuesta. Damián movía la cabeza alelada
al son de los ecos que se iban sucediendo y respondiendo en la distancia. Todo
resonaba con el eco del disparo. Santo Dios, que tiro para sonar. Óyelo, por
allá vuelve otra vez. En todo el monte estaba. Saltaba de un lado a otro por
sobre la cabeza de Damián. Damián movía la cabeza asustado y sobrecogido. Allá,
lejísimos, sonaba todavía un eco.
Era
muy poco lo que se distinguía del venado muerto entre la yerba. Pero Damián no
daba un paso para acercarse. Tenía la boca abierta descolgada y la respiración
corta y silbosa como de perro. Maté al de las doce puntas. Lo que son las
cosas. Muerto, muertico de un solo tiro. Sin buscarlo. Todos lo buscaban y va
Damián y lo encuentra. Para él estaba. Lo estaba esperando en aquella loma.
Sería para avisarle. No ha debido matarlo. Traen desgracia esos animales raros.
Como lo dijo José del Carmen. Allá estaría Benita con su puntada. Ave María
Purísima. No. Mejor es no tocarlo. Mejor es dejarlo. Mejor es irme. Esto trae
desgracia.
Tomó
el camino del regreso apresuradamente. Sentía prisa por llegar a la casa. Ahora
regresando ligero se daba cuenta de lo lejos que había ido. Caminaba y
caminaba. No se veía ni el techo del rancho. Había que pasar la cuchilla y caer
en la otra quebrada. Tú no te vas a morir, Benita. Mejor es no hablar de eso.
No. No. No digas tantas zoquetadas. Tú te vas a alentar. Aquí estoy yo. Aquí
estoy yo, Benita. Casi iba corriendo. Una vez pasada la cuchilla abandonó la
vereda y se lanzó cuesta abajo en línea recta por lo espeso del monte. Así
llegaría más pronto. La escopeta se le enredaba en los bejucos y en los
troncos. Pero él empujaba con el pecho y braceaba abriéndose camino.
Hasta
que salió de los últimos matorrales sobre la loma de la casa. Allí estaban los
hombres que habían vuelto. Cruzados de brazos y en fila recostados a la pared.
Y se oía el grito de Domitila y el llanto de varias mujeres adentro. Se le
cortó la prisa. Poco a poco se fue acercando. Los hombres lo veían sin hablarle
con unas caras serias.
–¿Se
murió?
–Se
murió Benita, hace rato.
Dejó
caer la escopeta, el zurrón y el cuerno al suelo. Entró a la habitación. Sobre
la cama estaba Benita ya amortajada. Parecía muy tranquila. Junto a la cama
Domitila y otras mujeres lloraban a gritos. Venía humo del fogón. Estaban
cocinando guarapo. Damián se apretó los dientes sobre el labio y se torció con
fuerza los dedos. Al rato se quitó el sombrero y se persignó. En los dedos
sintió la frente bañada de sudor.