José Carlos Canalda
Hace
tan sólo unos años Paco el Chirla hubiera sido simplemente un vago o un
maleante; pero hoy, a tenor de las nuevas corrientes sociales, es un honroso
marginado… Cambio éste, dicho sea de paso, que no ha supuesto la menor
alteración en su tradicional modo de vida, que continúa siendo exactamente el
mismo desde hace más de veinte años. Paco, de hecho, malvive gracias a sus
trapicheos y cambalaches oficiando normalmente de trapero, circunstancialmente
de descuidero y, cuando la necesidad aprieta, de traficante de drogas en
pequeña escala; eso sí, huyendo siempre de la violencia ya que él es, y se
siente orgulloso de ello, uno de los pocos que van quedando de la vieja
escuela, muy escasos ya frente a una nueva ola que recurre a la menor ocasión a
la navaja o a la pistola… Los tiempos cambian, pero Paco no.
Transcurría el mes de agosto. En aquella calurosa
época la gran ciudad estaba semidesierta y el Chirla, bastante conservador en
todo lo que se refería a sus hábitos, había renunciado a trasladarse
temporalmente a la bulliciosa costa mediterránea, prefiriendo sobrevivir, como
lo hacía siempre, a costa de los inmensos desechos vomitados por la metrópoli
en cuyos arrabales vivía. Lo que para muchos era tan sólo basura para él
representaba un auténtico tesoro del cual vivía y en el que había llegado a
encontrar, en una ocasión, hasta una gruesa pulsera de oro. En realidad bastaba
con hacer caso omiso de los posibles escrúpulos introduciéndose sin miedo ni
asco entre los grandes montones de detritus… Y hacía ya mucho que Paco había
dejado de preocuparse por la sensibilidad de su tacto o de su olfato.
Aquella mañana, al igual que
cualquier otra, Paco abandonó su chabola apenas hubo despuntado el sol estival,
a una hora en la que ni las emanaciones ni las ratas hacían demasiado molesto
su trabajo. Armado con un viejo saco de arpillera y una larga y resistente
barra metálica como únicas herramientas, se dirigió hacia el cercano basurero
en busca de su sustento diario. Normalmente en verano solía disminuir el
volumen de basura depositada, a causa de las vacaciones, pero en compensación
era posible encontrar mejores botines debido a las obras de reforma que muchas
fábricas y oficinas acostumbraban a realizar aprovechando el descanso de sus
empleados.
Maestro en la labor debido a su ya larga
experiencia, el Chirla comenzó a hurgar con su vara en los nuevos montones
depositados durante la noche, extrayendo de vez en cuando algún que otro objeto
interesante que introducía rápidamente en su mugriento morral. Sin embargo, no
era un buen día; tras varias horas de trabajo el calor comenzaba a apretar y el
hedor comenzaba a ser insoportable incluso para su embrutecida pituitaria, por
lo que pronto tendría que retirarse sin más botín que unos cuantos kilos de chatarra,
algo de aluminio (principalmente latas de bebida) y un desportillado tostador
con el cable cortado. Por si fuera poco un afilado trozo de vidrio le había
producido un respetable corte en la mano izquierda y, si bien a Paco no le
preocupaba lo más mínimo la posibilidad de una infección, lo cierto era que le
dolía bastante.
Iba el Chirla por la vigésima cuarta maldición en
el último cuarto de hora cuando su instrumento de trabajo chocó con algo que
emitió un sonido metálico. El oído del trapero era finísimo y el ruido no le
pasó desapercibido, por lo que rápidamente apartó los montones de basura que
cubrían el objeto, descubriendo instantes después una sucia y abollada lámpara
de aceite.
Evidentemente se trataba de un objeto de adorno;
nadie se alumbraba ya con tales antiguallas, y hasta el Chirla utilizaba
modernas velas para vencer la oscuridad de su mísera vivienda. Enjugándose el
abundante sudor que le perlaba el rostro con el dorso de la mano buena, Paco
estudió con ojos profesionales su deslucido trofeo. Quizá Nemesio, el
quincallero, le diera por ella una buena cantidad, y si no siempre podría
venderla como chatarra; últimamente el latón se estaba pagando bastante bien.
Porque era latón. Esta vez no le engañaría el
ladrón de Nemesio, y si no iría a ver al Tío Tripa; todo antes que malvender su
pequeño tesoro. Hacía mucho tiempo que no cogía una buena borrachera, y ya iba
siendo hora de que lo hiciera. Pero estaba tan sucia la dichosa lámpara…
Rezongando para su interior, el Chirla se sacó un faldón de la sucia camisa e
intentó limpiar es un decir la desportillada lámpara.
