Beatriz Espejo
Cuando llega esa mañana al
taller de Poiret, Roma Chatov no sospecha siquiera que empieza a ser un instrumento
de Dios. Se dirige al rincón donde se apoyan contra la pared los pesados tubos que
envuelven el crepé de seda. Hace a un lado el azul índigo, el blanco helenio y atrae
hacia sí el rojo sangre. Rectifica el ancho, uno veinte. Será un chal magnífico,
piensa. Lo confeccionaré por entero, aunque reflexionándolo bien quizá convendría
pasárselo a una bordadora para que cosiera las orillas; pero todas trabajan atareadas
en los elaborados diseños del maestro. Urge terminar los trajes que usarán la duquesa
de Guiche y madame Castellane en la recepción ofrecida por los Polignac la semana
entrante. Así pues, Roma regresa con su tela y se sienta junto a una ventana buscando
la mejor luz del día. Gira el carrusel de carretes, elige un hilo de tono idéntico
e inicia hábilmente la hilera de puntadas escondidas bajo el doblez. Fue parte de
su entrenamiento ejecutar cualquier tarea relacionada con el oficio, aunque se especializa
en la pintura de gasas, rasos que llevan ramos de violetas, faroles chinescos, manojos
de corolas y pistilos o prismas y rectángulos en el más puro estilo art-decó;
pero ahora da impulso a su imaginación sin obligarse a las exigencias de un modelo.
Dibujará una golondrina fantástica que se remonte al cielo, metáfora clara, homenaje
para aquella impredecible que intentaba volar y a quien sólo vio una vez en pleno
descenso. Roma Chatov la recuerda con sensaciones contradictorias. Había acompañado
a Poiret que, por deferencia a una de sus clientas más famosas y leales, aceptó
complementar la escenografía de una velada dancística; algunos telones azules de
diferentes matices, hojas de acanto y cirios encendidos en lugares estratégicos.
Entre los contados concurrentes varios intelectuales. La pequeña Roma Chatov, recién
llegada de Moscú, los reconoció fácilmente. Son personas célebres y sus fotografías
aparecen en periódicos y revistas que ella hojea como parte de una educación mundana.
Será pájaro. Sí, un pájaro fantástico y amarillo con las alas abiertas de un extremo
a otro del rectángulo. Se repartía champán en esbeltas copas burbujeantes y se escuchaban
trozos de conversaciones divertidas. Jean Negulesco le confesó a Rex Ingram que
encontraba prodigiosa la iluminación. Otros comentaban, bajando la voz, que la anfitriona
había dejado atrás sus triunfos, no era ni su sombra. El peso de los años y el de
la tragedia ya no le permitían despegarse del suelo. Las alas extendidas abarcan
el material encarnado y aún queda sitio para otros elementos que complementen la
plasticidad de la figura. Ha quedado atrás la ninfa ingrávida que aplaudíamos rabiosamente
por la originalidad de sus coreografías, comentó Marguerite Jamois. Sin embargo
siempre podría darnos sorpresas, dijo Marie Laurecin. Se escucharon las primeras
notas de una sonata de Bach. Desde sus telones la bailarina surgió con una vela
entre los dedos, el cabello suelto teñido de púrpura, descalza, cubierta por una
toga blanca. Nadie supo cómo avanzó hasta el punto donde se hallaba, metida en su
música escuchándola con unción, para sí misma, ajena a sus invitados, al mundo tangible
y cotidiano. Entregada a un rito del que era sacerdotisa única. Permanecía estática,
imagen detenida, congelada por la cámara de un fotógrafo portentoso. Estaba ahí
y estaba en otra parte. Luego, de manera insensible prendió uno tras otro doce candeleros
colocados alrededor del piano. ¿Se mueve? ¿Se ha movido? preguntaban. Sus pies no
parecían dar un paso, como si las pisadas obedecieran al ritmo interior de una armonía
secreta. Tenía un halo de plata, una expresión demudada. ¿Seguía la música? ¿La
música la seguía? Nadie lo hubiera asegurado, nadie cambiaba postura ni profería
palabra por miedo a romper la magia; como si el silencio fuera respuesta al milagro
producido hasta que ese encanto se esfumó en un acto de prestidigitación. Sobre
el crepé rojo el pájaro toma forma cercado por signos negros que semejan una caligrafía
oriental y en realidad nada significan. Pausa breve. Las teclas de marfil se hundieron
precipitando en la atmósfera una mazurca de Chopin. La danzarina coronada de rosas
volvió semicubierta con una túnica traslúcida a la mitad de sus muslos desnudos.
Ella, que hacía unos instantes recordaba el retrato que en el apogeo de su gloria
le hizo Arnold Genthe, brazos en alto, cabeza hacia atrás, garganta ebúrnea. Ella,
que minutos antes resucitaba la simplicidad perfecta de la escultura griega, se
contorsionaba en un espectáculo grotesco. Resultaba obsceno su rostro hinchado por
el alcohol, su escote sudoroso, las piernas celulíticas saltando pesadamente contra
el piso, los brazos que alguna vez emularon guirnaldas de laurel y entonces simulaban
aros circenses dispuestos para que saltaran dentro una camada de perrillos. Carreras
absurdas, arriba y abajo del reducido espacio, y ubres colgantes que las transparencias
revelaban impúdicamente. Gracia de avestruz, decrepitud precipitada en una resbaladilla.
Redundante su respiración sonora, estertor producido por el esfuerzo. Un último
brinco y se clavó con un pie al frente y las manos extendidas hacia los espectadores
que suspiraron aliviados cuando la música cesó. Después la ocultista se fue para
vestirse dejando a sus amigos paralizados en sus respectivos lugares, sin abrir
la boca o atreverse a cruzar miradas en la quietud silenciosa. Sentían vergüenza
y culpabilidad cómplice de un crimen, el de haber constatado un derrumbe. Picasso,
con las brasas de sus ojos fijas en el hueco que la bailarina había dejado, se sobresaltó
con la voz puntiaguda de Jean Cocteau que silbó en el aire: admítelo, este genio
ha matado la fealdad. Al regresar, Poiret se negó a los comentarios y la pequeña
Roma Chatov se quedó callada en la incomodidad del coche experimentando la despreocupada
compasión que sienten las mujeres jóvenes por las que dejaron de serlo, y también
queriendo solidarizarse contradictoriamente con quien intentó fundar una escuela
para bailarinas pobres en su país de nieves remotas. Por eso ahora dibuja las plumas
ficticias de un ave, el pico agresivo, el gordo pecho figurado en una línea, y decide
enviarlo a Niza sin suponer que en el intrincado tapiz del destino ella es el hilo y la aguja,
los colores, el pincel de Dios. Y sin saber tampoco que su bello, delicadísimo,
poderoso, resistente regalo dobladito en albos papeles será el instrumento liberador
con que Isadora Duncan morirá estrangulada.
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