Gastón García Cantú
Camino
del Teatro Roma, Gonzalo Martínez iba cobrando cuentas a su destino. El cristal de la portezuela del automóvil, recortado en rectángulo, le parecía
el marco mismo de su vida; perfecto y
transparente. Advertí en él una doble imagen semejante a la de sus sueños; en primer
término, su cara: hermética, impasible; en segundo, como sirviendo al secreto impulso
que lo animaba: la gente, los edificios; hombres de todas condiciones que hablaban unos con otros, que caminaban, que saludaban… puso la mano derecha sobre el cristal para recobrar
la
certidumbre de la realidad. No parecía
verdad lo que sucedía: él,
un funcionario, representando al gobernador en las ceremonias del partido oficial.
¡El día de la revolución! No se trataba de
inaugurar una escuela, ni de un mitin de obreros, sino de presidir, en el sitio
de honor, las festividades en la que llamaban la cuna del movimiento armado.
Al llegar a la puerta del teatro y abrir la
portezuela, uno de los delegados procuró endurecer su gesto habitual. Apretó los labios y levantó el mentón.
Estrechando la mano del presidente del partido, sonrió sin malicia alguna: abierta,
ingenuamente, como sólo un político de buenas intenciones podría hacerlo.
Una cierta duda, y la extraña sensación de
ser durante algunas horas el gobernador del estado, sin dejar de ser uno de tantos
funcionarios, le hacía ver a los demás con cierto aire de disculpa, pareciéndole
convenir con ellos que se trataba de una formalidad inevitable. Como una ley
que se aprueba guiñando un ojo, admitía la transitoria pertenencia del poder ejecutivo.
Sin embargo, en ese íntimo equilibrio, un peso indescifrable inclinó su conciencia
hacia la certeza de ser él, y nadie más, el legítimo sucesor del mandatario. Todo
se debió a las frases de los delegados:
–¡Qué tino del jefe: elegir a don Gonzalo!
–¡Uno
de los revolucionarios más auténticos!
–¡El más alto exponente de nuestros
principios!
–¡Una de las columnas más sólidas del
régimen!
Entró por el pasillo del teatro y creyó que
su personalidad adquiría, instante tras instante, la consagración de la
historia.
Allí estaba la burocracia; en las graderías, el
pueblo, y en anfiteatro, los escolares, demostrando con su presencia
que el gobierno extendía su beneficio a todas las edades de la población. La luz
caía por entre las altas ventanas, volviendo amarillenta la iluminación de los reflectores. En el sitio de honor, los banderines y las
guirnaldas separaban del lunetario a un grupo que veía el escenario
con displicencia, comentando en voz baja los impenetrables secretos del mundo oficial:
–Y…
¿qué
tal, don Gonzalo, cómo le ha ido?
–Bien,
bien… Ya ve usted, con este trabajo apenas queda tiempo de hacer cualquier cosa…
–La indisposición del general no es grave,
¿verdad?
–No… no, de ninguna manera.
–Yo creo que no está enfermo, sino que
pensó en usted para representarlo ahora, desde hace tiempo…
–Es posible, compañero, es posible.
–Usted sabe que cuenta con nosotros incondicionalmente.
–Nadie mejor que usted conoce los
problemas del estado, ni nadie, tampoco, tiene su antigüedad. Usted es de la vieja
guardia.
–Claro, claro, desde hace tiempo tenemos
el honor de servir al general. Lo hemos seguido en las buenas y en las malas.
–Lo que nos consuela es comprobar
que
sabe dar a cada uno su lugar. Usted, por ejemplo, va hacia arriba… Como debe ser, tratándose de un revolucionario auténtico…
–Ya veremos, ya veremos… Yo no olvido
nunca a los amigos.
