J. M. Machado de Assis
Se llama Falcão mi hombre.
Aquel día –catorce de abril de 1870– quien entrase a su casa, a las diez de la noche,
lo vería paseándose por el comedor, en mangas de camisa, pantalón negro y corbata
blanca, refunfuñando, gesticulando, suspirando, evidentemente afligido. A veces
se sentaba; otras, se apoyaba en la ventana, mirando hacia la playa, que era la
de Gamboa. Pero, en cualquier lugar o actitud se demoraba poco tiempo.
–Hice
mal –decía él–, muy mal. ¡Tan amigos que éramos! ¡Tan amorosa que fue siempre conmigo!
¡Iba llorando, pobrecita! Hice mal, muy mal… ¡Al menos que sea feliz!
Si
yo dijera que este hombre vendió una sobrina, no me creerán; si caigo más bajo y
menciono el precio, diez contos de reis, me darán la espalda con desprecio e indignación.
Sin embargo, basta ver esta mirada felina, estos dos labios, maestros del cálculo,
que incluso cerrados parecen estar contando algo, para adivinar en seguida que el
rasgo capital de nuestro hombre es la voracidad del lucro. Entendámonos: ¡él cultiva
el arte por el arte, no ama el dinero por lo que le puede dar, sino por lo que es
en sí mismo! Que nadie pretenda verlo usufructuar de las grandes comodidades de
la vida. No tiene una cama blanda, ni una mesa fina, ni carruaje, ni blasones. No
se gana dinero para derrocharlo, decía él. Vive de migajas; todo lo que acumula
es para la contemplación. Va muchas veces hasta la caja de caudales, que está en
la alcoba, con el único fin de hartar sus ojos en la contemplación de las barras
de oro y en los manojos de títulos. Otras veces, impulsado por un refinamiento de
su erotismo pecuniario, los contempla en su memoria. En este particular, todo lo
que yo pueda decir estaría por debajo de la elocuencia con que hablaría cualquiera
de las cosas que él mismo podría afirmar o hacer en 1857.
Ya
entonces millonario, o casi, encontró en la calle dos niños conocidos suyos, que
le preguntaron si un billete de cinco mil reis que les había dado un tío, era verdadero.
Circulaban por entonces algunos billetes falsos y los niños lo recordaron mientras
paseaban. Falcão iba con un amigo. Tomó trémulo el billete, lo examinó bien, lo
miró de un lado, luego de otro…
–¿Es
falso? –preguntó con impaciencia uno de los niños.
–No,
es verdadero.
–Devuélvamelo
–dijeron al unísono los niños.
Falcão
dobló el billete lentamente, sin quitarle los ojos de encima; después lo reintegró
a los pequeños, y volviéndose hacia su amigo, que lo aguardaba, le dijo con el mayor
candor del mundo:
–Da
gusto ver dinero, aunque no sea de uno.
A
tal punto llegaba su amor al dinero: hasta la contemplación desinteresada. ¿Qué
otro motivo podía tener para detenerse frente a las vidrieras de los cambistas,
cinco, diez, quince minutos, lamiendo con los ojos las pilas de libras y francos,
tan prolijitos y amarillos? El mismo sobresalto con que tomó el billete de cinco
mil reis, era un rasgo sutil, era el terror ante el posible billete falso. A nadie
odiaba tanto como a los falsificadores de monedas, no porque fueran criminales,
sino por lo perjudiciales que resultaban, porque desmoralizaban el dinero bueno.
El
lenguaje de Falcão bien valdría un estudio. Cierto día, en 1864, volviendo del entierro
de un amigo, aludió al esplendor del cortejo, exclamando con entusiasmo: “¡Sostenían
el cajón tres mil contos!” y, como uno de los oyentes no le entendiese de inmediato,
Falcão concluyó de la extrañeza del otro que en el fondo dudaba de él, y detalló:
“Fulano cuatrocientos, Zutano seiscientos… Sí, señor, seiscientos; hace dos años,
cuando disolvió la sociedad con el suegro, ya andaban por más de quinientos…” Y
así prosiguió, demostrando, sumando y concluyendo: “¡Exactamente, tres mil contos!”
No
era casado. Casarse era despilfarrar el dinero. Pero los años pasaron, y a los cuarenta
y cinco empezó a sentir cierta necesidad moral, que no comprendió en seguida, y
que era la nostalgia de la paternidad. No la falta de una mujer, no la de parientes,
sino la de un hijo o hija, que para él sería como recibir un patacón de oro. Desgraciadamente,
para cosechar tales beneficios ahora debería haber acumulado el capital en el momento
debido, no podía empezar recién para ganarlo más tarde. Le quedaba la alternativa
de la lotería; la lotería le dio el premio grande.
