viernes, 5 de agosto de 2022

Fantasía de los paquetes

Manuel Komroff

 

El Dios de las Preocupaciones no tiene nada que hacer. Duerme todo el día. Hace ya mucho tiempo que hizo su obra, y la hizo bien. Cargó al mundo de preocupaciones, y ahora el mundo rueda solo.

El hombre nace, vive y muere. Cuando cierra una preocupación, abre otra. La preocupación lo acompaña siempre, y cuando muere, alguien se la hereda. Así es la cosa. En otras palabras, la cantidad de preocupaciones es siempre la misma, es indestructible y no obedece a ninguna ley física. Nunca se agota su energía. De manera que cuando el Dios de la Preocupación hizo su obra, llenando el mundo de su espíritu, ya no tuvo nada que hacer y se echó a dormir.

Pero al otro día, después de miles de años de pacífico reposo, despertó de repente, gritando:

–¡Ya no se quejen! Estoy cansado de escuchar tanta queja dolorida. El hombre nace siendo un lamento continuo y nada lo puede satisfacer. Por eso es justo que tenga encima esa carga. Se los voy a probar.

Después de estas palabras airadas que tronaron en el espacio, este señor Lucifer de la Preocupación, esta criatura que cargó el mundo de dolor, doblegando al hombre, que llenó a Job de granos e infectó a la Humanidad con la pus de la tristeza; este Dios demonio, peludo monarca de la miseria humana, monstruo barrigón, voló desde el cielo en un giro silbante, cayendo en ambos pies sobre la ciudad de Nueva York, la metrópoli del mundo.

–Bien. Magnífico. Ni se discuta nada. Con que no les gustan sus preocupaciones… Perfectamente. Con que no las pueden aguantar ni un momento más, con que los vuelve locos, los empuja al suicidio… Aquí estoy yo. Vine a aliviarlos de sus preocupaciones. Vayan a sus casas a empacarlas y asegúrense de no dejar ni una fuera…

–Un momento –dijo alguno de los mirones–, aquí hay alguna trampa.

–No, no hay nada de trampa. Empaquen sus preocupaciones, y yo se las daré a alguna otra persona. Sus preocupaciones son perfectamente buenas, son magníficas, y si ustedes no las quieren, alguna otra persona las querrá.

–No. A nadie le gustaría tener nuestras preocupaciones.

–Magnífico. Váyanse a casa. Empáquenlas. No dejen ni una olvidada. Átenlas perfectamente, y pongan su nombre y dirección en el paquete.

–¿Y nos quitará nuestras preocupaciones, así, todas de una vez?

–Sí. Traigan los paquetes a la Estación Central de ferrocarriles.

La noticia se desparramó por la enorme ciudad en un instante.

–¡Dios, Dios, Dios! –exclamaba un predicador negro en Harlem–. Ha llegado el día. El hombre va a echar su gran carga de preocupación por la borda del barco de la vida. ¡Dios, Dios! El Moisés de los judíos era como un cochero comparado con este gran compañero que nos quita las preocupaciones. ¡Reza! ¿No les da vergüenza, negros jugadores de dados, vestidos como si estuvieran de fiesta? ¡Empaquen sus preocupaciones y hagan oración! ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!

Y del lado del este, los judíos se inclinaban dando gracias por el gran acontecimiento. Y los pobres italianos en la Pequeña Italia, ellos también, aplastados bajo la carga, daban suspiros de alivio. Y los húngaros y rusos, los chinos y rumanos, los griegos y los españoles, franceses, daneses, suecos, yanquis y surianos, los del oeste y los neoyorquinos mismos, todos aplaudían con alegría infantil. Tal día como éste nunca se había visto.

Y yo no pude esperar. Corrí a mi casa. Tenía el propósito de comprar el mejor papel de envoltura que se pudiera conseguir. No me sorprendió ver a los vendedores ambulantes abandonar la mercancía e irse corriendo a sus casas. ¡Qué era vender unas cuantas naranjas y calabazas tiernas comparado con quitarse de encima las preocupaciones! Eso no me sorprendió, pero sí me admiré de ver a los millonarios salir de sus clubes y tomar taxis para llegar más pronto a sus casas. Quién pudiera haberse imaginado que los millonarios tuvieran preocupaciones, ellos que tenían cuchara de oro en la boca. Pero ellos también iban corriendo tan aprisa como podían, para hacer sus bultos.

Pero el mejor papel para envoltura que podía yo conseguir no me pareció suficientemente bueno para mi propósito; era demasiado endeble para contener mis preocupaciones. Por eso me detuve en la tienda de abarrotes y compré un buen cajón de madera, de esos en los que empacan pasas.

