Manuel Komroff
El Dios de las Preocupaciones
no tiene nada que hacer. Duerme todo el día. Hace ya mucho tiempo que hizo su obra,
y la hizo bien. Cargó al mundo de preocupaciones, y ahora el mundo rueda solo.
El hombre nace,
vive y muere. Cuando cierra una preocupación, abre otra. La preocupación lo acompaña
siempre, y cuando muere, alguien se la hereda. Así es la cosa. En otras palabras,
la cantidad de preocupaciones es siempre la misma, es indestructible y no obedece
a ninguna ley física. Nunca se agota su energía. De manera que cuando el Dios de
la Preocupación hizo su obra, llenando el mundo de su espíritu, ya no tuvo nada
que hacer y se echó a dormir.
Pero al otro
día, después de miles de años de pacífico reposo, despertó de repente, gritando:
–¡Ya no se quejen!
Estoy cansado de escuchar tanta queja dolorida. El hombre nace siendo un lamento
continuo y nada lo puede satisfacer. Por eso es justo que tenga encima esa carga.
Se los voy a probar.
Después de estas
palabras airadas que tronaron en el espacio, este señor Lucifer de la Preocupación,
esta criatura que cargó el mundo de dolor, doblegando al hombre, que llenó a Job
de granos e infectó a la Humanidad con la pus de la tristeza; este Dios demonio,
peludo monarca de la miseria humana, monstruo barrigón, voló desde el cielo en un
giro silbante, cayendo en ambos pies sobre la ciudad de Nueva York, la metrópoli
del mundo.
–Bien. Magnífico.
Ni se discuta nada. Con que no les gustan sus preocupaciones… Perfectamente. Con
que no las pueden aguantar ni un momento más, con que los vuelve locos, los empuja
al suicidio… Aquí estoy yo. Vine a aliviarlos de sus preocupaciones. Vayan a sus
casas a empacarlas y asegúrense de no dejar ni una fuera…
–Un momento
–dijo alguno de los mirones–, aquí hay alguna trampa.
–No, no hay
nada de trampa. Empaquen sus preocupaciones, y yo se las daré a alguna otra persona.
Sus preocupaciones son perfectamente buenas, son magníficas, y si ustedes no las
quieren, alguna otra persona las querrá.
–No. A nadie
le gustaría tener nuestras preocupaciones.
–Magnífico.
Váyanse a casa. Empáquenlas. No dejen ni una olvidada. Átenlas perfectamente, y
pongan su nombre y dirección en el paquete.
–¿Y nos quitará
nuestras preocupaciones, así, todas de una vez?
–Sí. Traigan
los paquetes a la Estación Central de ferrocarriles.
La noticia se
desparramó por la enorme ciudad en un instante.
–¡Dios, Dios,
Dios! –exclamaba un predicador negro en Harlem–. Ha llegado el día. El hombre va
a echar su gran carga de preocupación por la borda del barco de la vida. ¡Dios,
Dios! El Moisés de los judíos era como un cochero comparado con este gran compañero
que nos quita las preocupaciones. ¡Reza! ¿No les da vergüenza, negros jugadores
de dados, vestidos como si estuvieran de fiesta? ¡Empaquen sus preocupaciones y
hagan oración! ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!
Y del lado del
este, los judíos se inclinaban dando gracias por el gran acontecimiento. Y los pobres
italianos en la Pequeña Italia, ellos también, aplastados bajo la carga, daban suspiros
de alivio. Y los húngaros y rusos, los chinos y rumanos, los griegos y los españoles,
franceses, daneses, suecos, yanquis y surianos, los del oeste y los neoyorquinos
mismos, todos aplaudían con alegría infantil. Tal día como éste nunca se había visto.
