Marguerite Yourcenar
Los mercaderes procedentes de Europa estaban sentados en el puente, de cara
a la mar azul, en la sombra color índigo de las velas remendadas de retazos grises.
El sol cambiaba constantemente de lugar entre los cordajes y, con el balanceo del
barco, parecía estar saltando como una pelota que rebotara por encima de una red
de mallas muy abiertas. El navío tenía que virar continuamente para evitar los escollos;
el piloto, atento a la maniobra, se acariciaba el mentón azulado.
Al crepúsculo, los mercaderes desembarcaron en una orilla
embaldosada de mármol blanco; vetas azuladas surcaban la superficie de las grandes
losas que antaño fueran revestimiento de templos. La sombra que cada uno de los
mercaderes arrastraba tras de sí por la calzada, al caminar en el sentido del ocaso,
era más alargada, más estrecha y no tan oscura como en pleno mediodía; su tonalidad,
de un azul muy pálido, recordaba a la de las ojeras que se extienden por debajo
de los párpados de una enferma. En las blancas cúpulas de las mezquitas espejeaban
inscripciones azules, cual tatuajes en un seno delicado; de vez en cuando, una turquesa
se desprendía por su propio peso del artesonado y caía con un ruido sordo sobre
las alfombras de un azul muelle y descolorido.
Se levantó la luna y emprendió una danza errática, como
un espíritu endiablado, entre las tumbas cónicas del cementerio. El cielo era azul,
semejante a la cola de escamas de una sirena, y el mercader griego encontraba en
las montañas desnudas que bordeaban el horizonte un parecido con las grupas azules
y rasas de los centauros.
Todas las estrellas concentraban su fulgor en el interior
del palacio de las mujeres. Los mercaderes penetraron en el patio de honor para
resguardarse del viento y del mar, pero las mujeres, asustadas, se negaban a recibirlos
y ellos se desollaron en vano las manos a fuerza de llamar a las puertas de acero,
relucientes como la hoja de un sable.
Tan intenso era el frío, que el mercader holandés perdió
los cinco dedos de su pie izquierdo; al mercader italiano le amputó los dedos de
la mano derecha una tortuga que él había tomado, en la oscuridad, por un simple
cabujón de lapislázuli. Por fin, un negrazo salió del palacio llorando y les explicó
que, noche tras noche, las damas rechazaban su amor por no tener la piel suficientemente
oscura. El mercader griego supo congraciarse con el negro merced al regalo de un
talismán hecho de sangre seca y de tierra de cementerio, así es que el nubio los
introdujo en una gran sala color ultramar y recomendó a las mujeres que no hablaran
demasiado alto para que no despertaran los camellos en su establo y no se alterasen
las serpientes que chupan la leche del claro de luna.
Los mercaderes abrieron sus cofres ante los ojos ávidos
de las esclavas, en medio de olorosos humos azules, pero ninguna de las damas respondió
a sus preguntas y las princesas no aceptaron sus regalos. En una sala revestida
de dorados, una china ataviada con un traje anaranjado los tachó de impostores,
pues las sortijas que le ofrecían se volvían invisibles al contacto de su piel amarilla.
Ninguno advirtió la presencia de una mujer vestida de negro, sentada en el fondo
de un corredor, y como le pisaran sin darse cuenta los pliegues de su falda, ella
los maldijo invocando al cielo azul en la lengua de los tártaros, invocando al sol
en la lengua turca, e invocando la arena en la lengua del desierto. En una sala
tapizada de telas de araña, los mercaderes no obtuvieron respuesta de otra mujer,
vestida de gris, que sin cesar se palpaba para estar segura de que existía; en la
siguiente sala, color grana, los mercaderes huyeron a la vista de una mujer vestida
de rojo que se desangraba por una ancha herida abierta en el pecho, aunque ella
parecía no darse cuenta, ya que su vestido no estaba ni siquiera manchado.