Paco el Chirla no era un hombre miedoso y eso lo
sabía todo el vecindario; pero una cosa era eludir a la policía o enfrentarse a
los niñatos de la banda del Caracortao y otra muy distinta encontrarse con una
lámpara que no hacía más que echar humo y más humo…
La soltó como si de una víbora venenosa se tratara;
pero aunque su mente ordenaba desesperadamente la huida, sus piernas se negaban
en redondo a obedecer… Y mientras tanto, la condenada lámpara no dejaba de
soltar humo.
Segundos después los atónitos ojos del paralizado
Chirla veían cómo la nube se condensaba adoptando una forma vagamente humana,
que poco a poco adquiría solidez convirtiéndose en la fornida figura de un
gigante de rasgos orientales y más de tres metros de altura, con una
envergadura a tono con su talla. A pesar de todo lo que le echara en cara Rosa
la Pasmá cada vez que se acercaba a ella (aunque en el fondo estaba convencido
de que la única razón para su rechazo era que él no tenía ni un duro), el Chirla
se consideraba una persona inteligente… Cada vez que podía iba a la terraza de
verano del barrio, y recordaba que hacía un par de años había visto allí El
ladrón de Bagdad; por ello, se sintió plenamente orgulloso cuando, a pesar de
su irresistible miedo, se dirigió al genio (porque era un genio, de eso no
cabía la menor duda) sin esperar a que éste rompiera su silencio.
–¡Tú eres un genio! –exclamó atropelladamente; y
tras recobrar el aliento, continuó–. ¡Y me tienes que conceder tres deseos!
–Bueno, por lo menos éste ha ido al grano –suspiró
el gigantón con alivio–. Estás en lo cierto, amo y señor. ¿Cuál es el primero
de ellos?
Repentinamente sorprendido por su éxito, el Chirla
se quedó sin saber qué decir… Pero él había sido siempre un hombre de
reacciones rápidas, por lo que apenas unos segundos después respondió sin
titubear.
–Quiero comer… Y beber. La mejor comida que nunca
se haya hecho, y en tanta cantidad que pueda estar comiendo hasta reventar. ¡Y
rápido! –apremió.
–Tus deseos son órdenes, mi amo –fue la escueta
respuesta.
Sin saber cómo pudo haber ocurrido, el Chirla se
encontró súbitamente en el interior de su destartalada vivienda. El genio había
desaparecido sin dejar rastro, pero esto no le importaba ahora lo más mínimo
porque prácticamente todo el espacio útil de la chabola se encontraba ocupado
por una enorme mesa repleta de los más exquisitos manjares… O al menos eso le
parecía, dado que muchos de ellos le resultaban completamente desconocidos.
Huelga decir que el afortunado trapero se lanzó
sobre la apetitosa comida y el no menos atractivo vino como si su estómago
llevara al menos una semana en huelga de hambre; lo cual, en el fondo, no se
encontraba demasiado alejado de la realidad. Y, aunque tuvo ciertas
dificultades con alimentos tales como los percebes o el caviar, acabó
venciéndolas merced a su demostrada habilidad en la práctica del método del
ensayo y error. Jamás en su vida había comido tanto y tan bueno y, cuanto más
comía, más y más exquisitas viandas aparecían misteriosamente sobre la
atiborrada mesa, circunstancia ésta que no le preocupaba lo más mínimo.
Pero la resistencia humana siempre tiene un límite,
y el tragaldabas del Chirla no tardó demasiado en alcanzarlo. Ahíto por
completo de comida y bebida, e ignorante del viejo truco consistente en
provocar los vómitos para poder así continuar con el ágape, el bueno de Paco
acabó derrumbándose víctima de un sopor irrefrenable.
Cuando despertó, ignorante por completo del tiempo
transcurrido, comenzaba a anochecer y la suave luz rojiza del ocaso se
introducía por las rendijas de la chabola iluminando débilmente su interior,
ahora vacío de nuevo. Tras vacilar unos instantes tratando inútilmente recordar
su pasado más inmediato, Paco el Chirla intentó incorporarse de su duro jergón,
sintiendo como si la totalidad de la flota de los camiones de la basura, que
eran los vehículos de mayor tamaño que él conocía, le hubiera pasado por encima
repetidas veces, tal era el estado en el que se encontraba su dolorido cuerpo.
Evidentemente la falta de costumbre había hecho que el atracón no le sentara
demasiado bien.
