lunes, 4 de agosto de 2025

¿De dónde viene la voz?

Eudora Welty

 

Le dije a mi esposa: “Puedes estirar la mano y apagarla. No tienes que estarte ahí viéndole la cara a un negro si no quieres, o escuchando lo que no quieres oír. Este todavía es un país libre”.

Quizá fue así como se me ocurrió la idea.

Me dije, puedo averiguar exactamente dónde en Thermopylae vive ese negro que tiene las horas contadas. Y sin que me resulte para nada trabajoso.

Y no dije esto porque quede bien cerca de donde vivo yo. Pero por otro lado uno podría tener sus razones para saber cómo llegar hasta ahí en la oscuridad. Es donde van todos por eso que quieren cuando más lo quieren. ¿O me equivoco.

Durante toda la noche el letrero luminoso del Branch Bank dice qué hora es y cuánto calor hace. Cuando eran quince para las cuatro, y hacían 92 grados, era yo el que pasaba en el camión de mi cuñado. Él no reparte nada a esa hora.

Uno deja atrás Four Corners y se dirige hacia el poniente por la calle Nathan B. Forrest, pasando por Surplus and Salvage, no mucho más allá del autocine Kum Back y el Trailer Park, sin llegar hasta donde empiezan los letreros que dicen “Carnada viva”, “Partes usadas”, “Fuegos artificiales”, “Duraznos” y “Hermana Peeble, lectora y consejera”. Hay que dar vuelta antes de tocar los bordes de la ciudad y regresar hacia las vías del tren. Y han pavimentado su calle.

Su luz estaba prendida, esperándome. Ni más ni menos que en su garaje. Su coche no está. Anda por ahí planeando otras formas de hacer eso que les decimos que no pueden hacer. Sabía que llegaría antes que él. Lo único que me quedaba por hacer era elegir mi árbol, caminar hasta ahí y pararme detrás de él.

Fui sabiendo que iba a tener que esperar, pero hacía tanto calor que nomás me puse a rezar que ninguno de los dos se fuera a derretir antes de acabar con todo esto.

Eso sí, yo no había hecho ningún trato.

He oído lo que todos han oído sobre Goat Dykeman, en Mississippi. Por supuesto, todos saben la historia de Goat Dykeman. Goat mandó decirle al gobernador que si lo dejaban salir de la cárcel iría para allá a pegarle un tiro a ese negro Meredith, sacándolo así para siempre de la escuela. El viejo Ross le dio vueltas al asunto antes de decirle que no, se entiende.

Yo no soy ningún Goat Dykeman, no estoy en ninguna cárcel, y no le voy a pedir a ningún gobernador Barnett que me dé nada. A menos que quiera darme unas palmaditas para felicitarme por todo el trabajo que me tomé esta mañana. Pero si no quiere, que no lo haga. Lo que hice lo hice solo por mi propia satisfacción.

En cuanto oí un motor supe quién venía. Ése era él, tenía que ser él. Era el negro indicado quien se dirigía en un coche blanco nuevo hacia el garaje con la luz encendida pero se detuvo antes de llegar, quizá para no despertarlos. Era él. Lo supe cuando apagó las luces del coche y sacó un pie y lo supe al verlo parado tan oscuro contra la luz. Lo supe entonces tal y como me reconozco a mí mismo ahora. Y también lo supe por su espalda quieta y alerta.

Nunca lo había visto antes, nunca lo vi después, nunca vi su cara negra salvo en retratos, nunca vi su cara con vida, jamás en ningún lugar, ni quería, ni tenía que, ni nunca esperaba ver esa cara ni nunca lo haré. Mientras no empezara yo a dudar.

Tenía que ser él. Se quedó muy quieto y esperó contra la luz, su espalda fija, fija en mí como los globos de los ojos de un predicador cuando grita “¿Estás salvado?” Era él.

Ya había levantado mi rifle. Ya había apuntado. Y ya lo tenía porque era demasiado tarde para que cualquiera de los dos no se moviera ni un milímetro.

Algo más oscuro que él, como las alas de un pájaro, se abrió sobre sus espaldas y lo jaló hacia abajo. Se levantó una vez, como un hombre bajo un par de garras, y como si la sangre sola pudiera pesar una tonelada caminó con ella sobre sus espaldas hasta donde había más luz. No llegó más allá de su puerta. Y cayó para siempre.

Cayó. Cayó, y una tonelada de ladrillos sobre sus espaldas no habría resultado más pesada. Ahí sobre las baldosas de su propia entrada, sí señor.

Y no hacía ni un minuto que había dejado de cantar el ruiseñor. Había estado cantando en lo alto de mi árbol de sasafrás. O amaneció temprano, o nunca se fue a dormir, era como yo. Y el pájaro se había quedado conmigo, llenando el aire hasta que llegó el estallido, hasta que descargué mi rifle. Era como él. Estaba en la cima del mundo. Por una vez.

Me paré en el borde de su luz, ahí donde estaba tendido. Dije “¿Roland? Solo quedaba un camino, que tomara la delantera y me quedara ahí, y es lo que acabo de hacer. Ahora yo estoy vivo y tú no. Ahora ya nunca vamos a ser iguales ¿y sabes por qué? Uno de nosotros está muerto. ¿Qué te parece, Roland?” dije. “Pero tú te la buscaste”.

