Roberto Arlt
He aquí el asunto, teniente
Ferrain: usted tendrá que matar a una mujer bonita.
El
rostro del otro permaneció impasible. Sus ojos desteñidos, a través de las vidrieras,
miraban el tráfico que subía por el bulevar Grenelle hacia el bulevar Garibaldi.
Eran las cinco de la tarde, y ya las luces comenzaban a encenderse en los escaparates.
El jefe del Servicio de Contraespionaje observó el ceniciento perfil de Ferrain,
y prosiguió:
–Consuélese,
teniente. Usted no tendrá que matar a la señorita Estela con sus propias manos.
Será ella quien se matará. Usted será el testigo, nada más.
Ferrain
comenzó a cargar su pipa y fijó la mirada en el señor Demetriades. Se preguntaba
cómo aquel hombre había llegado hasta tal cargo. El jefe del servicio, cráneo amarillo
a lo bola de manteca, nariz en caballete, se enfundaba en un traje rabiosamente
nuevo. Visto en la calle, podía pasar por un funcionario rutinario y estúpido. Sin
embargo, estaba allí, de pie, frente al mapa de África, colgado a sus espaldas,
y perorando como un catedrático:
–Posiblemente,
usted Ferrain, experimente piedad por el destino cruel a que está condenada la señorita
Estela; pero créame, ella no le importaría de usted si se encontrara en la obligación
de suprimirlo. Estela le mataría a usted sin el más mínimo escrúpulo de conciencia.
No tenga lástima jamás de ninguna mujer. Cuando alguna se le cruce en el camino,
aplástele la cabeza sin misericordia, como a una serpiente. Verá usted: el corazón
se le quedará contento y la sangre dulce.
El
teniente Ferrain terminó de cargar su pipa. Interrogó:
–¿Qué
es lo que ha hecho la señorita Estela?
–¿Qué
es lo que ha hecho? ¡Por Cosme y Damián! Lo menos que hace es traicionarnos. Nos
está vendiendo a los italianos. O a los alemanes. O a los ingleses. O al diablo.
¿Qué sé yo a quién? Vea: la historia es lamentable. En Polonia, la señorita Estela
se desempeñó correctamente y con eficiencia. Esto lo hizo suponer al servicio que
podía destacarla en Ceuta. Los españoles estaban modernizando el fuerte de Santa
Catalina, el de Prim, el del Serrallo y el del Renegado, cambiando los emplazamientos
de las baterías; un montón de diabluras. Ella no sólo tenía que recibir las informaciones,
sino trabajar en compañía del ingeniero Desgteit. El ingeniero Desgteit es perro
viejo en semejantes tareas. Con ese propósito, el ingeniero compró en Ceuta la llave
de un acreditado café. Estela hacía el papel de sobrina del ingeniero. El bar, concurrido
por casi toda la oficialidad española, fue modernizado. Se le agregaron sólidos
reservados. Un consejo, mi teniente: no hable nunca de asuntos graves en un reservado.
Cada reservado estaba provisto de un micrófono. Consecuencia: los oficiales iban,
charlaban, bebían. Estela, en el otro piso, a través de los micrófonos, anotaba
cuanta palabra interesante decían. Este procedimiento nos permitió saber muchas
cosas. Pero he aquí que el mecanismo informativo se descompone. El ingeniero Desgteit
encuentra con su cabeza una bala perdida que se escapa de un grupo de borrachos.
Supongamos que fueron borrachos auténticos. Mahomet “el Cojo”, respetable comerciante
ligado estrechamente a la cabila de Anghera, cuyos hombres trabajaban en las fortificaciones,
es asaltado por unos desconocidos. Estos lo apalean tan cruelmente, que el hombre
muere sin recobrar el sentido. Y, finalmente, como epílogo de la fiesta, nos llega
un mensaje de la señorita Estela… ¡Y con qué novedad! Un incendio ha destruido al
bar. Por supuesto, toda la documentación que tenía que entregarnos ha quedado reducida
a cenizas.
El
teniente Ferrain movió la cabeza.
–Evidentemente,
hay motivos para fusilarla cuatro veces por la espalda.
El
señor Demetriades se quitó una vírgula de tabaco de la lengua, y prosiguió:
–Yo
no tengo carácter para acusar sin pruebas; pero tampoco me gusta que me la jueguen
de esa manera. Estela es una mujer habilísima. Naturalmente, ordené que la vigilaran,
y ella lo supone.
–¿Por
qué presume usted que ella se supone vigilada?
