Miguel Mihura
Él y Ella estaban muy disgustados
de estar en el Paraíso porque en vez de estar solos, como debían estar, estaba también
otro señor, con bigotes, que se había hecho allí un hotelito muy mono, precisamente
enfrente del árbol del Bien y del Mal.
Aquel
señor, alto, fuerte, con espeso bigote y con tipo de ingeniero de Caminos, se llamaba
don Jerónimo y, como no tenía nada que hacer y el pobre se aburría allí en el Paraíso,
estaba deseando hacerse amigo de Él y Ella para hablar de cualquier cosa por las
tardes.
Todos
los días, muy temprano, se asomaba a la tapia de su jardín y les saludaba muy amable,
mientras regaba los fresones y unos arbolitos frutales que había plantado y que
estaban ya muy majos.
Ella
y Él contestaban fríamente, pues sabían de muy buena tinta que el Paraíso solo se
había hecho para ellos y que aquel señor de los bigotes no tenía derecho a estar
allí y mucho menos de estar con pijama.
Don
Jerónimo, por lo visto, no sabía nada de lo mucho que tenía que suceder en el Paraíso
e, ingenuamente, quería hacer amistad con sus vecinos, pues la verdad es que en
estos sitios de campo, si no hay un poco de unión, no se pasa bien.
Una
tarde, después de dar un paseo él solo por todo aquel campo, se acercó al árbol
donde estaban Él y Ella bostezando de tedio, pero siempre en su papel importante
de Él y Ella.
–¿Se
aburren ustedes, vecinos? –les preguntó cariñosamente.
–Pchss…
Regular.
–¿Aquí
no vive nadie más que ustedes?
–No.
Nadie más. Nosotros somos la primera pareja humana.
–¡Ah!
Enhorabuena. No sabía nada –dijo don Jerónimo. Y lo dijo como si le felicitase por
haber encontrado un buen empleo. Después añadió, sin conceder a todo aquello demasiada
importancia.
–Pues
si ustedes quieren, después de cenar, nos podemos reunir y charlar un rato. Aquí
hay tan pocas diversiones y está todo tan triste…
–Bueno
–accedió Él–. Con mucho gusto.
Y
no tuvieron más remedio que reunirse después de cenar, al pie del árbol, sentados
en unas butacas de mimbre.
Aquella
reunión de tres personas estropeaba ya todo el ambiente del Paraíso. Aquello ya
no parecía Paraíso ni parecía nada. Era como una reunión en Recoletos, en Rosales
o en la Castellana. El dibujante que intentase pintar esa estampa del Paraíso, con
tres personas, nunca podría dar en ella la sensación de que aquello era el Paraíso,
aunque los pintase desnuditos y con la serpiente enroscada al árbol.
Ya
así, con aquel señor de los bigotes, todo estaba inverosímilmente estropeado.
Él
y Ella no comprendían, no se explicaban aquello tan raro y tan fuera de razón y
lógica. No sabían qué hacer. Ya aquello les había desorganizado todos sus proyectos
y todas sus intenciones.
Aquel
nuevo y absurdo personaje en el Paraíso les había destrozado todos sus planes; todos
esos planes que tanto iban a dar que hablar a la Humanidad entera.
La
serpiente también estaba muy violenta y sin saber cómo ni cuándo intervenir en aquella
representación, en la que ella desempeñaba tan principal papel.
Por
las mañanas, por las tardes y por las noches don Jerónimo pasaba un rato con ellos,
y allí sentados, en tertulia, hablaban de muy pocas cosas y sin interés, pues realmente,
en aquella época, no se podía hablar apenas de nada, ya que de nada había.
–Pues…
sí –decían.
–Eso.
–¡Ah!
–Oveja.
–Cabra.
Es
cierto.
De
todas formas no lo pasaban mal. Él y Ella, poco a poco distraídos con aquel señor
que había metido la pata sin saberlo, fueron olvidando que uno era Él y la otra
Ella. Y hasta le fueron tomando afecto a don Jerónimo, que, a pesar de todo, era
un hombre simpático y rumboso. Y los tres juntos hacían excursiones por los ríos
y los valles y reían alborozados de vivir allí sin penas, ni disgustos, ni contrariedades,
ni malas pasiones.
Una
vez don Jerónimo les preguntó:
–¿Ustedes
están casados?
Y
ellos no supieron que contestar, ya que no sabían nada de eso.
–¿Pero
no son ustedes matrimonio?
–No.
No lo somos –confesaron al fin.
–Entonces,
¿son ustedes hermanos?
–Sí,
eso – dijeron ellos por decir algo.
Don
Jerónimo, desde entonces, menudeó más las visitas. Se hizo más alegre. Presumía
más. Se cambiaba de pijama a cada momento. Empezó a contar chistes y Ella se reía
con los chistes. Empezó a llevarle vacas a Ella. Y Ella se ponía muy contenta con
las vacas.
Ella
tenía veinte años y además era primavera. Todo lo que ocurría era natural.
–La
quiero a usted –le dijo don Jerónimo a Ella un atardecer, mientras le acariciaba
una mano.
Y
yo a usted, Jerónimo –contestó Ella, que, como en las comedias, su antipatía primera
se había truncado en amor.
A
la semana siguiente, Ella y aquel señor de los bigotes se habían casado.
Al
poco tiempo tuvieron dos o tres chiquitines que enseguida se pusieron muy gordos,
pues el Paraíso, que era tan sano, les sentaba admirablemente.
Él,
aunque ya apreciaba mucho a don Jerónimo, se disgustó bastante, pues comprendía
que aquello no debía haber sido así; que aquello estaba mal, y que con aquellos
niños jugando por el jardín, aquello ya no parecía el Paraíso, ni mucho menos, con
lo bonito que es el Paraíso cuando es como debe ser.
La
serpiente y todos los demás bichos se enfadaron mucho igualmente, pues decían que
aquello era absurdo y que por culpa de aquel señor con pijama no había salido todo
como lo tenían pensado, con lo interesante y lo fino y lo sutil que hubiese resultado.
Pero
se conformaron, ya que no había más remedio que conformarse, pues cuando las cosas
vienen así son inevitables y no se pueden remediar.
El
caso es que fue una lástima.
No hay comentarios:
Publicar un comentario