Esperé un minuto solo para ver si salía alguien el tiempo suficiente como para recogerlo. Y sale la mujer. Dudo que se hubiera dormido. Me pareció que había estado ahí adentro, manteniéndose despierta todo ese tiempo.

Estaba muy verde por donde salí corriendo a través del jardín. ¡A esa negra esposa suya bien que le gustaba tener un bonito césped! Apuesto que a mi esposa no le gustaría nada tener que pagar su cuenta de agua. Ni su cuenta de luz. Y ahí estaba el camión de mi cuñado, esperando con la puerta abierta. “Prohibido llevar pasajeros” –no se refería a mí.

No se me ocurre qué más hubiera podido hacer para que todo saliera aún mejor. Quizá una silla mientras esperaba. Camino a casa caí en la cuenta de qué poco necesita uno para hacer lo que realmente quiere hacer. Eran las 4.34 y mientras miraba cambió a 35. Y la temperatura se atoró ahí donde estaba. Les aseguro que toda esa noche no bajó, se mantuvo en sus buenos 92 grados.

Mi esposa dijo: “¿Y no te picaron los moscos?” Dijo: “Bueno, se han estado preguntando esto –por qué alguien no se tomaba el trabajo de cargar un rifle para sacar a algunos de estos agitadores de Thermopylae–. ¿No insistía este tipo siempre con lo mismo, de qué buena idea sería? ¿El que escribe una columna todos los días?”

Le dije a mi esposa: “Encuentra alguna manera para que no me den todo el crédito”.

“Dice háganlo por Thermopylae”, dijo mi esposa. “¿Nunca hojeas el periódico?”

Le digo “Thermopylae nunca hizo nada por mí. Y yo no le debo nada a Thermopylae. No lo hice por ti, como tampoco haría nada por esos Kennedy, ¡carajo! Lo hice por mi propia satisfacción”.

“Con esto seguro que va a salir otra vez en la tele”, dijo mi esposa. “Espera a que lo entierren”.

Dije: “Ni siquiera dejaste una luz prendida cuando te fuiste a dormir. Así ¿cómo puedo llegar a casa o meter el camión de Buddy en el patio?”

“Bueno, aquí te va otra buena noticia” dijo a continuación mi esposa. “La N doble A C P está viendo de mandar a alguien a Thermopylae. Te hubieras esperado. Quizá podrías haber escogido algo mejor. Ya verás cómo todos opinan lo mismo”.

No soy más que uno. Supongo que hay que contarle a alguien.

“¿Dónde está el rifle?” dijo mi esposa. “¿Qué hiciste con nuestra protección?”

Dije “¡Ardía! ¡Estaba que ardía!” Le conté: “Está tirado sobre la tierra entre la hierba crecida tratando de enfriarse, eso es lo que está haciendo”.

“Lo tiraste” dijo ella. “Por ahí”.

Y le conté: “Porque estoy tan cansado de que en este mundo todo esté tan caliente cuando lo tocamos. Las llaves del camión, la perilla de la puerta, las sábanas de la cama, todas las cosas. Todo está como una hornilla de estufa. No hay mucho a lo que valga la pena seguir aferrado” le dije “cuando de día hace ciento dos grados a la sombra y de noche no se siente mucha diferencia. Ojalá tú hubieras puesto tus dedos sobre ese rifle”.

“Tenías que dejarlo por ahí” dijo mi esposa.

“¿Acaso soy tan poca cosa?” me hizo preguntar. “¿Quieres ir tú por él?”

“Al que van a atrapar es a ti. ¡Yo digo que hace tanto calor que aunque uno pueda dormirse se despierta como si hubiera llorado toda la noche!” dijo mi esposa. “Ánimo, aquí te va un chiste antes de que sea hora de levantarse. ¿Sabes lo que dijo Caroline? Caroline dijo, ‘Papi, quiero ser grande para poder casarme con James Meredith’. Lo oí en mi trabajo. Una vieja ricachona se lo contó a otra para hacerla cacarear”.

“Al menos evité que algún adolescente pendejo de Thermopylae fuera para ahí y lo hiciera primero” dije. “En su propio coche”.

En la tele y el periódico no saben ni la mitad de esto. Saben quién era Roland Summers sin saber quién soy yo. El público ya conocía su cara antes de que me deshiciera de él, y después de que me deshice de él ahí la están viendo otra vez –la misma foto–. Y de mí ni una. Nunca me he tomado una. ¡Nunca! Lo más que pudo hacer ese periódico por mí fue ofrecer una recompensa de quinientos dólares por averiguar quién era yo. Mientras no sepan quién fue, el que mató a Roland vale bastante más que Roland.

Cuando salí a dar una vuelta por el pueblo hacía aún más calor. La banqueta en medio de la calle principal estaba tan caliente que podría haber estado caminando sobre el cañón de mi rifle. Si esta mañana todo el mundo hubiera podido sentir la calle a través de las suelas de mis zapatos, quizá hubiera servido de algo.

