Juan Carlos Onetti
En Santa María nada
pasaba, era en otoño, apenas la dulzura brillante de un sol moribundo, puntual,
lentamente apagado. Para toda la gama de sanmarianos que miraban el cielo y la
tierra antes de aceptar la sinrazón adecuada del trabajo.
Sin
consonantes, aquel otoño que padecí en Santa María nada pasaba hasta que un
marzo quince empezó sin violencia, tan suave como el Kleenex que llevan y
esconden las mujeres en sus carteras, tan suave como el papel, los papeles de
seda, sedosos, arrastrándose entre nalgas.
Nada
sucedió en Santa María aquel otoño hasta que llegó la hora –por qué maldita o
fatal o determinada e ineludible–, hasta que llegó la hora feliz de la mentira
y el amarillo se insinuó en los bordes de los encajes venecianos.
Me
dijeron, Moncha, que esta historia ya había sido escrita y también, lo que
importa menos, vivida por otra Moncha en el sur que liberaron y deshicieron los
yanquis, en algún fluctuante lugar del Brasil, en un condado de una Inglaterra
con la Old Vic.
Dije,
Moncha, que no importa porque se trata, apenas, de una carta de amor o cariño o
respeto o lealtad. Siempre supiste, creo, que yo te quería y que las palabras
que preceden y siguen se debilitan porque nacieron de la lástima. Piedad,
preferías. Te lo digo, Moncha, a pesar de todo. Muchos serán llamados a leerlas
pero sólo tú, y ahora, elegida para escucharlas.
Ahora
eres inmortal y, atravesando tantos años que tal vez recuerdes, conseguiste
esquivar las arrugas, los caprichosos dibujos varicosos en las piernas
hinchadas, la torpeza lamentable de tu pequeño cerebro, la vejez.
Hace
unas horas apenas que tomé café y anís rodeado por brujas que sólo dejaban de
hablar para mirarte, Moncha, para ir al baño o sorberse los mocos detrás de un
pañuelo. Pero yo sé más y mejor, yo te juro que Dios aprobó tu estafa y,
también, que supo premiarla.
Me
dicen, además, que si persisto, debo comenzar por el final, volver a tus
marchas incomprensibles, en cuatro patas, de cuando tenías un año de edad,
saltar sobre tu susto de la primera menstruación, tocar otra vez con misterio y
trampa el final, regresar a tus veinte años y al viaje, moverme de inmediato
hacia tu primer, siniestro, desconsolado aborto.
Pero
tú y yo, Moncha, hemos coincidido tantas veces en la ignorancia del escándalo
que prefiero contarte desde el origen que importa hasta el saludo, la
despedida. Me darás las gracias, te reirás de mi memoria, no moverás la cabeza
al escuchar lo que acaso no deba decirte. Como si ya estuvieras capacitada para
saber que las palabras son más poderosas que los hechos.
No,
nunca, para ti. Nunca entendiste, en el fondo, palabras que no anunciaran,
afónicas, dinero, seguridad, alguna cosa que te permitiera acomodar las grandes
nalgas de tu cuerpo flaco en un amplio, dócil sillón de viuda reciente.
No
es carta de amor ni elegía; es carta de haberte querido y comprendido desde el
principio inmemorable hasta el beso reiterado sobre tus pies amarillos,
curiosamente sucios y sin olor.
Moncha,
otra vez, recuerdo y sé que regimientos te vieron y usaron desnuda. Que te
abriste sin otra violencia que la tuya, que besaste en mitad de la cama, que te
hicieron, casi, lo mismo.
Ahora
llegan las señoras para verte una desnudez novedosa y definitiva; para
limpiarte con las carcomidas esponjas y una puritana concentrada obstinación.
Tus pies continúan consumidos y sucios.