Y ya lo tengo aquí. Lo voy a llenar. Primero, antes que todo, pongo en el fondo mi mala suerte, a ver si queda aplastada definitivamente bajo el peso de todo lo demás. Mis esperanzas rotas y otras decepciones, siguen. Y mi casero –¡qué feo es!– va en un rincón. Y el primero de cada mes, ese día fatal, lo meto también. Voy a empacar todo, sin cuidado alguno, como quede. Aquí va mi tartamudeo. Ahora sí podré respirar libremente, sin que el aire se me haga nudos en la boca. ¡Qué gran preocupación era esa! Y aquí va también el recuerdo de una juventud incomprendida y estúpida. Mis deudas no son muchas; pero, de todos modos… ¡quédense allí, moscas molestas! Ya no oiré jamás aquello de: “Págame aquel peso que te presté”. Ustedes, pequeñas deudas, van allí junto a mi casero. Y la hipoteca sobre mi rancho de seis acres. Y esos zapatos viejos que me hicieron un callo. Un montón de temores: temor a la inseguridad, temor a la enfermedad, temor al fracaso, temor al hambre. Todas esas cosas que pueden no suceder nunca y que le corroen a uno el alma.

¿Qué más? Todos estos papeles que no entiendo y que nunca he podido poner en orden. Esa pluma fuente que gotea y esos “amigos” que me molestan tanto. Y la lavandería que me rompe las camisas. Y esos días depresivos que me vienen, sin ningún motivo aparente. ¡Adiós! También esa cámara que nunca toma una buena fotografía. Y aún hay espacio arriba para ese libro de filosofía alemana sobre la decadencia de occidente, que tanto me ha preocupado. ¡Me hizo errar el camino tanto tiempo!¡Adiós! Hasta nunca vernos más, espinas que me abren heridas de dolor, alfileres que torturan la naturaleza humana. Las amarraré con un grueso cordón. Y en cuanto estén lejos de mi hogar, navegaré con bandera desplegada hacia la felicidad. Lejos en el mar, hacia los amplios horizontes, libre el aire del nubarrón de la tormenta. El hombre ha nacido de nuevo y ahora vivirá realmente.

Y así fue como empaqué mis preocupaciones en la caja con el rótulo “Pasas California”. En mi camino hacia la Estación Central pude ver a la gente hormigueando por las calles, con paquetes de dolor en sus hombros, bajo su brazo, en las manos. Y nunca se había visto una escena de felicidad mayor. Hombres, mujeres y niños, de todas las razas, se apresuraban a regresar su don a ese Príncipe del Mal, demonio boticario que tenía lista su receta aun antes de nacer cada hombre. ¡Diablo maldito para el hombre!

Ese predicador negro de Harlem que decía su sermón: “¡Dios, Dios, Dios!”, llevaba un bulto grande, como un colchón enrollado, sobre su espalda. ¡Qué cosas tan grandes y pesadas le amargaban la vida! Pobre hombre miserable. Y el verdulero del barrio judío llevaba su carrito cargado con un paquete del tamaño de un caballo. Y ese italiano mercader de leña y carbón que vende cerca de mi casa, corría con una gran caja a cuestas. ¿Sería posible que él, siempre sonriente y alegre, hubiera sido capaz de esconder en su alma una caja tan grande de preocupaciones? Evidentemente así había sido.

Corriendo iban mujeres con cajas de sombrero y muchachas con paquetes de formas raras. Un escolar iba con algo bajo el brazo, del tamaño y forma exactamente de un libro de álgebra. Cada uno llevaba algo, todos corriendo a la Estación Central. Y corría también ese millonario del club más importante de la ciudad, llevando un paquetito pequeño, del tamaño de una caja de chocolates. Nunca pensaría nadie que él tenía preocupaciones; sin embargo, allí iban todas en la pequeña caja. Y parecía tan ansioso de deshacerse de ellas, como los que llevaban a cuestas enormes paquetes.

¿Y cómo cree usted que era el montón de paquetes en la Estación Central? Yo llegué temprano, no había perdido el tiempo. Y ya la montaña de paquetes llegaba al techo y se estaba formando otro montón sobre las vías. No había trenes. ¿Quién quería trenes con la gran felicidad de quitarse todas sus preocupaciones?

–¡Un momento! –me dijo una voz–, aquí tiene usted su boleto.

–No quiero boleto, no necesito recibo –respondí.

–Mejor llévelo.

–¿Para qué es?

–Es un aviso para que regrese el martes.

–¿Para qué?

–A escoger un paquete del montón.

–No. No quiero ningún paquete.

–Sí señor. Usted tendrá que escoger uno, le guste o no le guste. Pero tiene usted el derecho de escoger el que quiera, grande o chico. Claro, usted no lo abrirá sino hasta que regrese a su casa.

–Un momento. Eso no me agrada.

–Bueno, pero usted dijo que no estaba contento con sus preocupaciones.

–Claro, por eso las empaqué todas.

–Perfectamente. Nosotros se las quitamos, y el martes usted viene a escoger un paquete que le agrade. ¿O qué, piensa que va a vivir usted en el mundo sin ninguna clase de preocupaciones?

–Yo no sabía.

–Pues ya lo sabe.

Y me fui a mi casa, presa de una angustia como nunca la tuve antes. He aquí que ya tenía todo empaquetado, todos mis cálculos finales hechos, y una raya bajo la cuenta de mi vida anterior, y ahora una nueva preocupación se alzaba amenazante, como el hilo de humo de los genios en Las mil y una noches.