Entonces lo primero que les escuché decir fue que lo había hecho la propia N doble A C P, había matado a Roland Summers, y la prueba de esto era que el tirador había sido un experto (¡permítanme decirles que sí lo era!) y en el momento indicado para meter a los blancos en problemas.

No se puede ganar.

“Nunca lo van a encontrar” me dijo a la cara el viejo que trataba de vender cacahuates asados. Y hace tanto calor.

Es como si el pueblo ya se hubiera incendiado, pues no importa la esquina por donde uno doble o la calle que tome uno, siempre están ahí esos árboles con montones de flores que les cuelgan como sandías partidas. Y mil policías amontonados por donde vaya uno, la mitad de ellos demasiado jóvenes como para comenzar a afeitarse, pero todos chorreando sudor por igual. Me estoy cansando de ellos.

Ya estaba cansado de ver a cientos de policías que no lograban nada para nosotros los blancos. Una vez muy al principio me paré en la esquina y vi a estos nuevos policías con sus caras de bebé cargando un vehículo con puros niños negros que venían de un desfile y se metían dentro de la carreta cantando. Y subieron y se sentaron sin dar ni una pizca de trabajo y en las manos traían banderitas americanas nuevas, y todo lo que pudieron hacer los policías fue arrebatarles las banderas y no dejar que las recogieran, eso fue todo, y transportarlos gratis. Y los niños pueden conseguirse más banderas.

Oigan todos: No sirve para nada quitarle nada a nadie si no es seguro que es para siempre, para una vez y por todas, por los siglos y amén.

No me lamentaré de ver estos ladrillos llover sobre nosotros para variar un poco. También las botellas de refresco pueden venir volando por los aires cuando quieran. Cientos de botellas para hacerse pedazos, como en Birmingham. Estoy esperando que saquen sus navajas, como en Harlem y Chicago. Sigan viendo la tele otro poco y podrán observar cómo sucede todo esto en la calle Deacon de Thermopylae. Solo ¿qué los detiene? –Pues bien que lo traen dentro.

Yo ya estoy preparado para ese momento.

Puede que me encuentren. Puede que me agarren un día a pesar de ellos mismos (pero yo me crie en estos lugares). Puede que quieran mandarme directo a la silla eléctrica, y eso significa algo más caliente que la suma de ayer y de hoy juntos.

Pero les aconsejo que se vayan con cuidado. ¿No es hora de que los que pagamos impuestos empecemos a tomar cartas en el asunto? ¿Que empecemos a decirles a los maestros y a los predicadores y a los jueces de lo que llaman nuestros juzgados hasta dónde pueden llegar?

Ni siquiera el presidente, hasta ahora, puede meterse en mi casa si no está invitado, como si fuera mi papá para decir alto. ¡Todavía no!

Una vez me escapé de mi casa. Y hubo un aviso para mí en nuestro periódico local. Lo pagó mi madre. Era de parte suya. Decía: “HIJO: Solo te persiguen para encontrarte”. Esa vez regresé a casa.

Pero ahora hay gente muerta.

Y hace tanto calor. Y ni siquiera es agosto todavía.

De todos modos lo vi caer. Desde entonces ese siempre fui yo.

Así que descuelgo mi vieja guitarra del clavo en la pared. Porque tengo mi guitarra, a la que me he aferrado desde hace tiempo, y nunca la dejé caer, nunca la perdí ni la olvidé, nunca la empeñé sin recobrarla, nunca la regalé, y me acomodo en mi silla, solo en la casa, y empiezo a tocar y canto: Cayó. Y canto: cayó, cayó, cayó, cayó. Canto: cayó, cayó, cayó, cayó, cayó.

 

(Tomado de www.ciudadseva.com)

 

La mujer negra o una antigua capilla de templario

José Zorrilla

 

Uno de los templos que se ven hoy en Castilla la Vieja es el de Torquemada, villa situada a pocas leguas de Valladolid, entre esta ciudad y la de Burgos. Antes que éste se edificara, servía de iglesia una capilla que llaman de Santa Cruz. Ahora está a pocos pasos del pueblo y sigue sirviendo de templo secundario. Fue obra de los caballeros templarios, que la abandonaron muy poco después de haberla levantado para sus fines particulares; y transcurriendo días, se hizo un objeto de veneración y de pavor para el simple habitador de Torquemada. Se dijo que no todo era bueno en aquella capilla: que se oían ruidos subterráneos, y hubo quien añadió que le constaba estar habitada por los malos espíritus. Estos rumores crecieron cuando don Juan II de Castilla mandó cortar la cabeza de su condestable don Álvaro de Luna, por quien los vecinos de Torquemada hicieron muchos sufragios. Contaron que se oían ecos lastimosos en Santa Cruz; que recorrían luces de una parte a otra, y que vagaban por la noche en sus cercanías sombras movibles; y otras fábulas a este tenor.

Al mismo tiempo apareció un ermitaño en la parte del pueblo opuesta a la en que estaba la capilla. Allí se acababa de levantar un santuario con el nombre de Nuestra Señora de Valdesalce, cuyo cuidado se encargó a este ermitaño, que vivió algún tiempo con una vida ejemplar y siendo el ídolo de los vecinos de la población.