La ceremonia, organizada por el jefe de la
sección cultural del partido, dio principio. Trataba –lo explicó una y otra vez el presidente a Gonzalo Martínez– de una representación del
movimiento revolucionario. Eran seis los cuadros: el primero evocaba el
instante de la lucha contra la dictadura; el segundo, la entrada del Apóstol a la
Ciudad de México; el tercero, el ejército
constitucionalista; el cuarto, el asesinato de Obregón; el quinto, la escena de
la paz y la abundancia en que vivía el pueblo bajo el gobierno en el poder; el último
eran tres bailes regionales que anticipaban el gran final: “La Adelita”,
cantada por todos los participantes.
Gonzalo Martínez no hablaba. Cruzados los
brazos, asentía de vez en vez a lo que decían los actores. Aplaudía casi al
terminar el aplauso del público. El jefe del partido, visiblemente preocupado,
le preguntó:
–¿No le gusta a usted, don Gonzalo?
–Sí… está bien… sin embargo, el jovencito que representó al Apóstol no dio solemnidad al
personaje.
–Es
cierto.
Qué juicio tan certero. Pero, ¿sabe usted?… estas grandes figuras son difíciles de representar.
El propósito del partido
es
educativo: enseñar al pueblo lo que ha sido nuestra historia.
–Y…
¿no
hay discurso?
–Sí, desde luego; ahora verá usted, don Gonzalo,
se trata de algo muy original. El
coronel López, jefe de la sección cultural, hablará a través de ese aparato, como
una gran radio, instalado a la izquierda del escenario. Desde allí hablará como
si fuera… la voz de la revolución.
–¿Ah, sí? ¡Qué original!
Este coronel es muy culto.
–Ya lo creo. Todo el día escribe proyectos. Es imposible llevar a la práctica todo lo que se le
ocurre. Ideas geniales muchas
de
ellas; por ejemplo, la que tiene para edificar el monumento a la bandera: un asta de sesenta metros de altura,
por los cerros de San Matías…
–¿Sesenta metros?
–Sí,
y eso sólo los del asta. Habría, además, una gran plaza en la que
serían colocadas las estatuas de los héroes de la revolución… Todo de concreto.
–¡Qué idea! Lástima que sea tan costosa.
–El partido es pobre, no disponemos de
grandes ingresos, salvo en las campañas electorales…
Un silencio agudo, cortante, separó sus miradas; mutuamente advirtieron
que una palabra: cuotas –las cuotas descontadas a los empleados
públicos– los habría comprometido. Ambos participaron de la experiencia de guardar
silencio y dominar hasta el más insignificante gesto que denunciara sus pensamientos.
En esa disciplina se apoyaban unos a otros; era parte esencial del pacto que hace
de un hombre cualquiera, un político mexicano.
Sonaron los disparos que acabaron con la
vida de Obregón. Por el escenario corrían los actores gritando:
–¡Lo han matado! ¿Qué será del país?
La voz de la revolución calmó sus ánimos:
–Revolucionarios, ¡en pie! ¡Aquí les habla la revolución! No desmayemos:
al cadáver, gloria y paz; a la patria, lealtad y sumisión. Todos, como un solo hombre, veamos en el general Calles al digno sucesor. Días aciagos nos esperan. No cedamos
ni un instante ante los
enemigos. ¡Adelante, huestes
bizarras!
–¡Bravo! ¡Viva la revolución! –gritaban los actores, y cargando el cadáver del que uno de ellos
llamaba “el héroe de Celaya y de cien batallas más”, desaparecieron entre las bambalinas
al compás de “La Valentina”.
–¿Qué
le parece, don Gonzalo?
–Emocionante. Realmente es toda una lección cívica. Este coronel López es un educador de alta escuela.
–Ya
lo creo,
aunque a veces se nos desboca. En esa parte que dice “…no cedamos ni un instante ante los
enemigos…”, le hice borrar otras frases: la reacción, los nuevos conservadores,
el clero, los enemigos de la patria… y otras más. Es cierto, don Gonzalo, pero no podemos decirlo. Usted sabe cómo van las cosas. No sabemos ni quién es quién…
–Claro,
claro. Tuvo usted mucho tino. Debemos ser discretos. Eso ya pasó. Ahora se hila de diferente madeja. Ciego el que no lo vea… Y usted es un lince…
Gonzalo Martínez sonreía hacia los grupos
de los delegados. En cada ocasión era saludado por alguno de ellos; preguntaba al
jefe del partido por el nombre de uno u otro y miraba hacia el lunetario con no disimulado orgullo.