Comparado
con tu boca, por primera vez suave y bondadosa, nada que pueda decirte
recordando tiene importancia. Comparándolo con el olor que te invade y te
rodea, nada importa. Menos yo, claro, entre todos, yo que empiezo a oler la
primera, tímida, casi grata avanzada de tu podredumbre. Porque yo siempre
estuve viejo para ti y no me inspiraste otro deseo posible que el de escribirte
algún día lejano una orillada carta de amor, una carta breve, apenas, un
alineamiento de palabras que te dijeran todo. La corta carta, insisto, que yo
no podía prever te veía pasar, grotesca y dolorosa por las calles de Santa
María, o te encontraba grotesca y dolorosa, impasible, con la terca resolución
de tu disfraz entre la nunca revelada burla en cualquier rincón, y yo contribuía
sin palabras a crear e imponer un respeto que se te debía desde siglos por ser
hembra y transportar recatada e ineludible tu persona entre las piernas.
Y
es mentira pero te vi desfilar frente a la iglesia, cuando Santa María se
sacudió el primer, tímido, casi inocente prostíbulo, joven, vigorosa y torpe
equivocando el paso, con tu expresión de prescindencia y desafío, detrás del
cartelón donde flameaban con audacia y timidez las altas, estrechas letras
negras: “Queremos novios castos y maridos sanos”.
La
carta, Moncha, imprevisible, pero que ahora invento haber presentido desde el
principio. La carta planeada en una isla que no se llama Santa María, que tiene
un nombre que se pronuncia con una efe de la garganta, aunque tal vez solo se
llame Bisinidem, sin efe posible; una soledad para nosotros, una manía pertinaz
de obseso y hechizado.
Por
astucia, recurso, humildad, amor a lo cierto, deseo de ser claro y poner orden,
dejo el yo y simulo perderme en el nosotros. Todos hicieron lo mismo.
Porque
es fácil la pereza del paraguas de un seudónimo, de firmas sin firma: J. C. O.
Yo lo hice muchas veces.
Es
fácil escribir jugando; según dijo el viejo Lanza o algún irresponsable nos
dijo que informó de ella: una mirada desafiante, una boca sensual y desdeñosa,
la fuerza de la mandíbula.
Ya
se hizo una vez.
Pero
la vasquita Moncha Insurralde o Insaurralde volvió a Santa María. Volvió, como
volvieron, vuelven todos, en tantos años, que tuvieron su fiesta de adiós para
siempre y hoy vagan, vegetan, buscan sobrevivir apoyados en cualquier pequeña
cosa sólida, un metro cuadrado de tierra, tan lejos y alejados de Europa, que
se nombra París, tan lejos del sueño, el gran sueño. Podría decir regresan,
retornan. Pero la verdad es que volvemos a tenerlos en Santa María y escuchamos
sus explicaciones sobre el olvidable fracaso, sobre el injusto por qué no.
Protestan desde la iracundia en voz de bajo hasta el gemido de recién nacidos.
En todo caso, protestan, explican, se quejan, desprecian. Pero nos aburrimos,
sabemos que mascarán con placer el fracaso y las embellecidas memorias,
falsificadas por necesidad, sin intención pensada. Sabemos que volvieron para
quedarse y, otra vez, seguir viviendo.
De
modo que la clave, para un narrador amable y patriótico, es, tiene que ser, la
incomprensión ajena e incomprensible, la mala suerte, también ajena, igualmente
incomprensible. Pero vuelven, lloran, se revuelven, se acomodan y se quedan.
Por
eso en esta Santa María de hoy, con carreteras altas, tan distinta, tenemos,
sin necesidad de trámites de expropiación y a precio triste pero barato lo que
puede y tiene cualquier gran ciudad. Reconocemos la proporción adecuada: diez a
cien, cien a mil, millar al millón. Pero hay y habrá, siempre en Santa María,
con nuevas caras y codos que sustituyen al último desaparecido, nuestro
Picasso, nuestro Bela Bártok, nuestro Picabia, nuestro Lloyd Wright, nuestro
Ernesto Hemingway, peso pesado, barbudo y abstemio, tan saludable cazador de
moscas paralizadas por el frío.
Muchos
más fracasos, caricaturas que ofrecen pensar, réplicas torpes y obstinadas.
Decimos que sí. aceptamos, y hay, parece, que intentar seguir viviendo.
Pero
todos volvieron aunque no hayan viajado todos. Díaz Grey vino sin habernos
dejado nunca. La vasquita Insurralde estuvo pero nos cayó después desde el
cielo y todavía no sabemos; por eso contamos.
Misteriosamente,
todavía, Moncha Insurralde volvió de Europa para no hablar con ninguno de
nosotros, los notables. Se encerró, con llave, en su casa, no quiso recibir a
nadie, por tres meses la olvidamos. Después, sin buscarlas, las noticias
llegaron al Club y al bar del Plaza. Era inevitable, Moncha, que nos
dividiéramos. Unos no creíamos y pedíamos otra copa, naipes, un tablero de
ajedrez para matar el tema. Otros creíamos desapasionados y dejábamos
arrastrarse las ya muertas tardes de invierno al otro lado de los vidrios del
hotel, jugando al póker, aguardando con la cara inmóvil una confirmación
esperada e indudable. Otros sabíamos que era cierto y flotábamos entre la
lujuria imposible de entender y un secreto sellado.
Las
primeras noticias nos pusieron incómodos pero traían esperanza, volaban nacidas
en otro mundo, tan aparte, tan ajeno. Aquello, el escándalo, no llegaría a la
ciudad, no iba a rozar los templos, la paz de las casas sanmarianas,
especialmente la paz nocturna de las sobremesas, las horas perfectas de paz,
digestión e hipnotismo frente al mundo absurdo por torpe, de la imbecilidad
crasa y jubilosamente compartida que parpadeaba y decía tartamuda en los
aparatos de televisión.
Los
muros, ociosamente altos, de la casa del muerto vasco Insaurralde nos protegían
del grito y la visión. El crimen, el pecado, la verdad y la débil locura no
podían tocarnos, no se arrastraban entre nosotros dejando, para injuria o
lucidez, una fina, temblorosa baba de plata.
Moncha
estaba encerrada en la casa, excluida por los cuatro muros de ladrillos y de
altura insólita. Moncha, guardada, además, por ama de llaves, cocinera, chófer
inmóvil, jardinero, peonas y peones, era una mentira lejana, fácil de olvidar y
no creer, una leyenda tan remota y blanca.
Sabíamos,
se supo, que dormía como muerta en la casona, que en las noches peligrosas de
luna recorría el jardín, la huerta, el pasto abandonado, vestida con su traje
de novia. Iba y regresaba, lenta, erguida y solemne, desde un muro hasta el
otro, desde el anochecer hasta la disolución de la luna en el alba.
Y
nosotros a salvo, con permiso de ignorancia y olvido, nosotros, Santa María
toda, resguardados por el cuadrilátero de altas paredes, tranquilos e irónicos,
capaces de no creer en la blancura lejana, ausente, en la raya blanca ambulante
bajo la blancura siempre mayor de la luna redonda o cornuda.
La
mujer bajando del coche de cuatro caballos, del olor de azahares, del cuero de
Rusia. La mujer, en el jardín que ahora hacemos enorme y donde hacemos crecer
plantas exóticas, avanzando implacable y calinosa, sin necesidad de desviar sus
pasos entre rododendros y gomeros, sin rozar siquiera los rectos árboles de
orquídeas, sin quebrar su aroma inexistente, colgada siempre y sin peso del
brazo del padrino. Hasta que éste murmuraba, sin labios, lengua o dientes,
palabras rituales, insinceras y antiguas para entregarla, sin violencia, apenas
un inevitable y elegante rencor de macho, para entregarla al novio en los
jardines abandonados, blancos de luna y de vestido.
Y
luego, lentamente, cada noche clara, la ceremonia de la mano, ya infantil,
extendida con su leve, resucitado temblor, a la espera del anillo. En este otro
parque solitario y helado ella, de rodillas junto a su fantasma, escuchando las
ingastables palabras en latín que resbalaban del cielo. Amar y obedecer, en la
dicha y en la desgracia, en la enfermedad y en la salud, hasta que la muerte
nos separe.
Tan
hermoso e irreal todo esto, repetido sin fatiga ni verdadera esperanza en cada
inexorable noche blanca. Encerrado en la insolente altura de cuatro muros,
aparte de nuestra paz, nuestra rutina.
Había
entonces tantos médicos nuevos y mejores en Santa María, pero la vasquita
Moncha Insaurralde, casi en seguida de su regreso de Europa, antes de la
clausura entre los muros, llamó por teléfono al doctor Días Grey, pidió
consulta, trepó una siesta los dos tramos de escalera y sonrió estupidizada,
sin aliento, la mano apretada contra el pecho para levantar la teta izquierda y
apoyarla sobre donde ella creía tener el corazón, excesivamente próxima al
hombro.
Dijo
que iba a morirse, dijo que iba a casarse. Estaba o era tan distinta. El
inevitable Díaz Grey trató de recordarla, algunos años atrás, cuando la huida
de Santa María, del falansterio, cuando ella creyó que Europa garantizaba, por
lo menos, un cambio de piel.
–Nada,
no hay síntomas –dijo la muchacha–. No sé por qué vine a visitarlo. Si
estuviera enferma hubiera ido a ver un médico de verdad. Perdóneme. Pero algún
día sabrá que usted es más que eso. Mi padre fue amigo suyo. Tal vez haya
venido por eso.
Se
levantó flaca y pesada, balanceándose sin coquetería, empujando con resolución
envejecida al cuerpo desparejo.
“Una
todavía linda potranca, yegua de pura sangre, con sobrecañas dolorosas”, pensó
el médico. “Si pudiera lavarte la cara y auscultarla, nada más que eso, tu cara
invisible debajo del violeta, el rojo, el amarillo, las rayitas negras que te
alargan los ojos sin intención segura o comprensible”.
“Si
pudiera verte otra vez desafiando la imbecilidad de Santa María, sin defensa ni
protección ni máscara, con el pelo mal atado en la nuca, con el exacto
ingrediente masculino que hace de una mujer, sin molestia, una persona. Eso
inapresable, ese cuarto o quinto sexo que llamamos una muchacha”.
“Otra
loca, otra dulce y trágica loquita, otra Julita Malabia en tan poco tiempo y
entre nosotros, también justamente en el centro de nosotros y no podemos hacer
más que sufrirla y quererla”.
Avanzó
hasta el escritorio mientras Díaz Grey se desabrochaba la túnica y encendía un
cigarrillo; abrió la cartera boca abajo para derramar todo y algún tubo, algún
fetiche femenino rodó sin prisa. El médico no miró; sólo le veía, quería verle
la cara.
Ella
apartó billetes, los barajó con un gesto de asco y los puso junto al codo del
médico.
“Loca,
sin cura, sin posibilidad de preguntas”.
–Pago
–dijo Moncha–. Pago para que me recete, me cure, repita conmigo: me voy a
casar, me voy a morir.
Sin
tocar el dinero, sin rechazarlo, Díaz Grey se puso de pie, se arrancó la
túnica, tan blanca, tan almidonada y miró el perfil crispado, la grosera
pintura que cambiaba ahora, contra la luz del ventanal, sus asombrosas
combinaciones de color.
–Usted
se va a casar –recitó dócil.
–Y
me voy a morir.
–No
es diagnóstico.
Ella
sonrió brevemente, recuperando la adolescencia, mientras volvía a llenar la
cartera. Papeles, carnets, joyas, perfume, papel higiénico, una polvera dorada,
caramelos, pastillas, un bizcocho mordido, acaso algún sobrecito arrugado,
mustio por el tiempo.
–Pero
no alcanza, doctor. Tiene que venir conmigo. Tengo el coche abajo. Es cerca,
estoy viviendo, unos días o siempre, no se sabe quién gana, en el hotel.
Díaz
Grey fue y vio como un padre. Mientras miraba el secreto acarició distraído la
nuca inquieta de Moncha: le rozó los codos, tropezó sus ademanes contra un
pecho.
Vio,
Díaz Grey, la décima parte de lo que hubiera visto y podido explicar una mujer.
Sedas, encajes, puntillas, espuma sinuosa sobre la cama.
–¿Comprende
ahora? –dijo la mujer sin preguntar–. Es para mi vestido de novia. Marcos
Bergner y el Padre Bergner –se rio mirando la blancura encrespada en la colcha
oscura–. Toda la familia. El Padre Bergner me va a casar con Marquitos. Todavía
no fijamos fecha.
Díaz
Grey encendió un cigarrillo mientras retrocedía. El cura había muerto en sueños
dos años antes; Marcos había muerto seis meses atrás, después de comida y
alcohol, encima de una mujer. Pero, pensó, nada de aquello tenía importancia.
La verdad era lo que aún podía ser escuchado, visto, tocado acaso. La verdad
era que Moncha Insaurralde había vuelto de Europa para casarse con Marcos
Bergner en la Catedral, bendecida por el cura Bergner.
Aceptó
y dijo, acariciándole la espalda:
–Sí.
Es cierto. Yo estaba seguro.
Moncha
se puso de rodillas para besar los encajes, suave y minuciosa.
–Allá
no pude ser feliz. Lo arreglamos por carta.
Era
imposible que toda la ciudad participara en el complot de mentira o silencio.
Pero Moncha estaba rodeada, aún antes del vestido, por un plomo, un corcho, un
silencio que le impedían comprender o siquiera escuchar las deformaciones de la
verdad suya, la que le habíamos hecho, la que amasamos junto con ella. El Padre
Bergner estaba en Roma, siempre regresando de coloreadas tarjetas postales con
el Vaticano al fondo, siempre pasando de una cámara a otra, siempre diciendo
adiós a cardenales, obispos, sotanas de seda, una teoría infinita de efebos con
ropas de monaguillos, vinajeras, espirales veloces del humo del incienso.
Siempre
estaba Marcos Bergner volviendo con su yate de costas fabulosas, siempre atado
al palo mayor en las tormentas ineludibles y cada vez vencidas, cada día o
noche jugando con la rueda del timón, un poco borracho, acaso, la cara
inolvidable entrando en el regreso, en la sal y el iodo que le hacían crecer y
enrojecían la barba como en el final feliz de una marca inglesa de cigarrillos.
Esto,
la ignorancia de las fechas de los seguros regresos, la validez indudable,
incontestable de la palabra o promesa de un Insaurralde, palabra vasca o de
vasco que caía y pesaba sin necesidad de ser dicha y de una vez para siempre en
la eternidad. Un pensamiento, apenas, tal vez no pensando nunca por entero; una
ambición de promesa puesta en el mundo, colocada allí e indestructible, siempre
en desafío, más fuerte y rotunda si llegaba a cubrirla el mal tiempo, la
lluvia, el viento, el granizo, el musgo y el sol enfurecido, el tiempo, solo.
De
modo que todos nosotros, nosotros, la ayudamos, sin presentir ni remordernos, a
hundirse en la breve primera parte, en el prólogo que se escribe para beneficio
de ignorantes. Le dijimos si, aceptamos que era urgente y necesario y es
posible que le tocáramos un hombro para que subiera al tren, es posible que
esperáramos, deseáramos no volver a verla.
Y
así, impulsada apenas por nuestra buena voluntad, por nuestra bien merecida
hipocresía, Moncha, Moncha Insaurralde o Insurralde, bajó a la Capital –en el
lenguaje de los escribas de El Liberal– para que Mme. Carón convirtiera sus
sedas, encajes y puntillas en un vestido de novia digno de ella, de Santa
María, del difunto Marcos Bergner, muerto pero en el yate, del difunto Padre
Bergner, muerto pero despidiéndose sin fin en el Vaticano, en Roma, en la
carcomida iglesia de pueblo que fuéramos capaces de soñar.