–Son
los indicios invisibles. Se sabe condenada a muerte, y está buscando la forma de
escaparse de nuestras manos. Por supuesto, llevándose la documentación. Ahora bien;
ella también sabe que no puede escaparse. Por tierra, por aire o por agua, la seguiríamos
y atraparíamos. Ella lo sabe. Pero he aquí de pronto una novedad: la señorita Estela
descubre una forma sencillísima para evadirse. He aquí el procedimiento: me escribe
diciéndome que siente amenazada su vida, y de paso solicita que un avión la busque
para conducirla inmediatamente a Francia; pero nos avisa (aquí está la trampa) que
en Xauen la espera un agente de Mahomet “el Cojo” para entregarle una importantísima
información. ¿Qué deduce usted, teniente, de ello?
–¿Intentará
escaparse en Xauen?
El
jefe del servicio se echó a reír.
–Usted
es un ingenuo y ella una mentirosa. La información que ella tiene que recibir en
Xauen es un cuento chino. Vea, teniente. –El señor Demetriades se volvió hacia el
mapa y señaló a Ceuta–. Aquí está Ceuta. –Su dedo regordete bajó hacia el Sur–.
Aquí, Xauen. Observe este detalle, teniente. A partir de Beni Hassan, usted se encuentra
con un sistema montañoso de más de mil quinientos metros de altura. Nidos de águilas
y despeñaperros, como dicen nuestros amigos los españoles. Después de Beni Hassan,
el único lugar donde puede aterrizar un avión es Xauen. Ahora bien: el proyecto
de esta mujer es tirarse del avión cuando el aparato cruce por la zona de las grandes
montañas. Como ella llevará paracaídas, tocará tierra cómodamente, y el avión se
verá obligado a seguir viaje hasta Xauen. Y la señorita Estela, a quien sus compinches
esperarán en Dar Acobba, Timila o Meharsa, nos dejará plantados con una cuarta de
narices. Y nosotros habremos costeado la información para que otros la aprovechen.
Muy bonito, ¿no?…
–El
plan es audaz.
El
señor Demetriades replicó:
–¡Qué
va a ser audaz! Es simple, claro y lógico, como dos y dos son cuatro. Más lógico
le resultará cuando se entere de que la señorita Estela es paracaidista. Lo he sabido
de una forma sumamente casual.
El
teniente Ferrain volvió a encender su pipa.
–¿Qué
es lo que tengo que hacer?
–Poco
y nada. Usted irá a Ceuta en un avión de dos asientos. El aparato llevará los paracaídas
reglamentarios; pero el suyo estará oculto, y el destinado al asiento de ella, tendrá
las cuerdas quemadas con ácido; de manera que aunque ella lo revise no descubrirá
nada particular. Cuando se arroje del avión, las cuerdas quemadas no soportarán
el peso de su cuerpo, y ella se romperá la cabeza en las rocas. Entonces usted bajará
donde esa mujer haya caído, y si no se ha muerto, le descarga las balas de su pistola
en la cabeza. Y después le saca todo lo que lleve encima.
–¿Con
qué queman las cuerdas del paracaídas?
Con
ácido nítrico diluido en agua. ¿Por qué?
–Nada.
El avión se hará pedazos.
–Naturalmente.
Ahora, véalo al coronel Desmoulin. Él le dará algunas instrucciones y la orden para
retirar el aparato. Tendrá que estar a las ocho de la mañana en Ceuta. Le deseo
buena suerte.
El
teniente Ferrain se levantó y estrechó la mano del jefe de servicio. Luego tomó
su sombrero y salió. Ambos ignoraban que no se verían nunca más.
El
teniente Ferrain llegó a las ocho de la mañana al aeródromo de la Aeropostale, piloteando
un avión de dos asientos. Miró en derredor, y por el prado herboso vio venir a su
encuentro una joven enlutada. La acompañaba el director del aeródromo. Ferrain detuvo
los ojos en la señorita Estela. La muchacha avanzaba ágilmente, y su continente
era digno y reservado. Algunos ricitos de oro escapaban por debajo de su toca. Tenía
el aspecto de una doncella prudente que va a emprender un viaje de vacaciones a
la casa de su tía.
El
director del aeródromo hizo las presentaciones. Ferrain estrechó fríamente la mano
enguantada de la muchacha. Ella le miró a los ojos, y pensó: “Un hombre sin reacciones.
Debe ser jugador”.