Murió
su hermano y tres meses después su cuñada, dejando huérfana una hija de once años.
Él la quería mucho, al igual que a otra sobrina, hija de una hermana viuda; las
besaba una y otra vez cuando las visitaba; llegaba incluso al delirio de llevarles,
una y otra vez, galletitas. Vaciló un poco, pero finalmente recogió a la huérfana;
ella era la hija anhelada. No cabía en sí de la alegría; durante las primeras semanas,
casi no salía de su casa, siempre a su lado, oyendo sus cuentos y festejándole todas
sus ocurrencias.
Se
llamaba Jacinta, y no era linda; pero tenía la voz melodiosa y era de modales suaves.
Sabía leer y escribir, empezaba a aprender música. Trajo el piano consigo, el método
y algunos ejercicios; no pudo traerse al profesor, porque el tío entendió que era
mejor ir practicando lo que había aprendido, y un día… más tarde… Once años, doce
años, trece años, cada año que pasaba creaba un nuevo vínculo que ataba al viejo
solterón a la hija adoptiva, y viceversa. A los trece, Jacinta dirigía la casa;
a los diecisiete era señora absoluta de todo. No abusó de su poder; era naturalmente
modesta, frugal, medida.
–¡Un
ángel! –decía Falcão a Paco Borges.
Este
Paco Borges tenía cuarenta años, y era propietario de un depósito portuario de mercaderías.
Iba a jugar con Falcão por la noche. Jacinta presenciaba los partidos. Tenía por
entonces dieciocho años; no estaba más linda, pero decían todos que “se estaba poniendo
muy atractiva”. Era menuda, y al dueño del depósito le encantaban las mujeres pequeñas.
Sus sentimientos fueron correspondidos y la atracción se transformó en amor.
–¡Comencemos!
–decía Paco Borges al entrar, luego de los saludos.
Las
cartas eran la sombrilla de los dos enamorados. No jugaban por dinero; pero Falcão
tenía tal sed de lucro, que contemplaba las propias fichas y las contaba cada diez
minutos, para ver si ganaba o perdía. Cuando perdía, se apoderaba de él un desaliento
incurable, y él se replegaba poco a poco en el silencio. Si la suerte se empeñaba
en perseguirlo, terminaba el partido y se levantaba de la mesa tan melancólico y
ciego, que la sobrina y su novio podían tomarse de las manos una, dos, tres veces,
sin que él advirtiese nada.
Esto
ocurría en 1869. A principios de 1870 Falcão propuso a Paco Borges una venta de
acciones. No las tenía, pero olfateó una gran baja, y calculaba ganarle de una sola
vez treinta o cuarenta contos a Paco. Éste le respondió diplomáticamente que andaba
pensando en proponerle lo mismo. Dado que ambos querían vender y ninguno de ellos
comprar, podían unirse y proponer la venta a un tercero. Encontraron al tercero,
y cerraron trato a sesenta días. Falcão estaba tan contento al volver del negocio,
que el socio le abrió su corazón y le pidió la mano de Jacinta. Fue lo mismo que
si, de repente, empezara a hablar en turco. Falcão lo miró, pasmado, sin entender.
¿Que le diese su sobrina? Pero entonces…
–Sí,
te confieso que deseo ardientemente casarme con ella, y a ella… pienso que también
le agradaría casarse conmigo.
–¡De
ninguna manera! –interrumpió Falcão–. No, señor; es una niña, no estoy de acuerdo.
–Pero
escúchame…
–No
tengo nada que escuchar, no quiero.
Regresó
a su casa irritado y aterrorizado. La sobrina se desvivió queriendo saber qué le
ocurría, finalmente él le contó todo, y la llamó desagradecida. Jacinta empalideció;
amaba a los dos, y los veía tan unidos que no se imaginó nunca ante la disyuntiva
de tener que contraponer sus afectos. A solas en su cuarto, lloró largamente; después
le escribió una carta a Paco Borges rogándole por las cinco llagas de Nuestro Señor
Jesucristo que no provocase ningún escándalo ni se peleara con el tío; le decía
que esperase y le juraba un amor eterno.