De estos sucesos tan simples en sí y tan naturales, se sacaron mil cuentos inverosímiles y absurdos, que tuvieron motivo en las causas anteriores del acaecimiento que voy a referir, y que se conservó largo tiempo en la memoria de los aldeanos con el nombre de la mujer negra.

Una mujer misteriosa entraba, ya hacía algunas noches, en la capilla de Santa Cruz, sin que nadie supiese quién era ni con qué objeto se presentaba allí. Algunos atrevidos y un poco más despreocupados que los otros se arriesgaron a seguirla, entrando en el templo algunos minutos después que ella. No quedó rincón que no miraran, ni escondrijo donde no se introdujeran; pero la mujer no apareció. Una hora antes de rayar el alba, esta dama incomprensible salió de la capilla y desapareció entre la maleza de un bosquecillo, o más bien dehesa cercana. ¿Cómo, pues, explicar este misterio? Entraba, salía, se la buscaba, y así se daba con ella como si fuese un espíritu invisible. Los lugareños, aterrados, no osaban, después de este acontecimiento, acercarse a Santa Cruz desde que el astro del día empezaba a debilitarse. El ermitaño de Valdesalce estuvo también algún tiempo sin dejar su habitación, lo que contribuyó al aumento de su terror. El suceso de la mujer negra empezó a tomar un aspecto muy formal. “El condestable”, decían los aldeanos, “era sin duda muy culpado; nuestras oraciones han irritado su alma”. Otros hablaban de la mujer negra, como de una bruja que tenía pacto hecho con el diablo, añadiendo unos que se les había mostrado por la noche, y otros que, volviendo de los azares del campo, la vieron bailar al anochecer alrededor de una seta, como decían lo practicaban las brujas: y algunas viejas contaban que la habían visto saltar con suma rapidez de unos en otros tejados, cantando por un tono en extremo lúgubre.

El ermitaño bajó, por fin, a visitar a sus queridos hermanos, como él llamaba a los vecinos de la villa. El semblante de este hombre era angelical, su porte agradable y cariñoso: llevaba una túnica de paño burdo ceñida a la cintura con una correa. Vagaban sobre su espalda los negros y rizados cabellos, y la barba crecía a su antojo, dando a su rostro varonil un carácter de majestad y nobleza que nunca desmintieron sus palabras ni sus hechos. La alegría de los aldeanos fue general cuando vieron bajar a su ermitaño. Corrieron a su encuentro, le contaron el suceso de la mujer negra muchas veces, porque se les figuraba que aún no lo había comprendido bien. Él escuchó su narración con una paciencia imperturbable: les animó, les dijo no creyesen en cuentos de brujas ni en hechizos, que tal vez aquella mujer fuese tan buena cristiana como por bruja la tenían; y concluyó prometiéndoles que él mismo iría a descifrar aquel misterio. Los del pueblo quedaron muy pagados de la afabilidad del eremita, le dieron repetidas gracias y le acompañaron largo trecho fuera del lugar, retirándose después con más tranquilidad de la que habían tenido los últimos días.

El solitario de Valdesalce esperó la venida de las sombras lleno de curiosidad: la idea de aquella mujer extraordinaria le había hecho gran impresión, y parecía hallar un presentimiento en su interior que le inclinaba a creer que era un ente bien desgraciado. Meditaba en las señales que le dieron de ella los del pueblo; dejaba escapar expresiones de compasión: hubiera querido descubrirlo todo en un momento. Mas no sabía que el cielo le preparaba una escena bien triste en la capilla de los Templarios.

La noche llegó desplegando a la vez todos los encantos que la acompañan en la estación deliciosa de la primavera. La luna apareció suspendida en el puro azul de una atmósfera tenue, que parecía tener la virtud de aligerar la vida de los seres condenados a arrastrar unos días cortos y desabridos sobre la tierra. Ayudándose con su pequeño báculo, descendía de su choza el eremita de Valdesalce, encomendando al Eterno, en duplicadas oraciones, el éxito del negocio que iba a emprender en favor de sus caros habitantes de la llanura: atravesó silencioso por medio de las sombras que proyectaban los edificios pequeños y groseros que se veían separados del resto de la población; y al cabo de algunos minutos se arrodilló ante el altar de la capilla a que no resolvían acercarse los lugareños. Acomodose en un lugar extraviado desde donde pudiese registrar el espacio más reducido del templo, y aguardó más de una hora sin percibir el más mínimo ruido.