Quizá
la muchacha no se equivocaba; pero no era aquel el momento de pensar semejantes
cosas de Ferrain. El aviador estaba profundamente disgustado al verse mezclado en
aquel horrible negocio. El mecánico se acercó al director, y éste se alejó. Estela,
que miraba las plateadas alas del avión reposando como un pez en la pradera verde,
volvió sus ojos a Ferrain.
–¿Ha
estado usted con el señor Demetriades?
–Sí.
–Supongo
que estará enterado de todo.
–Me
ha dicho que me ponga por completo a sus órdenes.
–Entonces
iremos primero a Xauen, y luego tomaremos rumbo a Melilla.
–¿Sus
documentos están en orden?
–Por
completo… ¿Conoce usted Xauen?
–He
estado dos veces.
–De
Xauen podemos salir después de almorzar. Esta noche cenaremos juntos en París. ¿Conforme?
–¡Encantado!
–¿Cuándo
salimos?
–Cuando
usted diga.
–Me
pondré el overol, entonces–. Ya ella se marchaba para la toilette del aeródromo
con su bolso de mano; pero bruscamente se volvió. Sonreía, un poco ruborizada, como
si se avergonzara de una posible actitud pueril. Dijo: –Teniente Ferrain, no se
vaya a reír de mí ¿Tiene usted paracaídas?
Ferrain
permaneció serio.
–Puede
usar el mío, si quiere. Yo jamás he necesitado de ese chisme.
–Es
que soy supersticiosa. Hoy he visto un funeral. Y la primera inicial del paño fúnebre
era la letra “E”.
Ferrain
la miró sorprendido:
–¡Es
curioso! Yo me llamo Esteban. ¿Por quién sería el augurio?…
La
espía no sonrió. Un poco desconcertada, observó a Ferrain, y luego balbuceó:
–¡Es
curioso!
Ferrain
miró el cielo azul de la mañana recortándose sobre las montañas verdosas, y replicó:
–Tendremos
un viaje serenísimo. No se preocupe.
Ella,
con ágiles pasos, marchó a enfundarse en su overol.
Ferrain
se dirigió a su aparato. A medida que transcurrirían los minutos, el disgusto por
su misión aumentaba su volumen sombrío. ¿Cómo se había dejado atrapar por aquel
Demetriades? Algunos mástiles se alejaban del dique hacia Gibraltar. Ferrain pensó
con envidia que en los puentes irían pasajeros dichosos. Cierto es que esa noche
cenaría en París. ¡Cuántos sacrificios costaba un ascenso! De modo que esa hipócrita,
con su aspecto de mosquita muerta, había hecho asesinar a Desgteit y a Mahomet “el
Cojo”? ¿Qué aventuras la habrían conducido al Servicio de Contraespionaje? De haber
estado en sus manos, borraría a Ceuta del mapa. Miró con rabia al mecánico, que
terminaba de llenar el tanque de nafta. Algunos pájaros saltaban en la hierba; más
allá, los portones de cine de un hangar se abrían lentamente. Y él, por esa mala
pécora…
Sonriendo,
con su bolso de mano, apareció la señorita Estela. Evidentemente, era elegante.
Ella lo envolvió en su aterciopelada mirada azul, que escapaba de sus pupilas abiertas
como abanicos. Ferrain apartó los ojos de ella. Acaba de representársela destrozada
en un roquedal, las entrañas derramándose entre los dientes rotos. La señorita Estela,
cruzándose de brazos frente a él, dijo:
–¡Lista!
Ferrain
se acercó penosamente al aparato. Ella caminaba a su lado alargando el paso y charloteando
como una colegiala maliciosa.
–¿Cómo
está el señor Demetriades? ¿Siempre paternal y cínico? Supongo que le habrá contado…
Ferrain
la miró desafiante:
–¿Contado
qué?
–Nuestras
dificultades.
Ferrain
cortó en seco:
–Usted
perdone. El señor Demetriades me ordenó que la buscara a usted, y que eludiera toda
conversación confidencial respecto al servicio.
La
respuesta de Ferrain fue oportuna y adecuada. Estela pensó: “Este imbécil teme que
le estropee la foja con algún chisme”, y acto seguido cambió de conversación y de
tono:
–¿Cree
usted que habrá elecciones en España?
Ferrain
la soslayó:
–Posiblemente…
Se habla de la chance del bloque popular. ¿Cree usted en esa ensalada?
