Ana Nicholson Leos
Penetrante olor a
jabón,
a jabón Roma seco, jabón hecho costra. A humedad, a coladera.
Chanclas de plástico, ropa sin cierres, sin cinturones, sin tiras, sin agujetas.
Las paredes tapizadas de posters de Jesucristo enmarcados, de fotomontajes de Jesucristo
con
una frase motivadora. Jesús en una cascada, Jesús en una selva con flores, Jesús en una tundra.
En la entrada de la
sala:
“Si faltas
a
tus juntas, no te
preguntes por qué recaes”.
Un salón en medio, una oficina a la izquierda, un pasillo a la
derecha.
28 anexados.
24
con la cabeza engelada. La cara muy limpia.
Los 4 restantes despeinados. La cara de
sueño.
25 hombres por 3 mujeres.
Unos muchos barriendo. El piso limpio mojado,
enjabonado. Unos tantos saliendo de bañarse, de peinarse. Unos otros ofreciendo
agua de jamaica, roles de canela, pulparindos, Coca-cola, cigarros.
Anexada una mujer de 56 años que parece de 70. Modorra,
alejada/aislada de los hombres, la almohada marcada en la cabeza, llena de canas
amarillentas. Las manos en las rodillas, la mirada como hacia adentro, sin ver a
nadie. Fuerte olor a axila, a ingle, a pelo sucio, a boca en la mañana.
“Esa viejita es la tercera vez en el año
que
se anexa, lleva un año”.
Anexada otra de
22
años. Sombra rosa fucsia en el párpado superior, delineador negro en la parte
inferior y encima de la sombra, por toda la línea de las pestañas; las pestañas
en grumos de rímel negro, corrector blanco encima de las ojeras. Los dientes chuecos,
cariados, manchas cafés visibles. Fleco rígido, pegado a la frente con gel. El resto
del cabello pegado a la cabeza amarrado en una cola de caballo. Olor a spray, a
gel, a tutti-frutti.
A la izquierda de la entrada, la otra mujer:
secretaria. La puerta abierta 35 segundos. Tal vez 33
años, algo como un traje sastre, gris, el cabello decolorado hasta el naranja,
quemado. Labios color borgoña en sonrisa “Ya te dije que mejor no vengas si nada
más vienes a…” La puerta cerrada.
Al fondo del salón más grande un podio,
bancas como de iglesia enfrentándolo. Quince sentados. Cuatro moviendo los pies. Uno cabeceando. Dos mordiéndose las uñas.
Uno sube al escenario, 27
años, delgado. Pinta de “a él yo lo conozco”, de “él
se
parece al de la comedia del 4”. Él
tiene la piel más blanca, el cabello negro, los ojos
miel,
la quijada muy fuerte, muy cuadrada, mucho
contacto visual, todo sonrisas, dientes muy blancos, derechos. Se
frota las sienes, el abdomen. “¿Qué transa, carnal, cómo vamos? Recuerda que la
vida la hacemos cada día. ¡Haz que tu día cuente!” Señala a lo lejos, saluda,
apretones de mano. La Biblia aprendida de memoria y en la cabeza, mezcla y se interrumpe: primero frases de galleta china de la suerte, después frases cacharpo, de microbusero.
Sube y entonces
todos: “¡Ánimo!”
“Yo soy Juan Antonio Gutiérrez Vázquez y soy alcohólico
y
drogadicto”.
El encendedor en la mano y el cigarro número
uno. “He analizado por qué estoy aquí. Tengo que hacer un inventario
de
las mamadas
que
he vivido. Siempre he sido una persona persistente, hasta en mi enfermedad”.
Todos los ojos mirándolo, saltones, las
respiraciones de los unos que están de verdad despiertos: sincronizadas, un manotazo
en el podio y una risa como ensayada.
“Así es, algunos
de ustedes ya me conocen. Estuve aquí parado, hablándoles de mi triunfo. Estuve ocho años afuera, creyendo que podía
ser un bebedor social, por la vanagloria. Ahora he tenido que volver para recordar. A tragar y digerir
grandes
trozos de mi verdad”.
Los ojos rojos, viendo arriba a la izquierda, la voz se quiebra.
“La primera vez que entré
aquí yo era un chamaco. Me gustaba el desmadre. Díganme, ¿a quién no le gusta el desmadre? Ir a los bailes, con el Sonidero, a ver a La Changa, al Patrick Miller, a bailar con
los jotos. ¿A poco no? La piedra, las viejas, el alcohol, la coca. Mi propia
vida me cegaba. La buena vida. La camisa bien planchada, la vida del glamour,
que sabes que todos te conocen. Me fue deslumbrando hasta que ya no veía nada. Me
volví tan loco que me iba meses. A veces cuando regresaba me dolía tanto la
cabeza que me daba martillazos para que se me quitara. Por esa época me robé a Nayelli.
