Juan Carlos Onetti
Ella tendría cinco o seis
años cuando empecé a enterarme verdaderamente de su existencia. Hasta entonces era
la primera hija de los Torres, una criatura tan bella que parecía hecha con manos
de artista, pero no de la manera acostumbrada: una enanita cargosa que estaba aprendiendo
a hablar y oía conversaciones sin entender, ya con una mirada fija en los rostros
parlantes de los mayores.
Claro,
mis visitas nocturnas a los Torres con bebidas sin más límite que los rechazos de
hígado o estómagos siempre o casi siempre reducidas a temas literarios, conversados
casi sin discusiones con la admirable inteligencia de Rodrigo y su infalible intuición
poética y algún escritor que transcurría con su pareja, se repitieron durante algunos
años. Alicia tejía las horas, infatigable, con colores variados de las lanas.
Muy
pronto llegó la media docena de años para la niña y se produjo y reprodujo en los
principios de la madrugada un cambio de ambiente sutil y memorable. Se llamaba Beatriz,
le decían Bichi, yo la llamaba –tal vez todavía– Bichicome. Mal vestido peinador
de playas, resignado con la pobre, diaria cosecha.
Se
produjo un cambio. Alicia interrumpía muy de vez en cuando su labor para pronunciar,
cabeza inclinada, alguna frase corta y venenosa que encajaba con suavidad y destreza
en la charla y que muchas veces era para mí. La sonrisa era de pura diversión; nunca
acompañaba la pequeña maldad de las palabras.
Como
te decía, hubo la imposición de un rito. Fue como si una noche, de pronto, hubiera
dejado de mojar la cama y todos la miramos con sorpresa, seguros de que sólo para
ella habían pasado los años, dos o tres, e irrumpiera en nuestra conversación interminable,
acaso la misma con que la habíamos aburrido cuando era una niña de paso balbuceante.
Así,
una noche, cuando yo era el único contertulio que seguía hablando de libros y chismes,
cuando había quedado sólo con sus padres, ella, Bichicome, apareció envuelta en
un salto de cama de la madre, adornado en los bordes con marabú teñido de violeta,
que arrastró por la alfombra, fingió bostezar y desperezarse, caminó alrededor de
la mesa bebiendo todos los restos de bebidas que habían sido olvidados en los vasos.
Después se acercó con la boca fruncida y malhumorada, los ojos brillantes por la
risa y se acomodó frente a nosotros, en el gran sofá ahora vacío y jugó con los
adornos del salto de cama. El cabello muy largo y rubio. Sonrió a nosotros; a los
ángeles, a los pequeños diablos, sus amigos. De vez en cuando una pregunta inútil,
una curiosidad mentirosa pronunciada con voz de queja, que era innecesario responder.
Y
así, una noche y otra y todas las noches de mis visitas. Era demasiado niña para
que yo la mirara con ojos distintos a los del hombre que tiene una hija de casi
igual cantidad de años y que vive en otra ciudad y fue enseñada a odiarme. Pero
ningún sentimiento de nostalgia me impedía mirar a mi Bichicome y pensar melancólico
que cuando ella tuviera quince años yo sería irremediablemente viejo.
Después,
sin avisos visibles, como suelen llegar estas cosas, la Gracia descendió sobre Alicia
y se hizo bautizar y confesó y llena de temor, como si la niña estuviera enferma,
decidió bautizarla sin espera.
Bichicome
tenía un tío millonario que vivía en un yate y navegaba entonces por aguas de Canadá.
Católico como correspondía a un latino con fortuna, aceptó entusiasta la invitación
para el padrinazgo y telegrafió la fecha en que, entre viento y motores, podría
estar en Monte.
Pero
ya por entonces el corazón de Bichi era mío, obsequiado sin que yo se lo pidiera.
Era todo lo que podía darme; pero ya lo había hecho en silencio y nada se había
enmendado. Y nadie pudo modificar su veto al padrino de oro. Ni sermones, ni razonamientos,
ni tenaces insistencias. Yo sería el padrino o no habría bautizo. No pudo elegir
peor.
Y
así llegó la mañana en que atravesando la resaca entré a la iglesia o capilla, soporté
el latín del cura, vi cómo le mojaba a Bichi la frente con óleos sagrados, le ponía
sal en la lengua y pasaba con Rodrigo a la sacristía para colocar la manufactura
de un ángel. Bichi disfrazada de novia imposible; solamente el Señor podía darle
acomodo en su lecho.
Ya
en la calle vi empañarse mis lentes; estaba mezclando a la hija ausente con mi única
ahijada. Y recordé que ambas iban a crecer y perder para siempre el paraíso de la
infancia.
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