Y yo no pude
esperar. Corrí a mi casa. Tenía el propósito de comprar el mejor papel de envoltura
que se pudiera conseguir. No me sorprendió ver a los vendedores ambulantes abandonar
la mercancía e irse corriendo a sus casas. ¡Qué era vender unas cuantas naranjas
y calabazas tiernas comparado con quitarse de encima las preocupaciones! Eso no
me sorprendió, pero sí me admiré de ver a los millonarios salir de sus clubes y
tomar taxis para llegar más pronto a sus casas. Quién pudiera haberse imaginado
que los millonarios tuvieran preocupaciones, ellos que tenían cuchara de oro en
la boca. Pero ellos también iban corriendo tan aprisa como podían, para hacer sus
bultos.
Pero el mejor
papel para envoltura que podía yo conseguir no me pareció suficientemente bueno
para mi propósito; era demasiado endeble para contener mis preocupaciones. Por eso
me detuve en la tienda de abarrotes y compré un buen cajón de madera, de esos en
los que empacan pasas.
Y ya lo tengo
aquí. Lo voy a llenar. Primero, antes que todo, pongo en el fondo mi mala suerte,
a ver si queda aplastada definitivamente bajo el peso de todo lo demás. Mis esperanzas
rotas y otras decepciones, siguen. Y mi casero –¡qué feo es!– va en un rincón. Y
el primero de cada mes, ese día fatal, lo meto también. Voy a empacar todo, sin
cuidado alguno, como quede. Aquí va mi tartamudeo. Ahora sí podré respirar libremente,
sin que el aire se me haga nudos en la boca. ¡Qué gran preocupación era esa! Y aquí
va también el recuerdo de una juventud incomprendida y estúpida. Mis deudas no son
muchas; pero, de todos modos… ¡quédense allí, moscas molestas! Ya no oiré jamás
aquello de: “Págame aquel peso que te presté”. Ustedes, pequeñas deudas, van allí
junto a mi casero. Y la hipoteca sobre mi rancho de seis acres. Y esos zapatos viejos
que me hicieron un callo. Un montón de temores: temor a la inseguridad, temor a
la enfermedad, temor al fracaso, temor al hambre. Todas esas cosas que pueden no
suceder nunca y que le corroen a uno el alma.
¿Qué más? Todos
estos papeles que no entiendo y que nunca he podido poner en orden. Esa pluma fuente
que gotea y esos “amigos” que me molestan tanto. Y la lavandería que me rompe las
camisas. Y esos días depresivos que me vienen, sin ningún motivo aparente. ¡Adiós!
También esa cámara que nunca toma una buena fotografía. Y aún hay espacio arriba
para ese libro de filosofía alemana sobre la decadencia de occidente, que tanto
me ha preocupado. ¡Me hizo errar el camino tanto tiempo!¡Adiós! Hasta nunca vernos
más, espinas que me abren heridas de dolor, alfileres que torturan la naturaleza
humana. Las amarraré con un grueso cordón. Y en cuanto estén lejos de mi hogar,
navegaré con bandera desplegada hacia la felicidad. Lejos en el mar, hacia los amplios
horizontes, libre el aire del nubarrón de la tormenta. El hombre ha nacido de nuevo
y ahora vivirá realmente.
Y así fue como
empaqué mis preocupaciones en la caja con el rótulo “Pasas California”. En mi camino
hacia la Estación Central pude ver a la gente hormigueando por las calles, con paquetes
de dolor en sus hombros, bajo su brazo, en las manos. Y nunca se había visto una
escena de felicidad mayor. Hombres, mujeres y niños, de todas las razas, se apresuraban
a regresar su don a ese Príncipe del Mal, demonio boticario que tenía lista su receta
aun antes de nacer cada hombre. ¡Diablo maldito para el hombre!
Ese predicador
negro de Harlem que decía su sermón: “¡Dios, Dios, Dios!”, llevaba un bulto grande,
como un colchón enrollado, sobre su espalda. ¡Qué cosas tan grandes y pesadas le
amargaban la vida! Pobre hombre miserable. Y el verdulero del barrio judío llevaba
su carrito cargado con un paquete del tamaño de un caballo. Y ese italiano mercader
de leña y carbón que vende cerca de mi casa, corría con una gran caja a cuestas.