Girando penosamente la cabeza en un intento de
luchar contra el lacerante dolor que martilleaba en el interior de su cráneo,
pudo atisbar al fin la vieja y ahora valiosa lámpara, arrumbada en un rincón de
la chabola. Durante un instante le invadió la tentación de pedir al genio que
suprimiera todas las molestias que laceraban su cuerpo; pero esto consumiría
uno de los dos deseos restantes, y él tenía otros planes más ambiciosos. Por
esta razón, y aplicando el conocido refrán que afirma que un clavo saca a otro
clavo, se levantó lentamente tratando de dirigirse hacia el lugar en el que se
encontraba su preciado tesoro.
Sin embargo, su debilidad era francamente
preocupante, tal como pudo comprobar al tenerse que apoyar en la pared para no
caer de bruces al suelo; de hecho, tan sólo recordaba haberse encontrado así en
ocasión de la paliza que le propinaron aquellos gitanos del clan del Jetasucia;
era una extraña borrachera, sin duda, pero teniendo en cuenta la diferencia
abismal que existía entre la porquería aguada de la taberna del Tío Pellejos y
los exquisitos vinos que había bebido hasta hartarse…
Encogiéndose estoicamente de hombros, el debilitado
Chirla se arrastró como buenamente pudo hasta que logró alcanzar la lámpara.
Evidentemente, en esta ocasión no se asustó lo más mínimo ante la espectacular
aparición del genio.
–¿Te complació la comida, mi amo? –preguntó
afectuosamente éste a guisa de saludo.
–¡Oh, no estaba mal! –respondió torpemente tratando
de adoptar un aire de indiferencia que no era en modo alguno capaz de sentir–.
Pero ahora quiero que me concedas el segundo deseo.
–Eres persona de decisiones rápidas –concedió el
sobrenatural ser–. Dime qué deseas.
–Quiero una mujer. Y que sea muy guapa.
–Me temo, mi amo, que…
–¿Intentas acaso desobedecerme? –explotó el
trapero, celoso de que se pusiera en duda su potestad.
–¡Oh, mi amo, nada más lejos de mi intención! –respondió
conciliador el genio–. Pero quiero hacerte presente que mi poder no es
ilimitado.
–¿Acaso no puedes crear una mujer para mí?
–No lo que se entiende por una mujer; ninguna
dificultad tendría en crear un cuerpo, pero me resultaría imposible alumbrar un
alma.
–¿Y cómo sería el cuerpo? –preguntó ansiosamente el
Chirla abriendo unos ojos como platos; obviamente, éste era el único factor que
le interesaba.
–Tendría todos los atributos femeninos y estaría
viva, por supuesto, pero carecería de mente por completo; no pensaría, y
tampoco hablaría. Sería tan sólo un vegetal con forma humana.
–¿Y quién te ha pedido que hable, pedazo de animal?
–explotó el trapero–. No la quiero para discutir de fútbol ni de política, y
con que sepa hacer lo que tiene que hacer será más que suficiente.
–Creo que ya te comprendo, mi amo, y en eso sí
puedo complacerte. ¿Cómo la deseas?
–Pues… –titubeó; tantas facilidades eran mucho más
de lo que hubiera esperado el sufrido Chirla–. Rubia, con los ojos azules, y
además que tenga…
La chica que apareció en la chabola reunía
absolutamente todos los requisitos solicitados por Paco el Chirla… Y unos
cuantos adicionales más. ¡Y qué requisitos! Paco solía ir siempre que podía,
que no era tan a menudo como él quisiera, a casa de la Chata, y se consideraba
ingenuamente un experto en mujeres; pero Mimí (la había llamado así en recuerdo
de una chica que vio en una película) rompía absolutamente todos los moldes.
¡Qué chica!
Durante toda esa larga noche el feliz trapero se
sintió como si estuviera en el mismo paraíso. Retozando con su Mimí en la
mullida cama que había aparecido a la par de ella, Paco descubrió que, aunque
la chica no hablaba, ni puñetera falta que hacía, era tremendamente experta en
otros menesteres infinitamente más interesantes conforme sus propios criterios.
A la mañana siguiente el Chirla despertó de nuevo
en su nada confortable jergón. Estaba solo, ya que tanto la chica como la cama
se habían esfumado tan silenciosamente como antes habían aparecido; pero el
recuerdo de la noche pasada continuaba fresco en su memoria sin que tuviera que
hacer ningún esfuerzo para recrearse en tan placentera experiencia. Además, se
encontraba mejor que nunca al haber desaparecido todos sus dolores.
