Juan Carlos Onetti
Es en nuestro pueblo el lírico paladín del romanticismo. Su alma antes de
encarnarse en su esbelto cuerpo debió de haber zambullido en alguna fuente susurrante
de aquellos jardines de Grecia, en que Platón, a la sombra de los ombúes
añosos, hacía volar divinas palabras de pureza, trasmitiendo la doctrina del “regardeá
ma non tocá”.
Siempre tiene entre los labios, como una blanca flor,
dulces frases sobre el espiritualismo. Durante muchos meses –y tal vez todavía–
estuvo enamorado de una chica muy bella y conocida, cuyas iniciales son R.D.
Por supuesto que ella jamás supo de su amor. Muchas veces, en alguna función de
cine, cuando ella se emocionaba graciosamente ante los cow-boys temerarios y
sin ley, o cuando el bello Rodolfo hacía palpitar su corazoncito, él estuvo
tentado de poner los ojos en blanco, y trémulo de santa emoción, decirle a su
adorada todas esas cositas pavas que nosotros, allá en nuestra juventud de oro,
también cometimos.
Pero entonces, la figura grave y serena del maestro
griego, con sus barbas de luna y sus ojos límpidos, que jamás lograra empañar
la mundana visión de alguna pantorrilla, por bien torneada que fuera, surgía
poderosa en su alma y lo avergonzaba por intentar dar forma a sus sueños. Él no
claudicaría jamás. O semos o no semos, como decía Hamlet.
Los que lo trataban, al verlo tan virtuoso y tan
inmunizado por sus creencias, ciegos de envidia, dieron en propalar terribles
calumnias sobre él.
Dijeron que era malo, malo como “El Ciruja”; lo llamaron “pequeño
Nietzsche”. Pero él, con la sonrisa en los labios, recibía sin preocuparse
tales insultos.
Entonces –¡oh, perversos!– dijeron que él no era un
amador platónico, sino un muchacho apocado y vergonzoso, incapaz de declararse
por falta de coraje. Un tímido y nada más.
Aquello era demasiado. Para desvirtuar tan insidiosa
especie llegó a idear un plan fruto de muchas noches en claro.
Comenzó a ahorrar; al mes llegó a tener $0.73. Tomó un
boleto de ómnibus, compró cigarrillos rubios, y pensando que el ahorro es en
verdad la base de la fortuna, como dicen muy bien los avisos de la C.N.A.P., se
fue a ver a una amiguita de su familia, allá por la calle Convención.
Pero aquella ruptura de su concepto del amor, le fue
fatal. Ella, con suma diplomacia le dio a entender que su corazón estaba en
manos de otro galán, tal vez no tan espiritualista, pero sí la mar de
simpático. Nuestro héroe, desesperado, se dirigió a un negocio próximo, y tomó,
uno tras de otro sin vacilar, con la resolución de la tragedia, dos guindados
de a cinco.
Luego, con el resto de sus economías, emprendió el triste
regreso hasta este pueblo, donde, bajo la majestad de los cielos dilatados, y
sobre la alegría del pastito verde, pasea su silueta de ex noble ruso enfermo
de spleen, lamentando aquella desgraciada aventurilla que puso el único
lunar en su vida, tan elevada y tranquila.
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