¿Sería posible que él, siempre sonriente y alegre, hubiera sido capaz de esconder
en su alma una caja tan grande de preocupaciones? Evidentemente así había sido.
Corriendo iban
mujeres con cajas de sombrero y muchachas con paquetes de formas raras. Un escolar
iba con algo bajo el brazo, del tamaño y forma exactamente de un libro de álgebra.
Cada uno llevaba algo, todos corriendo a la Estación Central. Y corría también ese
millonario del club más importante de la ciudad, llevando un paquetito pequeño,
del tamaño de una caja de chocolates. Nunca pensaría nadie que él tenía preocupaciones;
sin embargo, allí iban todas en la pequeña caja. Y parecía tan ansioso de deshacerse
de ellas, como los que llevaban a cuestas enormes paquetes.
¿Y cómo cree
usted que era el montón de paquetes en la Estación Central? Yo llegué temprano,
no había perdido el tiempo. Y ya la montaña de paquetes llegaba al techo y se estaba
formando otro montón sobre las vías. No había trenes. ¿Quién quería trenes con la
gran felicidad de quitarse todas sus preocupaciones?
–¡Un momento!
–me dijo una voz–, aquí tiene usted su boleto.
–No quiero boleto,
no necesito recibo –respondí.
–Mejor llévelo.
–¿Para qué es?
–Es un aviso
para que regrese el martes.
–¿Para qué?
–A escoger un
paquete del montón.
–No. No quiero
ningún paquete.
–Sí señor. Usted
tendrá que escoger uno, le guste o no le guste. Pero tiene usted el derecho de escoger
el que quiera, grande o chico. Claro, usted no lo abrirá sino hasta que regrese
a su casa.
–Un momento.
Eso no me agrada.
–Bueno, pero
usted dijo que no estaba contento con sus preocupaciones.
–Claro, por
eso las empaqué todas.
–Perfectamente.
Nosotros se las quitamos, y el martes usted viene a escoger un paquete que le agrade.
¿O qué, piensa que va a vivir usted en el mundo sin ninguna clase de preocupaciones?
–Yo no sabía.
–Pues ya lo
sabe.
Y me fui a mi
casa, presa de una angustia como nunca la tuve antes. He aquí que ya tenía todo
empaquetado, todos mis cálculos finales hechos, y una raya bajo la cuenta de mi
vida anterior, y ahora una nueva preocupación se alzaba amenazante, como el hilo
de humo de los genios en Las mil y una noches.
No, yo no quiero
el paquete enorme de aquel pobre predicador negro de Harlem. Sólo el cielo sabe
lo que tenga dentro. Y el bulto tan grande en el carrito del verdulero, no lo aceptaría
ése, ni por todo el oro del mundo. Ni el envoltorio del carbonero, ni ningún otro
de ninguna forma o tamaño. ¿Cómo sabe uno lo que esté dentro? No, tengo que ir corriendo
a la Estación Central a retirar mi paquete. Debo tenerlo de nuevo. Recobrarlo antes
de que sea demasiado tarde.
Corrí a la Estación
a recuperar el paquete que horas antes despedí con tanto gusto.
Corrí tan aprisa
como pude y llegué desfalleciente.
–Un momento,
señor, usted tiene que venir, pero hasta el martes.
–Pero para entonces
alguien puede habérselo llevado.
–Lo más probable
es que aún esté aquí, señor.
Le rogué que
me permitiera llevármelo.
–¡Solamente
mi paquete! –le dije.
Pero no pude
convencerlo. Solamente me dijo:
–¡El martes,
el martes!
Y no era yo
el único. Muchos otros habían recibido la orden de volver el martes a escoger un
paquete. La ansiedad y tristeza que cayó sobre la ciudad son imposibles de ser descritas.
Fue un cambio repentino. Pareció una eternidad el tiempo; pero, al fin, llegó el
martes.