Pudieron al cabo refugiarse en el ala donde estaban
las cocinas y allí deliberaron acerca del mejor medio para llegar hasta la caverna
de los zafiros. Constantemente los molestaba el trajín de los aguadores, y un perro
sarnoso fue a lamer el muñón azul del mercader italiano, el que había perdido los
dedos. Al fin, vieron aparecer por la escalera de la bodega a una joven esclava
que llevaba hielo granizado en un ataifor de cristal turbio; lo depositó sin mirar
dónde, sobre una columna de aire, para dejarse las manos libres y poder saludar,
levantándolas hasta la frente, donde llevaba tatuada la estrella de los magos. Sus
cabellos azul-negros fluían desde las sienes hasta los hombros; sus ojos claros
miraban el mundo a través de dos lágrimas; y su boca no era sino una herida azul.
Su vestido color lavanda, de fina tela desteñida por hartos lavados, estaba desgarrado
en las rodillas, pues la joven tenía por costumbre prosternarse para rezar y lo
hacía constantemente.
Poco importaba que no comprendiera la lengua de los
mercaderes, pues era sordomuda; así, se limitó a asentir gravemente con la cabeza
cuando ellos inquirieron cómo ir hasta el tesoro mostrándole en un espejo sus ojos
color de gema y señalando luego la huella de sus pasos en el polvo del corredor.
El mercader griego le ofreció sus talismanes: la niña los rechazó como lo hubiera
hecho una mujer dichosa, pero con la sonrisa amarga de una mujer desesperada; el
mercader holandés le tendió un saco lleno de joyas, pero ella hizo una reverencia
desplegando con las manos el pobre vestido todo roto, y no les fue posible adivinar
si es que se juzgaba demasiado indigente o demasiado rica para tales esplendores.
Luego, con una brizna de hierba levantó el picaporte
de la puerta y se encontraron en un patio redondo como el interior de un pozal,
lleno hasta los bordes de la fría luz matinal. La joven se sirvió de su dedo meñique
para abrir la segunda puerta que daba a la llanura y, uno tras otro, se encaminaron
hacia el interior de la isla por un camino bordeado de matas de aloe. Las sombras
de los mercaderes iban pegadas a sus talones, cual siete víboras pequeñas y negras,
en tanto que la muchacha estaba desprovista de toda sombra, lo que les dio que pensar
si no sería un fantasma.
Las colinas, azules a distancia, se volvían negras,
pardas o grises a medida que se aproximaban; sin embargo, el mercader de la Turena
no perdía el valor y para darse ánimos cantaba canciones de su tierra francesa.
El mercader castellano recibió por dos veces la picadura de un escorpión y sus piernas
se hincharon hasta las rodillas y cobraron un color de berenjena madura, pero no
parecía sentir dolor alguno e incluso caminaba con el paso más seguro y más solemne
que los otros, como si estuviera sostenido por dos gruesos pilares de basalto azul.
El mercader irlandés lloraba viendo cómo gotas de sangre pálida perlaban los talones
de la muchacha, que andaba descalza sobre cascos de porcelana y de vidrios rotos.
Cuando llegaron al sitio, tuvieron que arrastrarse de
rodillas para entrar a la caverna, que no abría al mundo más que una boca angosta
y agrietada. La gruta era, sin embargo, más espaciosa de lo que hubiera podido esperarse
y, así que sus ojos hubieron hecho buenas migas con las tinieblas, descubrieron
por doquier fragmentos de cielo entre las fisuras de la roca. Un lago muy puro ocupaba
el centro del subterráneo, y cuando el mercader italiano lanzó una guija para calcular
la profundidad, no se la oyó caer, pero se formaron pompas en la superficie, como
si una sirena bruscamente desesperada hubiera expelido todo el aire que llenaba
sus pulmones. El mercader griego empapó sus manos ávidas en aquella agua y las sacó
teñidas hasta las muñecas, como si se tratara de la tina hirviendo de una tintorera;
mas no logró apoderarse de los zafiros que bogaban, cual flotillas de nautilos,
por aquellas aguas más densas que las de los mares. Entonces, la joven deshizo sus
largas trenzas y sumergió los cabellos en el lago: los zafiros se prendieron en
ellos como en las mallas sedosas de una oscura red. Llamó primero al mercader holandés,
que se metió las piedras preciosas en las calzas; luego, al mercader francés, que
se llenó el chapeo de zafiros; el mercader griego atiborró un odre que llevaba al
mercader castellano, arrancándose los sudados guantes de cuero, los llenó y se los
puso colgados al cuello, de tal suerte que parecía llevar dos manos cortadas. Cuando
le llegó el turno al mercader irlandés, ya no quedaban zafiros en el lago; la joven
esclava se quitó un colgante de abalorios que llevaba y por señas le ordenó que
se lo pusiera sobre el corazón.