Pero,
otra vez, ella fue a la Capital y regresó a nosotros con un vestido de novia
que las decaídas cronistas de notas sociales podrían describir en su hermético,
añorante estilo:
“El
día de su casamiento celebrado en la basílica Santísimo Sacramento, lució
vestido de crepé con bordado de strass que marcaba el talle alto. Una vincha de
strass en forma de cofia adornaba la cabeza y sostenía el velo de tul de
ilusión; en la mano llevó un ramo de phaleopnosis y en la basílica Nuestra
Señora del Socorro fue bendecido su matrimonio, llevando la novia traje
realizado en organza bordada, de corte princesa. El peinado alto tenía motivos
de pequeñas flores alrededor del rodete, de donde partía el velo de tul de
ilusión, y en la mano llevó un rosario. Mientras en San Nicolás de Bari llevó
la novia traje de línea enteriza de tela bordada, con sobrepollera abierta que
dejaba entrever en el ruedo un zócalo de camelias de raso, detalle que se repetía
en el tocado que sujetaba un manto de tul de ilusión; y de nuevo en la Iglesia
Matriz de Santa María lució un original vestido de corte enterizo, velo largo
de tul de ilusión tomado al peinado con flores de nácar que se prolongaban
sobre los lados formando mangas sujetas a los puños, y en la mano llevó un ramo
de tulipanes y azahares”.
Fue,
golpeó, rebotó, como una pelota de fútbol notablemente rellena de aire, no
aplastada y muerta todavía. Fue y vino a nosotros, a Santa María.
Y
entonces todos pensamos; nos enfrentamos con la culpa inverosímil. Ella,
Moncha, estaba loca. Pero todos nosotros habíamos contribuido por amor, bondad,
buenos propósitos, lánguida burla, deseo respetable de sentirnos cómodos y
abrigados, deseo de que nadie, ni Moncha, loca, muerta, viva, bien,
admirablemente vestida, nos quitara minutos de sueño o de placeres normales.
La
aceptamos, en fin, y la tuvimos. Dios, Brausen, nos perdone.
No
nos habló de cielorrasos de hoteles, ni de partidas campestres, ni monumentos,
ruinas, museos, nombres históricos que refirieran batallas, artistas o
despojos. Nos daba, cuando el viento o la luz o el capricho lo imponían. Nos
dio, nos estuvo dando sin preguntas, sin comienzos ni finales:
“Había
llegado a Venecia al alba. Casi no pude dormir en toda la noche, la cabeza
apoyada contra la ventana, viendo pasar las luces de ciudades y pueblos que
veía por primera y última vez, y cuando cerraba los ojos olía el fuerte olor a
madera, a cuero, de los incómodos asientos y oía las voces que murmuraban de
vez en cuando frases que no comprendía. Cuando bajé del tren y salí de la
estación con las luces todavía encendidas eran ahí por las cinco y media de la
mañana. Caminé medio en sueños por las calles vacías hasta el San Marcos que
estaba absolutamente desierto, excepto por las palomas y algunos mendigos
echados contra las columnas. Desde lejos, era tan idéntico a las fotos de las
postales que había visto, tan perfectos los colores, la complicada silueta de
los techos curvados contra el sol naciente, era tan irreal como el hecho que yo
estuviese allí, que yo fuese la única persona allí en ese momento. Caminé
despacio, como una sonámbula y sentía que lloraba y lloraba –era como si la
soledad, verlo tan perfecto como esperaba, lo convirtiese en parte mía para
siempre aunque era lo más cerca de un sueño despierto que se puede tener. Y
después –lo fue antes, una noche en Barcelona– el muchacho que bailó, vestido
de torero, con ajustados pantalones rojos, en el círculo formado por las mesas.
