Arturo Uslar Pietri
Mi cita
es a las once del día, pero quiero llegar con anticipación.
Voy subiendo por la empinada cuesta de la esquina del Cují, con calor y cansancio.
La acera está invadida por automóviles estacionados. Hay que avanzar en fila india
entre las paredes y las carrocerías. Entre el gentío que sube y baja por el estrecho
pasadizo abierto. Deteniéndose para dar paso, como las hormigas en su vereda. Veo
espaldas, caras, sombreros, peinados de mujer, voces de niños. Nos apretujamos,
nos tropezamos, nos cruzamos. Pasa uno frotando los parafangos de los automóviles,
hacinados en fila como grandes insectos muertos. Huele a motor y a aceite quemado.
Delante de mí va un cargador con una caja de cartón sobre la cabeza. Estoy tan cerca
que siento por ráfagas su acre sudor. Yo también sudo. Siento que me corren culebrillas
de sudor por la espalda y por la frente. Tendré tiempo de reposar un poco en la
antesala antes de que me reciba el señor Jonás. La que el hombre lleva sobre la
cabeza es una vieja caja de cartón abierta. La utiliza como envase para llevar otras
cosas, que no puedo descubrir porque está más alta que mis ojos. En el costado que
miro tiene borrosos letreros verdes de su antiguo destino. Dice en inglés: Stow
away from boilers. Lejos de las calderas del barco en que vino. A distancia
del ablandante calor que todo lo penetra y lo tuerce. Ha pasado por muchas manos
esa caja de cartón que ahora oscila en la cabeza sudorosa del hombre que va delante
de mí. Se oyen gritos de muchachos y pregones de vendedores. El número taladrante
que canta un billetero casi en mi oído, que resuena y aturde con sus cincos y sus
ochos y su gruesa suma de moneda prometida. Moneda para irse a un lugar quieto y
apacible, lejos de esta calle congestionada, caliente y estrepitosa. Un lugar con
árboles y brisa y quietud. Experimento cansancio y casi angustia. Desde hace algún
tiempo siento que me canso con más facilidad. Me he ido poniendo gordo y fofo. Un
poco descolgado por la vejez. En el dorso de la mano el sol me ilumina entre el
vello algunos pálidos pelos metálicos. Son las canas. No va a ser fácil convencer
al señor Jonás. Hay que ser un extraordinario vendedor de seguros para convencer
al señor Absalón Jonás. Se trata de los seguros de Jonás Hermanos, que parece que
llegan a vencimiento y hay la posibilidad de conseguirlos para mi compañía. Son
primas jugosas: seguros de incendio para las fábricas y los depósitos. Seguros de
transporte y robo para las mercancías y las materias primas importadas. Y hasta
un seguro de vida para el viejo Absalón Jonás. Tiene cara de mono viejo. Una frente
arrugada y seca, un cerquillo de pelo desteñido, marrón o gris, hacia el cogote,
y unos ojos que miran hacia arriba con cansancio o desconfianza desde la cabeza
inclinada. Hay que ser hábil para venderle a un hombre tan difícil como don Absalón.
Él no me conoce como vendedor de seguros. Me conoció cuando era militar y llevaba
mi uniforme de coronel. Hace muchos años. Tenía un asunto muy complicado que arreglar
con el general y alguien me lo recomendó. Quedó muy agradecido de mí. Ahora se lo
voy a recordar. Pondrá una cara de sorpresa “¿Cómo va a ser? ¿Usted es el coronel?”.
Va a querer saber cómo es que yo salí del ejército y he llegado a ser vendedor de
seguros. Y todo lo que ha pasado en ese tiempo. Un vendedor de periódicos grita
su pregón y pasa de largo, como sin mirar. Alguien me empuja. Es un muchacho que
corre perseguido por otro. Le diré “Ahora es usted quien me puede ayudar a mí, don
Absalón”. Ahí es donde se va a empezar a poner en guardia. Mirará para el suelo,
cambiará de voz, hará una mueca con la boca. “Vamos a ver de qué se trata”. Tendré
que aclararle pronto, antes de que se imagine que le voy a pedir dinero: “Usted
me puede ayudar, ayudándose usted mismo”. Eso le va a gustar. El viejo Jonás podría
ayudarme mucho con esas pólizas. Sin que le cueste nada. Simplemente con cambiar
de compañía. Pero es duro y astuto. Querrá ventajas muy grandes que se llevarán
todo mi beneficio. Ese es el problema.
Me acaban de agarrar por el brazo. Me vuelvo. “Coronel, ¿cómo está? Desde
que no lo veía”. Es un ser totalmente desconocido. Unos ojos acuosos y cansados.