El Dios negro
y peludo de las Preocupaciones estaba sentado en su trono de paquetes. Estaba firmemente
sentado en ellos, muy cómodo entre todas las preocupaciones.
–¿Con que usted
quiere que le devuelva su paquete? –su voz era ruda.
–Sí, señor,
si me hiciera usted el favor. Podría yo hallarlo fácilmente, porque es un cajón
de pasas que le compré a mi abarrotero, y tiene marcado por fuera “Pasas California”.
Ese es el mío y es el que prefiero.
–Pero hay aquí
muchos que quizá fueran mejores para usted.
–No, no. Prefiero
no correr el riesgo.
–¿Ni siquiera
con este chiquito? Aquí está uno pequeño. Es una caja de la joyería principal de
la ciudad. Es tan chico que no puede contener gran cosa.
–Parecía como
una caja de chocolates cuando vi al millonario con ella. Lo vi traerla. Llevaba
un clavel en el ojal… Riquísimo tipo… Apuesto que no tiene nada que hacer en todo
el día más que firmar cheques.
–Bueno, ¿la
quiere?
–No. A lo mejor
ese ocioso millonario ha puesto adentro el cáncer que padece en el estómago o alguna
cosa así. Me da en qué pensar lo chiquito del paquete. No. Mejor deme el mío y me
voy a mi casa.
Sentí un gran
alivio cuando me trajeron mi cajón, marcado “Pasas California”.
–Permítame abrirlo
para ver qué es eso que usted estima tanto.
Y con estas
palabras el Dios Negro abrió mi paquete, exponiendo a todo el mundo mi vida entera.
–¿Este libro?
–No es nada.
Un montón de tonterías. Hace mucho que lo olvidé. Y esos momentos depresivos son
míos, no quiero que los tenga nadie más. Creo que, en realidad, no sería feliz sin
ellos.
–¿Y la cámara?
–Malas fotos.
Pero si las tomara buenas, a lo mejor me enviciaba tomando fotografías, y eso cuesta
mucho dinero, además de que me llenaría de latosos aficionados amigos míos. Mejor
me quedo con ella.
–¿Y la lavandería
donde le rompen las camisas?
–No se fije.
Al fin me voy a otra lavandería el próximo sábado. Y la pluma-fuente que gotea,
tírela, no vale nada.
–¿Estos papeles?
–No son nada.
Una pequeña hipoteca, es todo. Deje que sea el banco el que se preocupe.
–¿Y esta cosa
envuelta?
–Pequeños temores
atados con una liga. Nunca se han realizado y quizá nunca se realicen. Y esas deudas…
déjelas. Siempre las he pagado… soy honrado, aunque no lo parezca.
–¿Y esta persona
empacada aquí?
–Ah, es mi casero.
Es un buen amigo. Debía vernos el día primero de cada mes correr los dos a ver quién
llega primero a mi puerta. Es simpático vernos correr. Me sentiría solo sin su visita
mensual.
–¿Y en el fondo?
–No es nada,
unas cuantas esperanzas rotas y un tartamudeo… ya me lo estoy curando. Otro susto
como éste y se me quita por completo. Y los zapatos que me hicieron un callo. Son
míos, los quiero conservar. ¡Todo el cajón es mío, démelo, por favor!
–Bueno, es usted
como todos los demás. Todos quieren que les regrese sus paquetes. No ha habido uno
solo que quiera hacer un cambio. Si usted quiere el suyo, aquí lo tiene también.
Aquí está el cordón. ¡Buenos para nada! Hace siglos que me molestan con sus lamentos,
y he aquí que he venido a probarles que…
Yo ya no oí
lo que dijo, pues en cuanto me dieron mi caja corrí aprisa, con el temor de que
el diablo negro cambiara de opinión y me forzara a tomar uno de esos paquetes desconocidos.
Su voz tronante aún resuena en mis oídos. Pero ahora soy feliz, y no sé por qué.
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