Salieron arrastrándose de la caverna y la muchacha pidió
al mercader irlandés que la ayudara a rodar una gruesa piedra para cerrar la entrada.
Luego, colocó un precinto confeccionado con un poco de arcilla y una hebra de sus
cabellos.
El camino se les hizo más largo que a la ida por la
mañana. El mercader castellano, que empezaba a sufrir a causa de sus piernas emponzoñadas,
se tambaleaba y blasfemaba invocando el nombre de la madre de Dios. El mercader
holandés, que estaba hambriento, trató de arrancar las azules brevas maduras, de
una higuera, pero un enjambre de abejas ocultas en la espesura almibarada lo picaron
profundamente en la garganta y en las manos.
Llegados al pie de las murallas, el grupo dio un rodeo
para evitar a los centinelas y se dirigieron sin hacer ruido hacia el puerto de
los pescadores de sirenas, que estaba siempre desierto, pues hacía largo tiempo
que no se pescaban ya sirenas en aquel país. La barca flotaba blandamente en el
agua, amarrada al dedo de un pie de bronce, único resto de una estatua colosal erigida
antaño en honor a un dios del que ya nadie recordaba el nombre. En el muelle, la
esclava sordomuda hizo intención de despedirse de los hombres, saludándolos con
las manos puestas en el corazón; entonces, el mercader griego la tomó por las muñecas
y la arrastró hasta el barco, movido por el propósito de venderla al príncipe veneciano
del Negroponto, de quien se sabía que le gustaban las mujeres heridas o afectadas
de alguna invalidez. La doncella se dejó llevar sin oponer resistencia y sus lágrimas,
al caer sobre las maderas del puente, se transformaban en bellas aguamarinas, así
es que sus verdugos se las ingeniaron para darle motivos que la hicieran llorar.
La dejaron desnuda y la ataron al palo mayor; su cuerpo
era tan blanco que servía de fanal al barco en aquella noche clara navegando entre
las islas. Cuando hubieron terminado su partida de palillos, los mercaderes bajaron
a la cabina para echarse a dormir. Hacia el alba, el holandés subió al puente aguijoneado
por el deseo y se acercó a la prisionera, dispuesto a violentarla. Mas he aquí que
la niña había desaparecido: las ligaduras colgaban, vacías, del tronco negro del
mástil, como un cinturón demasiado ancho, y en el lugar donde se habían posado sus
pies suaves y delgados no quedaba otra cosa que un montoncito de hierbas aromáticas
que exhalaban un humillo azul.
En los días que siguieron reinó una calma chicha, y
los rayos del sol, que caían a plomo sobre la lisa superficie color de algas, producían
un chirrido de hierro candente sumergido en agua fría. Las piernas gangrenadas del
mercader castellano se habían puesto azules como las montañas que se columbraban
en el horizonte y purulentos regueros se deslizaban desde las tablas del puente
hasta el mar. Cuando el sufrimiento se hizo intolerable, el hombre sacó del cinturón
una ancha daga triangular y se cercenó a la altura de los muslos las dos piernas
envenenadas. Murió agotado al despuntar la aurora, después de haber legado sus zafiros
al mercader suizo, que era su enemigo mortal.
Al cabo de una semana recalaron en Esmirna y el mercader
de Turena, que siempre había temido al mar, optó por desembarcar, con intención
de continuar su viaje a lomos de una buena mula. Un banquero armenio le cambió los
zafiros por diez mil monedas con la efigie del Preste Juan. Eran piezas perfectamente
redondas y el francés cargó alegremente con ellas hasta trece mulos; pero, así que
llegó a Angers, tras siete años de viaje, se encontró con la sorpresa de que las
monedas del monarca-preste no tenían curso en su país.