No
se pelearon los dos amigos; pero los encuentros fueron haciéndose más esporádicos
y fríos. Jacinta no se reunía con ellos en el comedor, o si lo hacía se retiraba
en seguida. El terror de Falcão era enorme. Él amaba a su sobrina con un amor de
perro, que persigue y muerde a los extraños. La quería para sí, no como hombre,
sino como padre. La paternidad natural infunde fuerzas para consumar el sacrificio
de la separación; la paternidad de Falcão era impostada y, tal vez por eso mismo,
más egoísta. Nunca había pensado en perderla; ahora, empero, eran treinta mil los
recaudos que tomaba para evitarlo, ventanas cerradas, advertencias a la criada negra,
una vigilancia perpetua, un incesante control de gestos y palabras, una auténtica
caza de brujas.
Entre
tanto el sol, modelo de todo funcionario, continuó sirviendo puntualmente a los
días, uno a uno, hasta llegar a los dos meses del plazo convenido para la entrega
de las acciones. Éstas debían bajar, según las previsiones de los dos; pero las
acciones, como las loterías y las batallas, se burlan de los cálculos humanos. En
aquel caso, además de burla, hubo crueldad, porque ni bajaron ni se mantuvieron
estables, sino que repuntaron hasta convertir el esperado lucro de los cuarenta
contos en una pérdida de veinte.
Fue
entonces cuando Paco Borges tuvo una ocurrencia genial. En la víspera, cuando Falcão,
abatido y mudo, paseaba por el comedor su desencanto, Borges le propuso costear
solo todo el déficit, si él accedía a darle la mano de su sobrina. A Falcão se le
encendieron los ojos.
–¿Que
yo…?
–Exactamente
–interrumpió el otro riendo.
–No,
no…
No
quiso; tres o cuatro veces rechazó el ofrecimiento. La primera impresión había sido
de alegría, eran diez contos que no se irían de su bolsillo. Pero la idea de separarse
de Jacinta era insoportable y la rechazó. Durmió mal. De mañana, encaró la situación,
ponderó las cosas, consideró que, entregándole al otro su sobrina, no perdía totalmente,
mientras que de no proceder así, los diez contos se esfumaban irremediablemente.
Y, además, si ella lo quería y él la quería a ella ¿por qué razón separarlos? Todas
las hijas se casan, y los padres se contentan viéndolas felices. Corrió a casa de
Paco Borges y llegaron a un acuerdo.
–Hice
mal, muy mal –vociferaba él la noche del casamiento–. ¡Tan amigos que éramos! ¡Tan
amorosa que fue siempre conmigo! Iba llorando, pobrecita… Hice mal, muy mal.
Había
cesado el terror de los diez contos; empezaba el hastío de la soledad. A la mañana
siguiente, fue a visitar a la pareja. Jacinta no se limitó a ofrecerle un buen almuerzo,
sino que, además, lo llenó de mimos y atenciones; pero ni éstos ni el almuerzo le
restituyeron la alegría. Al contrario, la felicidad de la pareja lo entristeció
más. Al regresar a su casa no encontró la carita tierna de Jacinta. Nunca más volvería
a oír sus canciones de niña y muchacha; no sería ella quien le haría el té, quien
habría de traerle, por la noche, cuando él quisiese leerlo, el viejo tomo gastado
de Saint–Clair de las Islas, dádiva de 1850.
–Hice
mal, muy mal…
Para
remediar el daño hecho, transfirió el juego de cartas a la casa de la sobrina, y
allá iba, por la noche, a vérselas con Paco Borges. Pero la fortuna cuando flagela
a un hombre, le desbarata todas sus bazas. Cuatro meses más tarde, los recién casados
se fueron a Europa; la soledad tomó las dimensiones de la extensión del mar. Falcão
tenía por entonces cincuenta y cuatro años. Ya aceptaba con más resignación el casamiento
de Jacinta; tenía, incluso, el plan de ir a vivir con ellos, ya sea gratuitamente,
o mediante una pequeña retribución, que calculó que sería mucho más económica que
el gasto que le demandaba vivir solo. Todo se esfumó; ahí está él otra vez en la
situación en que se encontraba ocho años antes, con la diferencia de que la suerte
le había arrancado la copa entre dos tragos.
Así
estaban las cosas cuando cayó en su casa otra sobrina. Era la hija de su hermana
viuda, que, al borde de la muerte, le pedía encarecidamente que se ocupase de ella.
Falcão no prometió nada, porque un cierto instinto lo llevaba a no prometer jamás
nada a nadie, pero lo cierto es que recibió a la sobrina tan pronto como su hermana
cerró los ojos. No tuvo recelos de ningún tipo; por el contrario, le abrió las puertas
de su casa con el júbilo de un alma enamorada, y casi bendijo la muerte de su hermana.
Volvía a recuperar a la hija perdida.
“Ésta
ha de cerrar mis ojos”, se decía.
No
era fácil. Virginia tenía dieciocho años, sus facciones eran hermosas y originales;
era esbelta y atractiva. Para evitar que se la arrebataran, Falcão empezó por donde
había terminado la primera vez: ventanas cerradas, advertencias a la criada negra,
salidas contadas, sólo con él y mirando hacia el suelo. Virginia no se mostró enfadada.
–Nunca
fui ventanera –decía ella–, y me parece muy feo que una muchacha viva pendiente
de lo que ocurre en la calle.
Otro
recaudo de Falcão fue no traer a su casa sino hombres de cincuenta años para arriba
o casados, cuando eran menores. Por último, dejó de inquietarse por la baja de las
acciones. Y todo eso era innecesario porque la sobrina no se ocupaba de otra cosa
que de él y de la casa. A veces, como la vista del tío comenzaba a disminuir mucho,
le leía ella misma alguna página del Saint–Clair de las Islas. Para suplantar a
los compañeros de mesa, cuando faltaban, aprendió a jugar a las cartas, y sabiendo
que a su tío le gustaba ganar, siempre lograba perder. Llegaba más lejos: cuando
perdía mucho, simulaba estar ofuscada o triste, con el único propósito de darle
a su tío una pizca más de placer. Él entonces se reía con ganas, se burlaba de ella,
le decía que su nariz era larga, pedía un pañuelo para enjugarle las lágrimas; pero
no dejaba de contar sus fichas de diez en diez minutos, y si alguna caía al suelo
(eran granos de maíz) bajaba la vela para recogerla.
Tres
meses más tarde, Falcão se enfermó. La molestia no fue grave ni larga; pero el terror
de la muerte se apoderó de su espíritu, y fue entonces cuando pudo advertirse hasta
qué punto llegaba su apego a la muchacha. Cada visitante que llegaba era recibido
con rispidez, o por los menos con sequedad. Los íntimos padecían más, porque él
les decía brutalmente que todavía no era un cadáver, que la presa todavía estaba
viva, que los buitres se equivocaban de olor, etcétera. Virginia, en cambio, nunca
tuvo que sufrir un solo instante de mal humor. Falcão la obedecía en todo, con pasividad
de niño, y cuando reía era porque ella lo hacía reír.
–Vamos,
tome su remedio, déjese de rezongos, usted es ahora mi hijo…
Falcão
sonreía y bebía el preparado. Ella se sentaba al borde de la cama, le narraba cuentos,
vigilaba el reloj para darle a horario los caldos o la carne de gallina, le leía
el sempiterno Saint–Clair. Llegó la convalecencia. Falcão salió a dar algunos paseos,
en compañía de Virginia. La prudencia con que ésta, dándole el brazo, iba mirando
las piedras de la calle, cuidándose de encarar los ojos de algún hombre, le encantaba
a Falcão.
“Ésta
ha de cerrar mis ojos”, se repetía. Un día llegó a pensarlo en voz alta:
–¿No
es cierto que tú habrás de cerrar mis ojos?
–¡No
diga tonterías!
Allí
mismo, en la calle, él se detuvo, le estrechó fuertemente las manos, agradecido,
no sabiendo qué decir. Si tuviese la facultad de llorar, seguramente en aquel instante
sus ojos se habrían humedecido. De vuelta en casa, Virginia corrió a su habitación
a releer una carta que le entregara en la víspera una tal doña Bernarda, amiga de
su madre. Estaba fechada en Nueva York y traía por toda firma este nombre: Reginaldo.
Uno de los párrafos decía así:
Parto
de aquí en el vapor del día 25. Espérame. No sé todavía si iré a verte en seguida
o no. Tu tío debe acordarse de mí; me vio en casa de mi tío Paco Borges, el día
del casamiento de tu prima…
Cuarenta
días después desembarcaba este Reginaldo, llegado de Nueva York, con treinta años
cumplidos y trescientos mil dólares. Veinticuatro horas después visitó a Falcão,
que lo recibió apenas con educación. Pero Reginaldo era fino y práctico; dio con
la cuerda principal de su interlocutor y la hizo tañer. Le habló de los prodigiosos
negocios de los Estados Unidos, las hordas de monedas que corrían de uno a otro
de los océanos que bañaban sus costas. Falcão lo escuchó deslumbrado y le pedía
más y más información. Entonces el otro le hizo un extenso recuento de las compañías
y bancos, acciones, saldos de finanzas públicas, riquezas particulares, organización
municipal de Nueva York; le describió los grandes palacios consagrados al comercio…
–Realmente
es un gran país –decía Falcão de cuando en cuando. Y luego de tres minutos de reflexión–,
pero, por lo que usted cuenta, sólo hay oro.
