Juan José Arreola
El propósito original de Nabónides, según el profesor Rabsolom, era simplemente
restaurar los tesoros arqueológicos de Babilonia. Había visto con tristeza las gastadas
piedras de los santuarios, las borrosas estelas de los héroes y los sellos anulares
que dejaban una impronta ilegible sobre los documentos imperiales. Emprendió sus
restauraciones metódicamente y no sin una cierta parsimonia. Desde luego, se preocupó
por la calidad de los materiales, eligiendo las piedras de grano más fino y cerrado.
Cuando se le ocurrió copiar de nuevo las ochocientas
mil tabletas de que constaba la biblioteca babilónica, tuvo que fundar escuelas
y talleres para escribas, grabadores y alfareros. Distrajo de sus puestos administrativos
un buen número de empleados y funcionarios, desafiando las críticas de los jefes
militares que pedían soldados y no escribas para apuntalar el derrumbe del imperio,
trabajosamente erigido por los antepasados heroicos, frente al asalto envidioso
de las ciudades vecinas. Pero Nabónides, que veía por encima de los siglos, comprendió
que la historia era lo que importaba. Se entregó denodadamente a su tarea, mientras
el suelo se le iba de los pies.
Lo más grave fue que una vez consumadas todas las restauraciones,
Nabónides no pudo cesar ya en su labor de historiador. Volviendo definitivamente
la espalda a los acontecimientos, sólo se dedicaba a relatarlos sobre piedra o sobre
arcilla. Esta arcilla, inventada por él a base de marga y asfalto, ha resultado
aún más indestructible que la piedra. (El profesor Rabsolom es quien ha establecido
la fórmula de esa pasta cerámica. En 1913 encontró una serie de piezas enigmáticas,
especie de cilindros o pequeñas columnas, que se hallaban revestidas con esa sustancia
misteriosa. Adivinando la presencia de una escritura oculta, Rabsolom comprendió
que la capa de asfalto no podía ser retirada sin destruir los caracteres. Ideó entonces
el procedimiento siguiente: vació a cincel la piedra interior, y luego, por medio
de un desincrustante que ataca los residuos depositados en las huellas de la escritura,
obtuvo cilindros huecos. Por medio de sucesivos vaciados seccionales, logró hacer
cilindros de yeso que presentaron la intacta escritura original. El profesor Rabsolom
sostiene, atinadamente, que Nabónides procedió de este modo incomprensible previendo
una invasión enemiga con el habitual acompañamiento de furia iconoclasta. Afortunadamente,
no tuvo tiempo de ocultar así todas sus obras.)
Como la muchedumbre de operarios era insuficiente, y
la historia acontecía con rapidez, Nabónides se convirtió también en lingüista y
en gramático: quiso simplificar el alfabeto, creando una especie de taquigrafía.
De hecho, complicó la escritura plagándola de abreviaturas, omisiones y siglas que
ofrecen toda una serie de nuevas dificultades al profesor Rabsolom. Pero así logró
llegar Nabónides hasta sus propios días, con entusiasmada minuciosidad; alcanzó
a escribir la historia de su historia y la somera clave de sus abreviaturas, pero
con tal afán de síntesis, que este relato sería tan extenso como la Epopeya de
Gilgamesh, si se le compara con las últimas concisiones de Nabónides.
Hizo redactar también –Rabsolom dice que la redactó
él mismo– una historia de sus hipotéticas hazañas militares, él, que abandonó su
lujosa espada en el cuerpo del primer guerrero enemigo. En el fondo, tal historia
era un pretexto más para esculpir tabletas, estelas y cilindros.
Pero los adversarios persas fraguaban desde lejos la
perdición del soñador. Un día llegó a Babilonia el urgente mensaje de Creso, con
quien Nabónides había concertado una alianza. El rey historiador mandó grabar en
un cilindro el mensaje y el nombre del mensajero, la fecha y las condiciones del
pacto. Pero no acudió al llamado de Creso. Pero después, los persas cayeron por
sorpresa en la ciudad, dispersando el laborioso ejército de escribas. Los guerreros
babilonios, descontentos, combatieron apenas, y el imperio cayó para no alzarse
más de sus escombros.
La historia nos ha trasmitido dos oscuras versiones
acerca de la muerte de su fiel servidor. Una de ellas lo sacrifica a manos de un
usurpador, en los días trágicos de la invasión persa. La otra nos dice que fue hecho
prisionero y llevado a una isla lejana. Allí murió de tristeza, repasando en la
memoria el repertorio de la grandeza babilonia. Esta última versión es la que se
acomoda mejor a la índole apacible de Nabónides.
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