Una voz temblona. Todo parece colgante y usado: el traje gris viejo, la piel rugosa
y flácida, los brazos caídos, el lomo abultado. Lo miro de arriba hacia abajo. El
sombrero es de un fieltro sucio y los zapatos marrones están cuarteados y torcidos.
Por más que hago esfuerzos no logro recordar quién es, dónde lo he conocido, en
qué remoto tiempo pudimos estar juntos. Mientras me mira se le ha alegrado el rostro
extraordinariamente. Me ha vuelto a agarrar por el brazo y me detiene entre dos
automóviles, mientras el gentío sigue tropezando en la angosta acera. Parece escrutar
en mi cara alguna señal de reconocimiento. “¿Usted no se acuerda de mí?”. Parece
estar pendiente del jubiloso hallazgo de su nombre que yo voy a hacer. Pero no recuerdo
nada. En todo el oscuro montón de rostros y de nombres que se acumula y se revuelve
en mi memoria, no aparece aquella fisonomía, ni sola ni con ningún apelativo. Debe
verse el esfuerzo que estoy haciendo y que él sigue con angustia. Puede que se parezca
vagamente a alguien que he conocido. En alguna guarnición, o después, cuando estuve
empleado en el Instituto de Contrastes, o cuando estuve preso. Podía ser Méndez.
Con todos los cambios que los años hayan hecho en él.
Méndez era más joven que yo. Joven, alegre y despreocupado. Vendía automóviles.
Llegaba hasta la ciudad de la guarnición con alguno de los últimos modelos. Brillante
y oloroso a cuero nuevo. Invitaba a probar el carro. Hablaba interminablemente.
Convidaba a tragos. Terminaba uno en la madrugada con Méndez, en alguna cantina
de mal aspecto, con mujeres y un guitarrista. Parecía ganar mucho dinero y, en todo
caso, lo gastaba sin tasa. Pero era espigado, nervioso, ágil. Usaba corbatas de
lacito. No debe ser el mismo. No me atrevo a decirle el nombre. Lo miro con una
expresión risueña y neutra. Una expresión de contento moderado. Él comienza a sonreír
también. Insiste otra vez: “No se acuerda de mí”. Tengo que tranquilizarlo. No puedo
decirle a este hombre desconocido que me mira tan ansiosamente que no lo reconozco.
Que su nombre y su facha se me han perdido en la hojarasca de los días indiferentes
y de las gentes innominadas. Tengo que decirle: “Cómo no. Claro que lo recuerdo”.
Es lo menos que puedo decirle para hacer el ademán de tratar de rescatarlo de la
muerte del olvido. “Claro”. Pero no es cierto, no logro recordarlo. Él ha empezado
a sonreír, contento. Tal vez se va a aventurar ahora a preguntarme su nombre para
cerciorarse de si realmente lo he reconocido. Sería terrible que lo hiciera y me
pondría abiertamente en el caso de confesar que he mentido. Me mira sin decir palabra
por un rato, y yo espero la temible pregunta. No hay duda de que la va a hacer.
Hay casi un reflejo criminal en su expresión. Tal vez yo he debido saludarlo más
de prisa y no detenerme. Decirle: “Qué hay, amigo”, y seguir. Y, aun cuando me agarró
por el brazo, haberle dicho: “Lamento mucho, pero voy de prisa”. Con lo que no hubiera
mentido. Don Absalón Jonás me está aguardando y es importante lo que tengo que hacer.
Ha durado mucho esta espera. No es Méndez. Ha sido mejor que no se lo haya
dicho. Ahora me mira como apaciguado o resignado. “Yo soy Martín”. Y se queda como
en espera de la revelación de aquel nombre. Yo sonrío: “Claro, claro”. Nada tampoco
me descubre aquel nombre en la barahúnda de los nombres. Puede ser nombre o ser
apellido. Martín de nombre, Martín de Porra lo llamábamos nosotros por burla, era
un muchacho que estuvo en la escuela primaria conmigo. Hace tantos años que me es
difícil recordarlo. Tal vez sea él, tal vez no lo sea. Tal vez aquel Martín se haya
muerto. Y éste sea otro distinto, que me conoció en otra oportunidad. No me atrevo
a decirle ni tú ni usted, porque no estoy seguro del tratamiento que le daba. Si
le digo “usted” podría herir su susceptibilidad. Él cree que ya lo he reconocido.
“Hace tiempo que no nos veíamos”. Digo para aventurar una frase neutra y sin riesgo.