No, yo no quiero el paquete enorme de aquel pobre predicador negro de Harlem. Sólo el cielo sabe lo que tenga dentro. Y el bulto tan grande en el carrito del verdulero, no lo aceptaría ése, ni por todo el oro del mundo. Ni el envoltorio del carbonero, ni ningún otro de ninguna forma o tamaño. ¿Cómo sabe uno lo que esté dentro? No, tengo que ir corriendo a la Estación Central a retirar mi paquete. Debo tenerlo de nuevo. Recobrarlo antes de que sea demasiado tarde.

Corrí a la Estación a recuperar el paquete que horas antes despedí con tanto gusto.

Corrí tan aprisa como pude y llegué desfalleciente.

–Un momento, señor, usted tiene que venir, pero hasta el martes.

–Pero para entonces alguien puede habérselo llevado.

–Lo más probable es que aún esté aquí, señor.

Le rogué que me permitiera llevármelo.

–¡Solamente mi paquete! –le dije.

Pero no pude convencerlo. Solamente me dijo:

–¡El martes, el martes!

Y no era yo el único. Muchos otros habían recibido la orden de volver el martes a escoger un paquete. La ansiedad y tristeza que cayó sobre la ciudad son imposibles de ser descritas. Fue un cambio repentino. Pareció una eternidad el tiempo; pero, al fin, llegó el martes.

El Dios negro y peludo de las Preocupaciones estaba sentado en su trono de paquetes. Estaba firmemente sentado en ellos, muy cómodo entre todas las preocupaciones.

–¿Con que usted quiere que le devuelva su paquete? –su voz era ruda.

–Sí, señor, si me hiciera usted el favor. Podría yo hallarlo fácilmente, porque es un cajón de pasas que le compré a mi abarrotero, y tiene marcado por fuera “Pasas California”. Ese es el mío y es el que prefiero.

–Pero hay aquí muchos que quizá fueran mejores para usted.

–No, no. Prefiero no correr el riesgo.

–¿Ni siquiera con este chiquito? Aquí está uno pequeño. Es una caja de la joyería principal de la ciudad. Es tan chico que no puede contener gran cosa.

–Parecía como una caja de chocolates cuando vi al millonario con ella. Lo vi traerla. Llevaba un clavel en el ojal… Riquísimo tipo… Apuesto que no tiene nada que hacer en todo el día más que firmar cheques.

–Bueno, ¿la quiere?

–No. A lo mejor ese ocioso millonario ha puesto adentro el cáncer que padece en el estómago o alguna cosa así. Me da en qué pensar lo chiquito del paquete. No. Mejor deme el mío y me voy a mi casa.

Sentí un gran alivio cuando me trajeron mi cajón, marcado “Pasas California”.

–Permítame abrirlo para ver qué es eso que usted estima tanto.

Y con estas palabras el Dios Negro abrió mi paquete, exponiendo a todo el mundo mi vida entera.

–¿Este libro?

–No es nada. Un montón de tonterías. Hace mucho que lo olvidé. Y esos momentos depresivos son míos, no quiero que los tenga nadie más. Creo que, en realidad, no sería feliz sin ellos.

–¿Y la cámara?

–Malas fotos. Pero si las tomara buenas, a lo mejor me enviciaba tomando fotografías, y eso cuesta mucho dinero, además de que me llenaría de latosos aficionados amigos míos. Mejor me quedo con ella.

–¿Y la lavandería donde le rompen las camisas?

–No se fije. Al fin me voy a otra lavandería el próximo sábado. Y la pluma-fuente que gotea, tírela, no vale nada.

–¿Estos papeles?

–No son nada. Una pequeña hipoteca, es todo. Deje que sea el banco el que se preocupe.

–¿Y esta cosa envuelta?

–Pequeños temores atados con una liga. Nunca se han realizado y quizá nunca se realicen. Y esas deudas… déjelas. Siempre las he pagado… soy honrado, aunque no lo parezca.

–¿Y esta persona empacada aquí?

–Ah, es mi casero. Es un buen amigo. Debía vernos el día primero de cada mes correr los dos a ver quién llega primero a mi puerta. Es simpático vernos correr. Me sentiría solo sin su visita mensual.

–¿Y en el fondo?

–No es nada, unas cuantas esperanzas rotas y un tartamudeo… ya me lo estoy curando. Otro susto como éste y se me quita por completo. Y los zapatos que me hicieron un callo. Son míos, los quiero conservar. ¡Todo el cajón es mío, démelo, por favor!

–Bueno, es usted como todos los demás. Todos quieren que les regrese sus paquetes. No ha habido uno solo que quiera hacer un cambio. Si usted quiere el suyo, aquí lo tiene también. Aquí está el cordón. ¡Buenos para nada! Hace siglos que me molestan con sus lamentos, y he aquí que he venido a probarles que…

Yo ya no oí lo que dijo, pues en cuanto me dieron mi caja corrí aprisa, con el temor de que el diablo negro cambiara de opinión y me forzara a tomar uno de esos paquetes desconocidos. Su voz tronante aún resuena en mis oídos. Pero ahora soy feliz, y no sé por qué.

 

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