Al cabo de este tiempo, la puerta que él había cerrado detrás de sí, se abrió lentamente con un prolongado mugido; la lámpara colgada delante del ara, osciló débilmente y dio muestras de expirar, confundiendo así los objetos de una manera horrorosa. Una mujer de una figura interesante se adelantó hacia el presbiterio y oró por algunos momentos. Iba cubierta con un ropaje de seda negra que realzaba su cutis delicado, y convenía con su semblante abatido. Sus ojos lánguidos recorrieron velozmente la capilla, y dirigiéndose a la lámpara, comunicó la llama a un largo hachón, que difundió una claridad trémula, cuyo resplandor dio movilidad a los seres estacionarios por naturaleza. Dirigiose a un altar lateral, y separando una ligera tarima, dejó ver una escalerilla de caracol, oculta bajo una pequeña trampa, por la que desapareció. La oscuridad volvió a tomar posesión de la capilla, porque la lámpara había sido apagada por aquel ser fantástico. El eremita se dirigió a ciegas al sitio por donde se había sumergido la mujer negra, y, entrando en la trampilla, empezó a caminar por las entrañas de la tierra. Después de haber bajado algunos escalones, se adelantó por un callejón tortuoso, evitando cualquier ruido que pudiera producir su marcha. Al paso que se adelantaba se aumentaba la claridad, y pocos pasos anduvo para encontrar otra segunda escalerilla, que terminaba en una estancia subterránea más extensa que la capilla. Un sepulcro servía de altar, al parecer, y algunos huesos extendidos por el pavimento mostraban bien eficazmente que sirvió un día de cementerio a los hombres.

La mujer prodigiosa se hallaba como en un éxtasis al pie de aquella tumba: su rostro estaba humedecido con algunas lágrimas; sus facciones se habían hecho gruesas y duras; la vista no cambiaba de dirección; en una palabra, todo indicaba estar entregada a un exceso vehementísimo de delirio. El eremita permaneció mudo de admiración y de terror a la entrada de este salón fúnebre. Dos veces estuvo tentado a volver atrás, pero una secreta curiosidad se lo estorbó, y permaneció oculto hasta ver el final de esta escena. La mujer negra se levantó, se acercó más al sepulcro, y entregándose a un terrible frenesí, gritó con una voz robusta y más que mujeril:

–¡Inés! ¡Inés! He aquí las cenizas de tus abuelos. Tu padre no está aquí. Los buitres han agitado sus plumas inflexibles sobre su cadáver, y han escondido las uñas y el pico en sus entrañas insepultas. ¿Quién dará cuenta de esto? ¡Inés! ¡Inés! ¡La maldición de los padres es eterna: el parricida no reposa ni aun en la tumba!

El acceso de furor se aumentó; temblaba de pies a cabeza: pronunciaba sonidos incomprensibles; agitaba en el aire la antorcha que tenía en la mano; finalmente, empezó a dar vueltas en derredor de aquella mansión de los muertos, y, haciendo un movimiento rápido desde el extremo opuesto, corrió demente hacia la escalera de la capilla. Fijó sus ojos desencajados en el eremita, cogiole por la túnica y le condujo casi arrastrando hasta el pie del sepulcro. Allí agitó la antorcha por segunda vez, la acercó al rostro del morador de Valdesalce, parecía quererle reconocer, y, repitiendo mil gestos convulsivos, quedó en pie delante de él como quien vuelve de repente de un letargo de muchas horas. Su semblante tomó otra vez su carácter lánguido; se sonrió débilmente, como por fuerza, y dijo:

–¡Hola! El ermitaño de Valdesalce ha venido a visitarme. Ciertamente, este sitio no es un palacio adornado con ricos tapices, pero la perspectiva de un sepulcro no debe serle tan desagradable.

Hasta entonces no había percibido el solitario más que la idea de un delirio tremendo y de una mujer criminal; mas cuando su semblante se serenó, no vio en él sino una imagen de la desgracia; y sirviéndose del mismo lenguaje que había usado aquella mujer, la contestó:

–El ermitaño de Valdesalce ha oído que una mujer misteriosa causaba terrores en los corazones sencillos de los aldeanos con sus apariciones nocturnas en la capilla de Santa Cruz.

–¡Misterio! ¡Terrores! ¡Apariciones! –repuso ella, con admiración marcada– No, no, os han engañado… es una falsedad; Inés Chacón no se aparece… Tocadla, su cuerpo es de la misma materia que los demás.

¡Todo era aquí maravilloso, todo enigmático! El nombre de Inés Chacón produjo en el ermitaño un repentino temblor, sus ojos negros rodaron sobre sus órbitas, y no pudo articular por algunos momentos una sola palabra.

–El eremita se ha estremecido –dijo Inés–. ¿Le aterran los gemidos de los espíritus que habitan aquí? Podemos abandonarlos cuando les plazca.

–Mujer extraordinaria, los espíritus no me intimidan, pero tus palabras excitan en mí una idea más horrible. ¿Quién eres? Habla, te juro por las almas de tus antepasados un silencio eterno e inviolable.

–Pues bien, que el hombre de la soledad me escuche: no oirá de mis labios más que verdad.

Esto dicho, colocó entre dos piedras el hachón que tenía en la mano, y, sentándose en unos escombros enfrente de él, hizo señal al ermitaño para que la imitase. Era por cierto una escena bien asombrosa ver a dos seres tan raros y tan distintos, conversando con aparente tranquilidad de las cosas de la vida, rodeados de los despojos del tiempo y de la muerte. Después de un corto silencio, empezó Inés su narración con un tono lúgubre y enfático.

–Burgos me vio nacer. Mi padre fue el inseparable amigo del desventurado condestable, que perdió ha poco la privanza del príncipe don Juan, con la cabeza, y su caída arrastró tras sí a nuestra corta familia; diez y siete veces había visto despojarse los jardines de sus flores, siguiendo en este tiempo la fortuna de aquel favorito del rey de Castilla, cuando don Rodrigo de Aguilar, poderoso caballero de Aragón, se atrevió a fijar sus ojos en la orgullosa frente de Inés. Le amé, ¡demasiado me pesa!; ya es tarde. Mi padre iba a salir desterrado de la corte, cargado con toda la indignación de un príncipe caprichoso; en este momento crítico, don Rodrigo ofreció a mi padre un asilo seguro en su fortaleza de Aragón; se obligó a mantener mi familia en el antiguo fasto y ostentación, y concluyó con pedirle la mano, lo que mi padre le negó abiertamente.

Yo ignoraba que don Rodrigo era un jugador, un impío cargado de deudas y de vicios, que ocultaba por medio de virtudes aparentes. Ciega de amor, traté de impostor a mi padre infeliz, y le anuncié que lo creía todo una odiosa suposición suya, para no permitirme dar el nombre de esposo al aragonés, y disfrazar así su odio contra los que siguieron otras banderas que las del condestable.

El infame don Rodrigo facilitó, a pesar de mi padre, una entrevista con la alucinada Inés. Tuvo en ella valor para proponerle la fuga. Después que nuestro matrimonio esté concluido –me dijo– vuestro padre cederá, y lo dará todo por bien hecho. Mi pasión abominable pasaba los límites del verdadero amor, yo estaba frenética, y mi padre, por otra parte, me prometía un porvenir nada lisonjero. ¿Lo creeréis? Consentí en habitar con él en su castillo de Aragón, y con esta idea que me halagaba ahogué en mi corazón el cariño filial. A la medianoche salimos de Valladolid, seguidos de tres criados bien apercibidos y valientes. Todavía veíamos las veletas girar en las torres de los templos de la ciudad, al débil brillar del astro nocturno, cuando un bizarro caballero, armado de punta en blanco, se opuso en medio del camino por donde debíamos pasar. Calada la visera y la lanza baja en brioso continente, acometió a Rodrigo, cuyo caballo, menos fuerte que el del incógnito, midió la arena con su cabalgador. Nuestros criados cercaron al vencedor, el cual, cubierto de heridas, sucumbió después de una porfiada lucha. ¡Insensata! Yo me daba el parabién de su ruina; de la ruina de mi padre. Abrió un momento sus moribundos ojos, y, fijándose en su execrable hija, exclamó: “¡Pluguiera al cielo que vivieras maldita sobre la tierra; y que tus infames amores…!”. No acabó. Sus fuerzas le hicieron traición; la voz expiró en sus fauces, y yo me alejé, sin saber lo que hacía, de aquel espectáculo de barbarie.

Aquí se detuvo Inés, y derramó algunas lágrimas a la memoria del que la dio el ser: pareció quererse entregar a otro acceso de delirio, mas, recobrando el espíritu, prosiguió.

–Este golpe se borró pronto de mi memoria entre las caricias infernales de mi pérfido esposo, que después de haberse burlado a su sabor de la crédula Inés, me encerró en un calabozo de su castillo, donde me dio la noticia de la muerte de mi padre. Pero un conserje que él creía de su confianza le vendió, y me dio la libertad. Convencida de que nada adelantaría con querer vengarme, sino hacer más patente mi deshonor, vine a concluir mis días cerca del sepulcro de mis abuelos. Ese bosquecillo cercano me oculta durante el día, y mientras el hombre paga el tributo del descanso a la naturaleza frágil, doy rienda a mi dolor en este miserable sitio. La maldición de mi padre, venerable ermitaño, resuena sin cesar en mis oídos, y la última noche he creído ver su sombra indignada que se alejaba de esta capilla. Aún tengo otro secreto que revelaros. Mi vida acabará muy pronto; tomad, esta joya se la hallaron a mi padre sus asesinos entre la coraza (Inés mostró una cruz de oro guarnecida de magnífica pedrería). Iba unida a un billete para su único amigo, de quien es propiedad; debía de haberle acompañado en su destierro. ¡Quizá le habrá seguido al sepulcro!…

–¡Todo lo sé ya! –exclamó el ermitaño, tomando en sus manos la cruz que Inés le presentaba–. ¡Dios mío! ¡Para esto he vivido hasta hoy! ¡Oh, mi fiel Gonzalo!…

–¡Qué, sois vos! –dijo la joven frenética–. ¡Hernando de Sese, el apoyo de mi padre, se cubre con la túnica del ermitaño de Valdesalce! ¡Sí, sí, todo es horror en la tierra, y la maldición paternal pesa sobre mí con todo su vigor!