Del anfiteatro una minoría gritó:
–¡Arriba
don Gonzalo!
Los aplausos sucedieron al coro, que fue
calificado, por el jefe del partido, de elocuente demostración de simpatía, aunque
advirtió los riesgos de celebrar a una personalidad que a fin de cuentas sólo
representaba al gobernador.
Sin proponérselo, Gonzalo Martínez cedió a
su imaginación la facultad de organizar un futuro gobierno; veía las caras,
citaba los nombres y creyó acertar al elegir, de entre los asistentes, a los que
lo acompañarían en fecha próxima en el nuevo periodo de gobierno. Lentamente observó
al jefe del partido; sin duda, no sería uno de sus colaboradores. Sabía
demasiado de la política local; era imprescindible, era cierto, pero había que contar
con personas más dóciles… Quizá, meditó, el profesor que obligó a los pequeños a
gritar su nombre… ¡ése y no otro! Uno de los fieles que advertían su futuro
poder, que creían en él cuando era sólo un funcionario.
Miró sus zapatos: negros, relucientes, puntiagudos; “zapatos de
gobernante”, pensó, en el instante en que descorrían el telón para representar el número final.
La escena figuraba una aldea
de Veracruz: dos palmeras, una casucha de palma y, al fondo, una tela azul que, en grandes rasgos, parecía el mar.
La voz de la revolución anunció:
–¡Aquí está mi amado Veracruz! Puerto tres veces
heroico. Oigamos su música, alegre y vibrante.
Uno de los actores gritó desde el fondo de
la casucha: “¡Bamba! ¡Bamba!”
Las
parejas bailaban con cierto desorden. Terminaba la primera parte, y cuando aún no habían cesado los aplausos, se oyó la voz de la revolución:
–¡Esperen, esperen! ¡Aquí llega un recado urgente! Sí, aquí está: “El señor gobernador del estado ruega a don Gonzalo Martínez que baile ‘La Bamba’. Se lo
ruega muy sinceramente”.
–¿Qué?
–Que baile usted –le dijo el jefe del partido–,
que baile usted “La Bamba”.
El rumor inicial se volvió ovación, al levantarse uno de los delegados gritando:
–¡Que baile don Gonzalo, que baile
don Gonzalo!
La voz
repitió:
–El señor gobernador ha llamado por
teléfono; repetimos su invitación: que don Gonzalo Martínez baile “La Bamba”. Se lo
ruega
muy sinceramente.
Gonzalo
Martínez,
casi a empellones del jefe del partido, subió al escenario. Había palidecido. Hacia
la izquierda, la luz de los reflectores le impedía ver al público. Un sudor frío le brotaba de las
manos
y la frente. Miró las hendeduras
del piso: rectas, pequeñas, inmutables. Recordó, en ese
instante, que de pequeño no transigía con los que pisaban fuera de las líneas de las baldosas; procuró bailar en medio de ellas, sujetarse a sus límites. La música empezó. Cruzó los brazos
hacia atrás; el compás era lento; titubeaban los músicos. Hizo un
esfuerzo: dio los primeros pasos, y un prolongado aplauso
anuló su estado de ánimo. Bailó sin descanso, casi frenético. Daba
vueltas, iba y regresaba al mismo sitio. Una nube de polvo se levantaba en
torno suyo. La música tocaba sin cesar, y el público, suponiendo que se trataba
de un acróbata que expone su propia vida, aplaudía sin descanso.
Al descender del escenario, el jefe del
partido, visiblemente emocionado, le dijo:
–¡Pero, qué bien baila usted, Gonzalito!
Gonzalo Martínez, con indomeñable gesto de
abatimiento y protesta, le respondió:
–¿A qué jijo se le habrá ocurrido
inventar “La Bamba”?
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