Me la robé por caliente. Mi abuela, que siempre
ha sido
mi roca, mi puente, me dio un lugar en su casa. Lo hizo pensando que tal
vez
Nayelli me cambiaría. Pero tenerla, inclusive embarazada, no me quitaba las ganas de salirme, de cegarme.
Yo me largaba, la encerraba. Mi abuela
le tenía que pasar comida por la ventana cuando la escuchaba gritar. Yo llegaba y la violaba como un animal. Me la madreaba como si fuera
un hombre. Llegaba con hambre y le decía: ‘¡Hija
de la
chingada, por qué no me hicistes de cenar!’. Ella no podía salir y yo
no le daba ni 20 pesos, pero eso yo no lo veía. Ahí mi abuela vio lo malo y ella
y Nayelli juntaron para que me trajeran aquí”.
Tos y la mano gruesa en la frente, la sien,
la mano entera en la boca. El cigarro número uno prende al cigarro número dos. Silencio.
Dos anexados dormidos, un padrino
les patea la banca y los despierta. “Fue la primera vez que me anexaron. Yo vomitaba las primeras
noches,
me quería salir. Odiaba a Nayelli. Llegué pensando que lo primero que iba a hacer saliendo era matarla, a ella y a la niña que ya había nacido. Hasta a mi abuela pensé en matarla. Pero Dios ha
sido muy bueno pese a que yo he sido una mierda. Él ha sido el padre y yo su alumno.
Cuando llegué todos me decían que buscara la fortaleza en Dios, pero mi cuerpo sólo pensaba en la droga. El grupo me
regresó a la realidad. Mi padrino me veía el futuro en los ojos, me
decía: ‘Tú vas a abrir grupos, tú eres
un
chingón’”.
La voz que se pausa,
el habla alargada, robótica. Frases de memoria, frases aprendidas de la
contraportada de Plenitud, de los posters con Jesús en una montaña nevada.
El cigarro número tres.
“Ya no he visto a Nayelli, ni a la hija que
me dio. Pero salí. Y así fue: abrí grupos, me iba a los viajes, conocí a la mamá
de Carla Jatziri, el amor de mi vida, mi hija. Le decía a mi hijita: ‘Tenga m’ija,
para que su mamá le compre unos zapatos’, y ella me veía con sus ojitos. Mis palabras
de aliento tal vez sí ayudaron a muchos. Allá estuve bien porque me agarraba de
las palabras del grupo. Pero fue mi prepotencia la que me pudo. Al principio me
tomaba una copa, hasta seis, un día o dos de la semana. Según yo, muy cabrón.
Hasta que de verdad llegaron los vicios a mí, de nuevo, como un fantasma.
Empecé a perderme, a descuidar a mi familia. Me iba días. Se los escondí hasta que
me encontraron en un hotel. Llegó mi abuelita y la que fue mi mujer, me tocaron
la puerta, llevaron a alguien para que la abriera. Me vieron inyectarme y yo
estaba tan cegado que, hasta a esas mujeres que me aman, les pegué”.
Una pausa. La voz en grito desde el estómago.
La mano hecha puño deteniendo el pecho que va hacia delante, que se dobla a las
rodillas. Los ojos secos, ni una sola lágrima. Un “¡Ánimo,
compañero!” gutural, reseco, fuerte. Las demás palabras de
apoyo: sí se puede, vamos, adelante. La
cabeza
hacia atrás, 25 segundos y la mirada en blanco. De
nuevo, los ojos al frente.
“Estoy aquí escombrando mi pasado, modificando
las ruinas de todo lo que se ha caído. Confío que la honestidad será
mi liberación. La persistencia de esta enfermedad es increíble y yo la he
perseguido hasta las puertas de la locura y de la muerte. Dicen que Alcohólicos
Anónimos es la universidad
más grande; es verdad y yo vengo por mi 10: si los demás reprueban es su pedo”.
Aplausos, gritos desde el estómago,
palabras ininteligibles, de ánimo, de triunfo. El camino a las bancas a
sentarse, la sonrisa afilada. Todo el tiempo hablando. 135 veces dicha la palabra güey,
79 la palabra cabrón, 55 veces dicho me
cae de a madres.
Anexado uno le habla a alguien a su lado que
no existe.
Anexado otro con la piel gris. Los
aplausos, las palmadas.
Después, limpiar el piso limpio, lavarse la cara, la catarsis y la junta de las 5. Lo cotidiano.
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