Mientras un torrente de lágrimas bañaba el rostro del sensible Hernando, el delirio se apoderó de Inés, y tomando carrera desde la mitad del subterráneo, intentó estrellarse contra aquellas paredes revestidas de cráneos humanos. Hernando de Sese corrió a estorbar el fatal proyecto, pero un nuevo prodigio detuvo a la joven en su desesperada corrida. El centro de la tierra gimió; la losa de la tumba cayó al suelo resbalando por sus bordes, y un guerrero armado de todas las piezas se levantó como un espectro, en medio de ellos. La cruz roja de Santiago resplandecía en su pecho, y resaltaba más colocada en su coraza cubierta de negro pavón. Un penacho oscuro flotaba sobre el almete, como un funesto grajo que revolotea en tomo de una torre enlutada por la muerte de su señor.

Entretanto que Inés y Hernando permanecían inmóviles, sobrecogidos de un estupor indefinible, la mano del caballero aparecido alzó la visera y mostró un semblante noble, en que luchaban a la par la angustia y la indignación. “No temáis –dijo con una voz tétrica–, ¡vivo todavía!”

–¡Vive todavía! –repitieron a un tiempo Hemando e Inés.

–Sí, vivo todavía –replicó el caballero (en quien ya se habrá reconocido a Gonzalo); los asesinos no acabaron con mi existencia, y cuando volví del profundo letargo en que me dejaron sumergido, me hallé en una habitación desconocida, donde la caridad de una virtuosa mujer me puso en el estado en que me veis. Allí supe la fuga de mi amigo Hernando, y determiné buscarle para vengar el ultraje hecho a mi familia por el impío don Rodrigo. Aguardando la ocasión de descubrirme al ermitaño de Valdesalce, encontré el asilo de mi hija infeliz, y pensé hacerla caer en mi poder, ocultándome en un segundo subterráneo que tiene entrada por ese sepulcro.

Iba a contestar Hemando, pero un gemido prolongado que se oyó a sus espaldas, no se lo permitió. Inés estaba entregada de nuevo a otro delirio más vehemente que los dos primeros. En vano su padre la estrechó en sus brazos, la prometió su perdón y la llamó repetidas veces su hija, su querida hija. Una fiebre ardentísima la consumía por instantes: hacía contorsiones y gestos repugnantes, y entre las bascas de su furor se la oía repetir con frecuencia: ¡Maldición! ¡Maldición! Y un gemido histérico y espantoso terminaba sus ecos de demencia.

Durante esta escena el hachón se consumió enteramente, y mientras Hemando subía a buscar algunos vecinos de su confianza que diesen un asilo provisional a aquellos desventurados, Inés, desasiéndose de repente de los brazos de su padre, se hizo pedazos la cabeza contra el sepulcro. La última llamarada de la antorcha mostró al triste Gonzalo el cerebro de su hija esparcido a su alrededor, y un grito de desesperación se propagó por las bóvedas del subterráneo, resonando hasta la misma capilla.

Un momento después bajó el ermitaño acompañado de aldeanos que traían hachas encendidas. Pero no fueron más que las antorchas que alumbraron un lastimoso funeral. Gonzalo Chacón siguió el ejemplo de su hija frenética, y había expirado abrazado con su cadáver al pie del sepulcro de sus abuelos.

Ya no existe este subterráneo, pero se conserva intacta la capilla de los Templarios.

 

(Tomado de www.ciudadseva.com)

 

domingo, 3 de agosto de 2025

El Gigante egoísta

Oscar Wilde

 

Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.

–¡Qué felices somos aquí! –se decían unos a otros.

Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín.

–¿Qué hacen aquí? –surgió con su voz retumbante.

Los niños escaparon corriendo en desbandada.

–Este jardín es mío. Es mi jardín propio –dijo el Gigante–; todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.

Y, de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:

ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA
BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES

Era un Gigante egoísta…

Los pobres niños se quedaron sin tener dónde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás.

–¡Qué dichosos éramos allí! –se decían unos a otros.

Cuando la primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el invierno todavía. Como no había niños, los pájaros no cantaban y los árboles se olvidaron de florecer. Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida.

Los únicos que ahí se sentían a gusto eran la Nieve y la Escarcha.

–La primavera se olvidó de este jardín –se dijeron–, así que nos quedaremos aquí todo el resto del año.

La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las chimeneas.

–¡Qué lugar más agradable! –dijo–. Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con nosotros también.

Y vino el Granizo también. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo.

–No entiendo por qué la primavera se demora tanto en llegar aquí –decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco–, espero que pronto cambie el tiempo.

Pero la primavera no llegó nunca, ni tampoco el verano. El otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno.

–Es un gigante demasiado egoísta –decían los frutales.

De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el invierno, y el Viento del Norte y el Granizo y la Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles.

Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era solo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas.

–¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la primavera –dijo el Gigante, y saltó de la cama para correr a la ventana.

¿Y qué es lo que vio?

Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños, y se habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un rincón el invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas que parecían a punto de quebrarse.

–¡Sube a mí, niñito! –decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era demasiado pequeño.

El Gigante sintió que el corazón se le derretía.

–¡Cuán egoísta he sido! –exclamó–. Ahora sé por qué la primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a botar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños.

Estaba de veras arrepentido por lo que había hecho.

Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa y entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en invierno otra vez. Sólo aquel pequeñín del rincón más alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la primavera regresó al jardín.

