Ángel Olgoso
El niño se inclinó sobre
su proyecto escolar, una pequeña bola de arcilla que había modelado
cuidadosamente. Encerrado en su habitación durante días, la sometió al calor,
rodeándola de móviles luminarias, le aplicó descargas eléctricas, separó la
materia sólida de la líquida, hizo llover sobre ella esporas sementíferas y la
envolvió en una gasa verdemar de humedad. El niño, con orgullo de artífice,
contempló a un mismo tiempo la perfección del conjunto y la armonía de cada uno
de sus pormenores, las innumerables especies, los distintos frutos, la frescura
de las frondas y la tibieza de los manglares, el oro y el viento, los corales y
los truenos, los efímeros juegos de luz y sombra, la conjunción de sonidos,
colores y aromas que aleteaban sobre la superficie de la bola de arcilla.
Contra toda lógica, procesos azarosos comenzaron por escindir átomos
imprevistos y el hálito de la vida, desbocado, se extendió desmesuradamente.
Primero fue un prurito irregular, luego una llaga, después un manchón denso y
repulsivo sobre los carpelos de tierra. El hormigueo de seres vivientes bullía
como el torrente sanguíneo de un embrión, hedía como la secreción de una
pústula que nadie consigue cerrar. Se multiplicaron la confusión y el ruido, y
diminutas columnas de humo se elevaban desde su corteza. Todo era demasiado
prolijo y sin sentido. Al niño le había llevado seis días crear aquel mundo y
ahora, una vez más en este curso, se exponía al descrédito ante su Maestro y
sus Compañeros. Y vio que esto no era bueno. Decidió entonces aplastarlo entre
las manos, haciéndolo desaparecer con manifiesto desprecio en el vacío del
cosmos: descansaría el séptimo día y comenzaría de nuevo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario