Philip K. Dick
–¡Roog! –dijo el perro.
Apoyó las patas
en el borde de la cerca y miró en torno suyo.
El roog irrumpió
corriendo en el patio.
Despuntaba la
mañana y el sol aún no había salido. El aire era gris y frío y las paredes de la
casa estaban cubiertas de una película de humedad. Sin dejar de mirar, el perro
entreabrió las fauces y clavó las garras negras en la madera de la cerca.
El roog se detuvo
junto a la puerta abierta del patio. Era pequeño, delgado y blanco y las patas apenas
parecían sostenerlo. El roog parpadeó y el perro le enseñó los dientes.
–¡Roog! –repitió.
El eco repitió
el sonido en la silenciosa penumbra matinal. Todo estaba callado y apacible. El
perro se puso a cuatro patas y atravesó el patio en dirección a la escalera del
porche. Se sentó en el primer peldaño y miró al roog. Éste le devolvió la mirada.
Luego alargó el cuello hacia la ventana de la casa y la husmeó.
El perro cruzó
el patio a la carrera. Golpeó la cerca y el portón tembló y crujió bajo la fuerza
del impacto. El roog se alejó a toda prisa por el sendero con un trotecillo ridículo.
El perro se echó junto a los maderos de la cerca, con la respiración agitada y la
lengua roja colgando. Siguió contemplando al roog mientras se alejaba.
El perro yació
en silencio. Sus ojos negros brillaban. Amanecía. El cielo empezó a clarear. El
aire de la mañana transportó los sonidos de la gente que despertaba. Las luces se
encendieron detrás de los visillos. Una ventana se abrió al frío de la mañana.
El perro continuó
inmóvil. Vigilaba el sendero.
La señora Cardossi vertió agua
en la cafetera. Una nube de vapor la cegó por un instante. Dejó el pote en el borde
de la cocina y entró en la alacena. Cuando salió, Alf estaba en la puerta poniéndose
las gafas.
–¿Tienes el
periódico? –preguntó.
–Está afuera.
Alf Cardossi
atravesó la cocina. Corrió el pestillo de la puerta trasera y salió al porche. Contempló
la mañana húmeda y gris. Boris estaba echado junto a la cerca, negro y peludo, con
la lengua fuera.
–Mete la lengua
–dijo Alf. El perro levantó la vista al momento. Golpeó la tierra con la cola–.
La lengua. Mete la lengua.
El perro y el
hombre intercambiaron una mirada. El perro gimoteó. Tenía los ojos brillantes y
enfebrecidos.
–¡Roog! –dijo
suavemente.
–¿Qué? –Alf
miró a su alrededor–. ¿Viene alguien? ¿El chico de los periódicos?
El perro lo
miró con la boca abierta.
–Hace unos días
que te veo alterado –dijo Alf–. Deberías tranquilizarte. Ya somos demasiado viejos
para estas excitaciones.
Entró en la
casa.
Salió el sol. La calle se llenó
de luz y color. El cartero hacía su ruta habitual, cargado de cartas y revistas.
Los niños correteaban, riendo y charlando.
A eso de las
once la señora Cardossi barrió el porche. Hizo una pausa y aspiró una bocanada de
aire.
–Hoy huele bien
–comentó–. Hará buen tiempo.
Cuando el sol
de mediodía comenzó a castigar la tierra, el perro negro se estiró bajo el porche.
Su pecho se movía al compás de la respiración. Los pájaros jugueteaban en el cerezo,
graznando y parloteando entre sí. Boris levantaba la cabeza de vez en cuando
y los miraba. Al cabo de un rato se levantó y trotó hacia el árbol.
Fue entonces
cuando reparó en los dos roogs sentados en la cerca. Tenían los ojos clavados en
él.
–Es grande –dijo
el primer roog–, más que la mayoría de los guardianes.
El otro roog
asintió con un balanceo de la cabeza. Boris, muy quieto, los vigilaba, con
el cuerpo rígido. Los roogs permanecían en silencio mientras contemplaban al enorme
perro con la golilla de pelo blanco hirsuto que adornaba su cuello.
–¿Cómo está
la urna de las ofrendas? –preguntó el primer roog–. ¿Está casi llena?
–Sí –confirmó
el otro–. Casi a punto.
–¡Eh, tú! –gritó
el primer roog–. ¿Me oyes? Esta vez hemos decidido aceptar las ofrendas. Recuerda
que debes dejarnos entrar. No queremos más tonterías.
–No lo olvides
–añadió el otro–. No durará mucho.
Boris no dijo nada.
Los dos roogs
saltaron de la cerca y fueron hasta el sendero. Uno de ellos sacó un mapa y ambos
lo consultaron.
–Esta zona no
es la más adecuada para un primer ensayo –dijo el primer roog–. Demasiados guardianes…
En cambio, la zona norte…
–Ellos ya han
decidido –dijo su compañero–. Hay tantos factores…
–Por supuesto.
Echaron una
mirada a Boris y se apartaron un poco más de la cerca. El perro no pudo escuchar
el resto de la conversación.
Después los
roogs guardaron el mapa y se alejaron por el sendero.
Boris se acercó a la cerca y olfateó los maderos. Cuando descubrió el
olor enfermizo y hediondo de los roogs se le erizó el pelo del lomo.
Cuando Alf Cardossi llegó a casa
por la noche el perro montaba guardia junto al portón, escudriñando el sendero.
Alf entró al patio.
–¿Cómo estás?
–preguntó, palmeando el costillar del perro–. ¿Continúas preocupado? Últimamente
estás muy nervioso. No eras así antes.
Boris gimoteó y miró a su amo con insistencia.
–Eres un buen
perro, Boris. Demasiado grande, sin embargo. Seguro que ya no te acuerdas
de cuando eras un cachorrillo.
Boris se restregó contra la pierna del hombre.
–Eres un buen
perro –volvió a repetir Alf–. Me gustaría saber qué te preocupa.
Entró en la
casa. La señora Cardossi estaba preparando la mesa para cenar. Alf fue a la sala
de estar y se quitó el sombrero y la chaqueta. Dejó la fiambrera sobre la mesa y
volvió a la cocina.
–¿Qué sucede?
–preguntó la señora Cardossi.
–El perro debería
dejar de ladrar y hacer ruidos. Los vecinos volverán a quejarse con la policía.
–Ojalá no tengamos
que regalárselo a tu hermano –dijo la señora Cardossi con los brazos cruzados–.
A veces parece que se haya vuelto loco, en especial los viernes por la mañana, cuando
vienen los basureros.
–Quizá se le
pase pronto –repuso Alf. Encendió su pipa y fumó con solemnidad–. Antes no era así.
Espero que recobre la tranquilidad.
–Ya veremos
–dijo la señora Cardossi.
El sol salió, frío y ominoso.
La niebla colgaba de los árboles y se situaba en las partes más bajas.
Era el viernes
por la mañana.
El perro negro
estaba tendido bajo el porche, con el oído alerta y los ojos bien abiertos. Tenía
el pelaje endurecido por el rocío y al respirar desprendía nubes de vapor que se
mezclaban con el escaso aire que corría. De repente ladeó la cabeza y se enderezó
de un salto.
Un débil pero
penetrante sonido llegaba desde la distancia.
–¡Roog! –gritó
Boris mirando alrededor.
Corrió hacia
el portón, se alzó sobre las patas traseras y apoyó las delanteras en la cerca.
El sonido se
repitió de nuevo, más fuerte, no tan lejano como antes. Era estridente y metálico,
como si algo rodara o una gigantesca puerta se abriera.
–¡Roog! –gritó
Boris.
Escudriñó ansiosamente
las ventanas oscurecidas que había por encima de su cabeza. Nada se movió. Nada.
Y entonces vio
que los roogs avanzaban por la calle. Los roogs y su camión avanzaban bamboleándose,
traqueteando sobre las piedras con gran estrépito.
–¡Roog! –volvió
a gritar Boris.
Sus ojos brillaban
en las tinieblas. Luego se calmó. Se echó en el suelo y esperó, atento al menor
sonido.
Los roogs detuvieron
el camión frente a la casa. Pudo oír cómo se abrían las puertas y bajaban a la calzada.
Boris empezó a correr en círculos. Gimió y apuntó con el hocico hacia la
casa.
El señor Cardossi
se incorporó un poco en la tibia oscuridad del dormitorio y echó un vistazo al reloj.
–Maldito perro
–murmuró–. Maldito perro.
Hundió el rostro
en la almohada y cerró los ojos.
Los roogs bajaban
por el sendero. El primer roog empujó la puerta hasta que cedió. Los roogs entraron
en el patio. El perro retrocedió.
–¡Roog! ¡Roog!
–gritó.
El horrible
y acre olor de los roogs lo hizo salir huyendo.
–La urna de
las ofrendas –dijo el primer roog–. Creo que está llena –sonrió al aterrorizado
perro–. Muy amable de tu parte.
Los roogs se
acercaron al cubo de metal; uno de ellos quitó la tapa.
–¡Roog! ¡Roog!
–gritaba Boris, acurrucado junto al primer escalón del porche.
Temblaba de
miedo. Los roogs levantaron el cubo y lo pusieron de costado. El contenido se desparramó
sobre el suelo y los roogs destrozaron las bolsas de papel. Eligieron las mondaduras
de naranja, los trozos de pan tostado y las cáscaras de los huevos.
Uno de los roogs
se metió una cáscara de huevo en la boca y la destrozó con un crujido.
–¡Roog! –gritó
Boris casi para sí, perdida toda esperanza.
Los roogs casi
habían terminado de recoger las ofrendas. Hicieron una pausa y miraron a Boris.
Entonces, lenta
y silenciosamente, alzaron la vista hacia la casa y examinaron las paredes, el estuco
y la ventana con el visillo de color pardo todavía corrido.
–¡ROOG! –chilló
Boris, y avanzó hacia los intrusos con ágiles movimientos, enfurecido y asustado
al mismo tiempo.
Los roogs se
apartaron de la ventana a regañadientes. Salieron por el portón y lo cerraron.
–Mírenlo –dijo
el último roog con desprecio mientras levantaba el extremo de la manta hasta la
altura del hombro.
Boris cargó contra la cerca, con las fauces abiertas y dispuestas a triturar.
El roog más grande agitó los brazos frenéticamente y Boris retrocedió. Se
estiró al pie de la escalera del porche, con la boca aún abierta. Dejó escapar un
terrible gemido de desdicha, un aullido que expresaba toda su tristeza y desesperación.
–Vámonos –dijo
uno de los roogs al que permanecía junto a la cerca.
Echaron a andar
por el sendero.
–Bueno, excepto
estos lugarejos custodiados por los guardianes, la zona ha quedado despejada –dijo
el roog más grande–. Me alegraré cuando hayamos acabado con este guardián en particular.
Nos causa muchos problemas.
–No te impacientes
–sonrió otro roog–. Tenemos el camión repleto. Dejemos algo para la semana que viene.
Todos los roogs
rieron. Ascendieron el sendero transportando las ofrendas en la manta sucia que
se hundía por el centro.
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