–Desde ahora el jardín será para ustedes, hijos míos –dijo el Gigante, y tomando un hacha enorme, echó abajo el muro.

Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás.

Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante.

–Pero, ¿dónde está el más pequeñito? –preguntó el Gigante–, ¿ese niño que subí al árbol del rincón?

El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso.

–No lo sabemos –respondieron los niños–, se marchó solito.

–Díganle que vuelva mañana –dijo el Gigante.

Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste.

Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más chiquito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos los niños, pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a menudo se acordaba de él.

–¡Cómo me gustaría volverlo a ver! –repetía.

Fueron pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.

–Tengo muchas flores hermosas –se decía–, pero los niños son las flores más hermosas de todas.

Una mañana de invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el invierno pues sabía que el invierno era simplemente la primavera dormida, y que las flores estaban descansando.

Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado, y miró, miró…

Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos.

Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño su rostro enrojeció de ira y dijo:

–¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?

Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de clavos en sus pies.

–Pero, ¿quién se atrevió a herirte? –gritó el Gigante–. Dímelo, para tomar la espada y matarlo.

–¡No! –respondió el niño–. Estas son las heridas del Amor.

–¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? –preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño.

Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:

–Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso.

Y cuando los niños llegaron esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas.

 

(Tomado de www.ciudadseva.com)

 

Con sabor a muerte

Milia Gayoso Manzur

 

La latona verde se desbordó bajo la ducha y el agua cayó formando pequeñas cascadas que se deslizaron por las patas de la silla hasta el piso rústico de cemento. Ursulina cerró la llave del agua y sacudió la latona para volcar el exceso de agua. Metió la mano adentro para probar la temperatura y tuvo que agregar agua fría porque la encontró muy caliente.

El pequeño remoloneaba abrazado a un perro azul de peluche y no daba señales de querer levantarse. “No insistas, no quiero verlo, no quiero verlo, no quiero verlo”, la voz retumbaba en sus oídos. “No quiero verlo”. Ursulina tomó al bebé en brazos y lo llenó de besos a la par que lo desvestía. Lo dejó chapotear en el agua durante un buen rato hasta que finalmente lo sacó y lo envolvió en una sábana vieja, provocando su llanto. Lo vistió con su ropa más linda, la babucha azul y la remera con patitos, le puso talco y lo besó interminablemente en la cabeza, en las manitos gordas, en los pies. Le dio el frasco con talco para que jugara mientras ella continuaba con los preparativos.

Se duchó con agua fría y metió la cabeza bajo la canilla como queriendo limpiarla por fuera y por dentro… Se secó con cuidado, despacio, presionando la piel con la toalla y se puso un vestido viejo pero bonito. Preparó la merienda para los dos, la del bebé salió aguada porque se acabó la leche en polvo, para ella hizo un café negro bien cargado.

Del cajón del ropero sacó un estuche de madera que en otro tiempo había servido como envase de un pan dulce de Navidad. En la caja ordenadamente apiladas se encontraban varias cajitas y sobres con pastillas: solpan, frisium, ansietil, valium. Eran restos que fue acumulando con el tiempo, así como se fueron acumulando sus penas y frustraciones. Tomó algunos y los curubicó sobre la mesa presionando con un cuchillo, una vez convertido en polvo, los vertió dentro de la mamadera y la agitó con fuerza para que se derritieran las pastillas.

Años atrás, cuando una amiga intentó suicidarse, el médico que la atendió le había comentado que como mínimo se necesitan cien miligramos para morir. Se puso a sumar: diez pastillas de seis miligramos, cinco de tres, ocho de cinco… pero finalmente descargó todas en su mano izquierda y las fue tomando con el café, de a dos, de tres… El bebé comenzó a llorar de nuevo. Ursulina agarró la mamadera y fue con el niño hasta el sillón de mimbre para dársela.

Acercó el chupón a la boca del bebé que succionó con ganas su extraña merienda, con sabor a poca leche, tristeza y muerte. Ursulina no lloró porque se le habían agotado las lágrimas y sólo le quedó una sensación de sequía en los ojos, la garganta y el corazón. “No quiero verlo, no es mi hijo, no quiero verlo”, la frase volvió a su memoria. El bebé dejó un momento la mamadera para sonreírle a su madre que lo apretó contra su pecho. “No quiero verlo, no voy a ayudarte, ¿por qué tengo que ayudarte?”. Moviendo los pies hamacaba el sillón lentamente. En el fondo de la mamadera se veían las partículas que no se derritieron. “No quiero verlo”. El bebé se durmió con el chupón en la boca mientras a Ursulina le llegaba un cansancio recargado de otros viejos cansancios que la fue sumiendo en la inconsciencia. Después de algún momento, el sillón de mimbre se fue quedando quieto y los dos se durmieron.

 

A las cuatro y media de la tarde del día siguiente, diez vecinas llorosas y niños que portaban rústicas coronitas de helechos y malvones, llevaban en silencio un cajoncito blanco cubierto de sinias amarillas… y en el hospital para indigentes una mujer casi esquelética, casi demente, lloraba sin consuelo.

 

(Tomado de www.cervantesvirtual.com)