Ferrain
sonrió eficiente:
–El
bloque es un disparate. Gil Robles gobernará a España. La CEDA es el único partido
serio. Electoralmente, el bloque popular está condenado al fracaso. Azaña es un
literato.
Habían
llegado al avión. Subió Ferrain, y el mecánico la ayudó a Estela. Ella recogió el
paracaídas y se cruzó el correaje bajo las axilas.
Ferrain
la miró, y aunque estaba muy lejos de tener deseos de sonreír, no pudo evitar que
una sonrisa extraña, dubitativa, le encrespara los labios. E insistió en su pregunta:
–Pero,
¿usted cree en ese chisme? –Luego, sin esperar que ella le contestara, apretó el
botón del encendido. La hélice osciló como un élitro de cristal, y el motor tableteó
semejante a una ametralladora. La máquina se deslizó por la pradera y brincó ligeramente
dos veces. Luego quedó suspendida en la atmósfera, cuando Estela bajó la cabeza,
las torres de la catedral estaban abajo. En los patios con palmeras se veían algunos
monjes que levantaban la cabeza.
Aparecieron
los caminos asfaltados, el mar; a lo lejos, entre neblinas sonrosadas, el ceniciento
peñón de Gibraltar; la costa de España se recortaba adusta en el azul del Mediterráneo.
Durante pocos minutos el avión pareció seguir a lo largo de la mar; pero la costa
desapareció y avanzaron sobre crecientes bultos de montañas verdes. Por los caminos
zigzagueantes avanzaban lentos camiones. Grupos de campesinos moros eran ostensibles
por sus vestiduras blancas. El avión ganó altura, y la costra terrestre, más profunda
y sombría, apareció desierta como en los primeros días de la creación.
A
pesar de que lucía el sol, el paisaje era siniestro y hostil, con la encrespadura
de sus montes y la oquedad verde botella de los valles.
Una
congoja infinita entró en el corazón de Ferrain. Vio que Estela metió la mano en
el bolso y estuvo allí buscando algo. Finalmente, extrajo una petaca morisca, y
le ofreció un cigarrillo. Ferrain no aceptó. Ella fumaba y miraba las profundidades.
Ferrain sentía que un infortunio inmenso se aplastaba sobre su vida, descorazonándole
para toda acción. Hubiera querido decirle algo a esa mujer, escribírselo en la pizarra;
pero una fuerza fatal dominaba su voluntad; tras él estaba el servicio, el destino
así aceptado de servir en la absoluta disciplina, y el tiempo, como una brizna cargada
de hielo de muerte, corría a través de sus pulmones ansiosos.
Más
bultos de montañas se renovaban en el confín. Abajo, la tierra, como en los primeros
días de la creación, mostraba riachos salvajes, entre verticales y resquebrajaduras
de bosques titánicos y cordones de una primitiva geología.
Parecían
estar situados en el centro de un inmenso globo de cristal, cuya costra verde se
levantaba por momentos hacia sus rostros, como removida por un aliento monstruoso.
Estela
miró su reloj pulsera. El corazón de Ferrain comenzó a golpear como el hacha de
un leñador en un pesado tronco. Avanzaban ahora hacia un valle que dilataba su pradera
entre dos cordones de cerros amarillentos. Allí abajo, casi al confín, se veía arder
una hoguera. Estela tocó el hombro de Ferrain, y le señaló la dirección opuesta
a la hoguera. Muy lejos, a ras de tierra, se distinguían los cubos blancos de un
caserío. Era el poblado de Beni Hassan.
Ferrain
volvió la cabeza, resignado. Adivinó el movimiento de Estela. Cuando quiso lanzar
un grito, ella saltaba al vacío. Tan apresuradamente, que sobre el asiento se le
olvidó el bolso.
La
mujer caía en el vacío semejante a una piedra. Verticalmente. El paracaídas no se
abrió. Ferrain hizo girar maquinalmente el aparato para ver caer a la mujer. Ella
era un punto negro en el vacío. El paracaídas no se abrió. Luego ya no la vio caer
más. Estela se había aplastado en la tierra.
Ferrain,
temblando, apagó el encendido del motor. Aterrizaría en aquella pradera. Involuntariamente,
su mirada se volvió hacia el bolso que Estela había olvidado sobre el asiento. Iba
a extender la mano hacia él, cuando de allí escapó una llamarada. La explosión de
la bomba, oculta en el bolso, y que Estela había dejado para asegurarse la retirada,
desgarró el fuselaje del avión, y el cuerpo de Ferrain voló despedazado por los
aires.
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