Sin embargo, las cosas comenzaron a no ir tan bien
desde el momento en el que Paco intentó levantarse; no se trataba en esta
ocasión de una sensación de debilidad similar a la que tuviera a raíz de su
primer deseo, sino de la imposibilidad total y absoluta de mover un solo
músculo de su desfallecido cuerpo. Y esto, como era natural, le alarmó.
Levantando la cabeza con un enorme esfuerzo, observó que la providencial
lámpara se encontraba a su lado, hecho éste que tuvo la virtud de
tranquilizarlo. Aún le quedaba un deseo, y aunque su intención hubiera sido la
de pedirle al genio un buen montón de dinero, ahora se veía abocado a solicitar
algo mucho más pragmático y necesario.
Le llevó varios minutos poder alcanzar la lámpara,
pero cuando finalmente apareció el genio se sintió aliviado al pensar que su
extraña inmovilidad iba a desaparecer definitivamente. Lástima de deseo
desperdiciado… Pero la salud era lo primero.
–Cúrame –exigió al genio una vez éste se hubo
materializado.
–Imposible, amo.
–¿Cómo que imposible? –de haber podido incorporarse
a buen seguro que Paco hubiera intentado estrangular a su interlocutor–. ¿Te
niegas a obedecerme?
–No, mi amo; simplemente, no puedo hacerlo.
–¿Por qué? –gimió con desconsuelo.
–Ya te dije que no soy omnipotente. Todos mis
poderes están limitados por las leyes físicas.
–¿Qué leyes físicas? –evidentemente estas palabras
no decían mucho al iletrado trapero.
–La ley de conservación de la energía,
fundamentalmente –explicó el genio– Yo no puedo crear cosas de la nada, y para
materializar los deseos que tú me pediste tuve que tomar energía de alguna
parte.
–Y la tomaste de mí, maldito. –Paco no entendía
gran cosa de energías y absolutamente nada de física, pero intuía que debía
existir alguna relación entre la lámpara y su actual debilidad.
–¿De dónde la iba a tomar si no? –preguntó a su
vez, con un tono de sorpresa en su voz, el gigantesco ser.
–¡De cualquier otro lado, maldita sea! –sollozó el
Chirla–. De cualquier sitio menos de mí.
–No tenía posibilidad de hacerlo de otra manera, mi
amo –se disculpó el genio–. No me está permitido establecer flujos abiertos de
energía, ya que ello podría provocar graves alteraciones en las leyes de la
entropía.
–¡Maldita sea toda esa jerga! –Era evidente que el
infeliz trapero no había entendido una sola palabra de la explicación. –Entonces,
¿cómo podría haberme beneficiado con los deseos sin salir perjudicado por
ellos?
–Era muy sencillo, mi amo –respondió calmosamente
el genio–. Bastaba con que me hubieras pedido algo que, consumiendo muy poca
energía, pudiera rendir grandes beneficios… Muchos me han solicitado el
resultado de la quiniela de la semana siguiente o el gordo de la lotería de
navidad; otros más refinados quisieron que les indicara cuáles eran las mejores
acciones para invertir en bolsa; y hace varios siglos solía ser bastante
habitual que yo informara a mis amos sobre la localización de tesoros ocultos
o, incluso de minas de oro o piedras preciosas.
–¿Y por qué no me lo dijiste antes? –le espetó con
amargura el Chirla–. ¿Por qué no lo hiciste?
–Porque no me lo preguntaste –fue la escueta
respuesta.
–¡Vete al infierno! –exclamó el Chirla con sus
últimas fuerzas, sin caer en la cuenta de que aún le quedaba un deseo.
–Esto es precisamente lo que he estado deseando
durante varios milenios –respondió el genio con evidente satisfacción–.
Gracias, mi amo, por permitirme acabar con mi destierro.
Y dicho esto desapareció sin dejar rastro,
llevándose con él la lámpara que durante tanto tiempo le sirviera de obligada
residencia.
Dos días más tarde Francisco García Pérez, más
conocido en su barrio como Paco el Chirla, ingresaba en el hospital víctima de
una desnutrición extrema; al menos durante varios meses pudo comer caliente
todos los días. Todavía hoy, totalmente recuperado de su amarga experiencia,
suele lamentarse con frecuencia de su mala suerte… Pero lo que nunca ha
comentado a nadie, ni siquiera al Chuchurrío que es su mejor amigo, es lo que
le aconteció con la maldita lámpara; y es que le han dicho que en los
sanatorios psiquiátricos no se vive nada, pero que nada bien.
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