No le digo Martín, porque puede ser apellido y él espera que lo llame por su nombre,
como tal vez lo hacía cuando lo trataba. Sin embargo, él me trata de coronel, con
cierto tono de respeto y distancia. “Hace tiempo, coronel”. No es el Martín de la
escuela, ciertamente. Pero, aparte de eso nada he logrado sacar en limpio.
Ya va siendo tiempo de que siga hacia la oficina de Jonás Hermanos. Sería
el colmo que fuera a llegar tarde por culpa de este desconocido que me ha tropezado
en la calle. Tendré que decírselo. Hubo también un Martín electricista que yo conocí
hace muchos años. Hacía instalaciones de luz. Y sabía algo de mecánica. Componía
automóviles y molinos de agua. Y tenía su taller en un viejo galpón destartalado,
con bancos sucios y llaves en desorden. El galpón estaba en mitad de un solar abierto,
entre grandes árboles junto al chorro había unos viejos barriles llenos de agua
oscura. A ese Martín le quedé debiendo un dinero. No mucho. Ya ni me acuerdo de
cuánto. Compuso la instalación eléctrica en la casa. Le pagué una parte y le quedé
debiendo la otra. Yo era capitán entonces. Eran unas instalaciones malas, con los
cables por fuera colgando como cuerdas de tender ropa. Pero aquel era más trigueño
que éste. Y era Martín de nombre. Lo llamaban “mano Martín”.
“Coronel, usted está igualito”, me ha dicho ahora. ¿Igual a qué? “Sin embargo,
los años pasan”. Debe haberme conocido hace mucho tiempo. El hecho de que me dé
el tratamiento de coronel podría indicar que vino a conocerme después de que alcancé
ese grado. Me ascendieron cuando se descubrió una conspiración, en la que estaban
comprometidos muchos oficiales de mi agrupación, y se supo no solamente que yo no
estaba, sino que me habían convidado y no quise entrar. Y es verdad. Después algunos
dijeron que era que yo los había delatado. Eso es falso. Yo nunca he sido delator.
Yo los oía. Había civiles y militares. Mucha gente que era la primera vez que yo
veía. Yo los dejaba hablar sin decir nada. A lo mejor este Martín era uno de esos.
Uno de los que cayeron presos, creyendo que yo los había delatado. Había mucha gente
que no recuerdo bien. Pero este hombre no me mira con recelo. Si fuera uno de aquellos
algo me habría dicho o no me hubiera saludado siquiera.
¿Qué otro Martín hay por ahí en los recovecos de la memoria? Un Martín, de
apellido, que fue soldado. Ordenanza, por más señas.
Nada logro sacar de esta cara que me mira risueña entre sus grietas de piel
cansada. Tiene grandes cejas canosas. Habla con el ceceo molesto de alguien a quien
le faltan dientes. Claro, tiene un boquete oscuro de dos o tres piezas menos en
la dentadura. Tal vez lo que quiere es pedirme dinero y no se atreve todavía. Como
si yo tuviera mucho dinero que dar. Será bueno que me prepare a la defensiva.
Ahora me dice: “Esta ciudad ha crecido mucho y es difícil que la gente se
encuentre”. Sí, ha crecido y ha cambiado. Hago un gesto vago para expresar grandeza
y extensión. “Ya uno no conoce a nadie”. “No es como antes. Antes era distinto”.
“Todo ha cambiado: las calles, las casas, las costumbres, la gente y uno mismo tiene
que cambiar”. Pienso ahora que este puede ser un buen argumento para convencer al
señor Jonás de pasar sus cuentas para la compañía aseguradora que represento. No
es mala idea. Puedo entrar en materia diciéndole: “Don Absalón, todo ha cambiado
en esta ciudad, casi sin que uno se dé cuenta. La manera de vivir, de hacer negocios,
los compromisos, los riesgos. Si uno no se da cuenta de esos cambios puede verse
de pronto en desventaja frente a los otros. A lo mejor sus seguros no están de acuerdo
con el cambio actual de la vida del país y de sus negocios y de sus nuevos intereses”.
“¿Quién me iba a decir que lo iba a encontrar así?”, me dice ahora con cara
de asombro. En el fondo de la palabra tiene como un ligero acento extranjero. Muy
tenue y casi imperceptible. Tal vez en el peculiar modo de pronunciar las eses y
las erres. Cuando yo estuve preso conocí a un tal Martín. Era su apellido. Había
venido muy joven de una de las Antillas inglesas. De Jamaica o de Barbados. Ya tenía
muchos años aquí y ya se había convertido en un criollo. Le decíamos: “Lo único
que te faltaba era la cárcel para acabarte de nacionalizar. Ahora ya estás completo”.