–Oro,
sólo, no; hay mucha plata y papel; pero allí papel y oro es la misma cosa. Y ni
qué hablar de monedas de otras naciones. Le mostraré una colección que traigo. Mire:
para ver lo que es aquello basta fijarse en mí: fui allá pobre, tenía veintitrés
años; al cabo de siete años, traigo seiscientos contos.
Falcão
se estremeció:
–Yo,
a su edad, –confesó–, apenas si llegaba a cien.
Estaba
encantado. Reginaldo le dijo que necesitaba dos o tres semanas para contarle los
milagros del dólar.
–¿Cómo
dice usted que se llama?
–Dólar.
–¿Me
creerá si le digo que nunca vi esa moneda?
Reginaldo
sacó del bolsillo del chaleco un dólar y se lo mostró. Falcão, antes de tenerlo
en su mano, lo atrapó con los ojos. Como estaba un poco oscuro, se incorporó y fue
hasta la ventana para examinarlo bien de ambos lados; después lo restituyó a su
dueño, elogiando mucho el dibujo y la acuñación, agregando que nuestros antiguos
patacones eran también muy lindos.
Las
visitas se repitieron. Reginaldo resolvió pedir la mano de la muchacha. Ésta, empero,
le dijo que era preciso obtener primero la anuencia del tío; no se casaría contra
su voluntad. Reginaldo no se desanimó. Se empeñó en redoblar sus atenciones para
con Falcão; abarrotó al tío de Virginia de dividendos fabulosos.
–A
propósito, nunca me mostró su colección de monedas –le dijo un día Falcão.
–Venga
mañana a mi casa.
Falcão
fue. Reginaldo le mostró la colección metida en un mueble cuyos cuatro lados eran
de vidrio. La sorpresa de Falcão fue extraordinaria; esperaba encontrar una cajita
con un ejemplar de cada moneda, y encontró montañas de oro, plata, bronce y cobre.
Falcão les echó una ojeada general y colectiva; después empezó a observarlas en
detalle. Sólo reconoció las libras, los dólares y los francos; pero Reginaldo las
nombró todas: florines, coronas, rublos, dracmas, pesos, rupias, toda la numismática
del trabajo, concluyó poéticamente.
–Pero
¡qué paciencia la suya para juntar todo esto! –dijo él.
–No
fui yo quien las juntó –replicó Reginaldo–; la colección pertenecía al expolio de
un personaje de Filadelfia. Me costó una bagatela: cinco mil dólares.
En
verdad, la colección valía más. Falcão salió de allí con la colección en el alma;
le habló de ella a su sobrina e imaginariamente desordenó y volvió a ordenar las
monedas, como un amante revuelve los cabellos de la amada para volver a acariciarlos
otra vez. Esa noche soñó que era un florín, que un jugador lo arrojaba a la mesa
del lansquenet, y que él traía consigo, hacia el bolsillo del jugador, más de doscientos
florines. A la mañana siguiente, para consolarse, fue a contemplar las primeras
monedas que tenía en la caja de caudales; pero no encontró el consuelo que buscaba.
El mejor de los bienes es el que no se posee. Días después, estando en el comedor
de su casa, le pareció ver una moneda en el suelo. Se agachó para recogerla; no
era una moneda, era una simple carta. La abrió distraídamente y la leyó asombrado:
era de Reginaldo y estaba dirigida a Virginia…
–¡Basta!
–me interrumpe el lector–; adivino lo demás. Virginia se casó con Reginaldo, las
monedas pasaron a manos de Falcão, y eran falsas…
No,
señor, eran verdaderas. Hubiera sido más ético que, para castigo de nuestro hombre,
fuesen falsas; pero ¡ay de mí!, yo no soy Séneca, no paso de un Suetonio que contaría
diez veces la muerte de César, si él resucitase diez veces, pues no retornaría a
la vida sino para volver al imperio.
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