En Ragusa, el mercader holandés trocó sus zafiros por
una jarra de cerveza servida en el mismo muelle, pero tuvo que escupir aquel insulso
líquido aventado que no tenía el mismo gusto que la cerveza de las tabernas de Ámsterdam.
El mercader italiano desembarcó en Venecia con el propósito de hacerse proclamar
Dogo, mas pereció asesinado al día siguiente de sus nupcias con la laguna. En cuanto
al mercader griego, se le ocurrió atar los zafiros a un cabo largo y suspenderlos
en el costado de la barca, esperando que el contacto con las olas fuera benéfico
para su hermoso color azul. Al mojarse, las gemas se volvieron líquidas y apenas
si añadieron al tesoro del mar unas pocas gotas de agua transparente. El hombre
se consoló pescando peces y asándolos al rescoldo de la ceniza.
Un atardecer, al cabo de veintisiete días de navegación,
el barco fue atacado por un corsario. El mercader de Basilea se tragó sus zafiros
para sustraerlos de la avaricia de los piratas y murió de atroces dolores de entrañas.
El griego se echó al mar y fue recogido por un delfín, que lo condujo hasta Tinos.
El irlandés, molido a golpes, fue dejado por muerto en la barca, entre los cadáveres
y los sacos vacíos; nadie se tomó la molestia de quitarle el colgante de falsas
piedras azules, que no tenía ningún valor. Treinta días más tarde, la barca a la
deriva entró por sí misma en el puerto de Dublín y el irlandés echó pie a tierra
para mendigar un pedazo de pan.
Estaba lloviendo. Los tejados oblicuos de las casas
bajas sugerían grandes espejos destinados a captar los espectros de la luz muerta.
La calzada desigual se encharcaba más y más; el cielo, de un parduzco sucio, parecía
tan cenagoso que ni los ángeles se hubieran atrevido a salir de la casa de Dios;
las calles estaban desiertas; el puesto de un mercero ambulante, que vendía calcetines
de lana cruda y cordones para los zapatos, se veía abandonado al borde de una acera
debajo de un paraguas abierto. Los reyes y los obispos esculpidos en el pórtico
de la catedral no hacían nada para impedir que cayera la lluvia sobre sus coronas
o sus mitras, y la Magdalena recibía el agua en sus senos desnudos.
El mercader, todo desalentado, fue a sentarse bajo el
pórtico junto a una joven mendiga, tan pobre que su cuerpo, azulenco de frío, se
veía a través de los desgarrones de su vestido gris. Sus rodillas se entrechocaban
ligeramente; sus dedos cubiertos de sabañones apretaban un mendrugo de pan. El mercader
le pidió por el amor de Dios que se lo diera, y ella se lo tendió en el acto. El
mercader hubiera querido regalarle el colgante de abalorios azules, puesto que no
tenla ninguna otra cosa que ofrecer; más en vano buscó en sus bolsillos, alrededor
de su cuello, entre las cuentas de su rosario. No hallándolo, se echó a llorar desconsolado:
no poseía ya nada que pudiera recordarle el color del cielo y la tonalidad del mar
en donde había estado a punto de perecer.
Suspiró profundamente y, como el crepúsculo y la fría
niebla se espesaban en derredor, la muchachita se apretujó contra él para darle
calor. El hombre le hizo preguntas acerca del país y ella le contestó en el tosco
dialecto del pueblo que dejara antaño, siendo aún muy chico. Entonces, apartó los
cabellos desgreñados que cubrían el rostro de la mendiga, pero tan sucio estaba
que la lluvia iba trazando en él regueritos blancos, y el mercader descubrió horrorizado
que la niña era ciega y que una siniestra nube velaba el ojo izquierdo. No dejó
por ello, sin embargo, de posar su cabeza en aquellas rodillas mal cubiertas de
harapos y se durmió sosegado: el ojo derecho, que había visto privado de mirada,
era milagrosamente azul.
(Tomado
de www.ciudadseva.com)
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