A ese no lo he visto más, y sin embargo. Tal vez podría ser. La verdad es que yo
lo traté poco. Estaba detenido en otro departamento y no lo tropezaba sino a veces
a la hora del paseo en el patio. Lo conocía más por lo que los otros me hablaban
de él. De sus candideces y tonterías. No puedo decir que fuéramos amigos.
Se va el tiempo y miro el reloj. Ya van a ser las once. “Perdone que lo haya
detenido”, dice, excusándose. “No diga eso. Ha sido un gusto. Lo que pasa es que
tengo una cita de negocios”. Para que vea que estoy en tratos con gente importante,
le suelto: “Me está esperando don Absalón Jonás. El presidente de Jonás Hermanos”.
Abre los ojos con admiración. “Nada menos”.
“Tal vez otro día nos podamos ver”. “Sí, otro día. Me gustaría mucho poder
conversar con usted. Tenemos tantas cosas que hablar”, dice. “Claro, claro. Tantas
cosas”. No debe pensar en pedirme dinero. Ha puesto una cara verdaderamente desinteresada.
Como si verdaderamente lamentara no poder seguir hablando conmigo. “Un día de estos
nos vamos a ver”.
Puede ser el Martín de la cárcel. Pobre hombre. Vivía pensando en su mujer
que había dejado sola. Una trigueña antillana fina y muy atractiva. Bonito cuerpo
y ojos muy grandes. Como yo salí primero, me encargó que la fuera a ver y a darle
noticias de él. Tuve que ir. Al principio fue para cumplir un deber, pero después
fue por gusto. La mujer era insinuante. Primero hablábamos de él y después hablábamos
de todo, menos de él. Vivía sola en un apartamento pequeño. A veces me decía que
me quedara a comer y ella misma cocinaba algo. Yo salía a buscar una botella de
vino. La primera vez que nos acostamos no dejó de darme vergüenza y remordimiento
con Martín. Después ya ni nos acordábamos de él. Después dejé de verla. No me convenía
enredarme con ella. ¿Quién sabe qué habrá sido de ella?
A lo mejor Martín salió de la cárcel y se volvió a reunir con ella. Se llamaba
Eunice. Dígame si ahora le pregunto por Eunice. A lo mejor también la ha dejado.
Ya debe estar vieja. Si fuera él no me gustaría estarle hablando. Le empiezo a ver
una cara de cornudo que me acusa. Un día le dije a Eunice, mientras estábamos en
la cama: “Dígame si ahora se presenta Martín, porque lo acaban de soltar”. No le
gustó. Me dijo que era mal hecho recordarlo en esa forma. Total que ese día nos
disgustamos. Yo entonces era joven todavía. Ahora no sería lo mismo. Ahora estoy
pesado y fatigoso. Me canso subiendo en el calor de la calle. Transpiro. Voy a llegar
retardado a la oficina del señor Jonás. Por estar hablando aquí con este hombre.
Se me ocurre decirle para ver qué le saco: “De todos modos, estamos mejor
que en la cárcel”. Se pone a reír. “Qué ocurrencia”. Y después añade: “Este coronel
siempre con sus cosas”. Pero no dice más nada, no precisa nada. Si hubiera sido
el preso, algo me hubiera dicho para recordar esos tiempos: “Se acuerda cuando estuvimos
en la Modelo”. O alguna otra frase como: “Después de todo, no nos fue tan mal”.
Y yo tal vez podría entonces aventurarme a preguntarle algo sobre la mujer. Pero
no dice nada.
Vuelvo a insistir: “Lamento, pero tengo que irme”. “Comprendo”. “Vamos a
ver si nos vemos otro día”. “Me gustaría mucho”. “Tenemos que hablar”. Le digo para
cortar: “Llámeme un día a la oficina”. Le doy el número. “No se olvide”. Y añado,
separándome: “Querido Martín”.
No me vuelvo a verlo. Subo entre el gentío por la acera estrecha. Son las
once. Llegaré con algunos minutos de retraso a donde el señor Jonás. Aprovecharé
para decirle: “Ya uno no puede calcular bien el tiempo en esta ciudad. Todo ha cambiado.
Todo ha cambiado y no nos damos cuenta. Ahí está el peligro. Podemos pensar y reaccionar
como si nada hubiera cambiado. Y esto es particularmente peligroso en materia de
riesgos. Le apuesto que el tipo de sus pólizas ha cambiado muy poco en los últimos
años”.
(Tomado
de www.literatura.us)
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