Recuerdo cuando fuimos arriba, a una mesa que daba sobre la pista de baile,
cuando ya casi no quedaba gente y a los dos muchachos bailando juntos, muy
apretados. De la misma altura, morochos, y el dueño que me ofrecía una pareja y
el susto que tenía, no sabiendo si me ofrecía un hombre o una mujer. Y una
calle, no sé dónde, las viejas casas pintadas con pintura chillona descolorida,
la ropa colgada de un lado a otro de la estrecha vereda, los chicos haraposos,
los pies descalzos resbalando sobre los adoquines mojarlos entre los puestos de
pescados y pulpos de extrañas formas y colores”.
Para
entonces, después del indudable suplicio de meses que se llamaron, llamamos los
notables para olvidar Juntacadáveres, el mancebo o manceba de la botica de
Barthé había crecido, era ancho y fuerte y sólo disponía de la pronta blancura
de su sonrisa para recordar su timidez de años atrás.
–Barthé
jugó con fuego– dijo una voz sin fecha el más imbécil de nosotros mientras
repartía naipes en la mesa del Club.
Nosotros.
Nosotros sabíamos que sí, que el boticario Barthé había jugado con fuego, o con
el robusto animal que fue chiquilín en un tiempo, que había jugado y terminó
quemándose.
Pero,
entre paréntesis, puede ser conveniente señalar que la cara, la sonrisa del
mancebo de botica no tenían nunca el resplandor brillante del cinismo. Exhibía,
mostraba, sin propósito, bondad y la simple aceptación de estar ubicado, o
amoldarse, a la vida, al mundo para él ilimitado, a Santa María.
Alguno
de nosotros, mientras daba o recibía cartas en el juego del póker, habló del
brujo ausente, del solitario aprendiz de brujo. No comentamos porque cuando se
trata de póker está prohibido hablar.
–Veo.
–No
veo. Me voy.
–Veo
y diez más.
La
crónica policial no dijo nada y la columna de chismes de El Liberal no
se enteró nunca. Pero todos sabíamos, unidos en la mesa de juego o de bebida,
que la vasquíta Insaurralde, tan distinta, se encerraba de noche en la botica
con Barthé –que tenía encuadrado y a la vista su título de farmacéutico,
indudable y muy alto detrás del mostrador– y con el mancebo-manceba que ahora
sonreía con distracción a todo el mundo y que era, en los hechos sin base
conocida, el dueño de la farmacia. Los tres adentro y sólo quedaba para nuestra
curiosidad avejentada, para adivinanzas y calumnias el botón azul sobre la
pequeña chapa iluminada: Servicio de urgencia.
Movíamos
fichas y naipes, murmurábamos juegos y desafíos, pensábamos sin voz: los tres;
dos y uno mira, dos y mira el que dijo estoy servido, me voy, no veo pero
siempre mirando. O nuevamente, los tres y las drogas, líquidos o polvos
escondidos en la farmacia del propietario confuso, equívoco, intercambiable.
Todo
posible, hasta lo físicamente imposible, para nosotros, cuatro viejos rodeando
naipes, trampas legitimas, bebidas diversas.
Como
podría decir Francisco, jefe de camareros, cada uno de los cuatro habíamos
aprendido, acaso antes de conocer el juego, a mantener inmóviles durante horas
los músculos de la cara, a perpetuar un mortecino, invariable brillo de los
ojos, a repetir con indiferencia voces arrastradas, monótonas y aburridas.
Pero
al matar toda expresión que pudiera trasmitir alegría, desencanto, riesgos
calculados, grandes o pequeñas astucias, nos era forzoso, inevitable mostrar en
las caras otras cosas, las que estábamos resueltos, acostumbrados a esconder
diariamente, durante años, cada día, desde el final del sueño, todas las
jornadas, hasta el principio del sueño.
Porque
fue muy pronto que supimos y reímos discretos, sacudiendo las cabezas con
fingida lástima, con simulacro de comprensión, que Moncha se encerraba en la
botica con Barthé y el mancebo; siempre, ella, vestida de novia, siempre el
muchacho mostrando sin recordar el torso desnudo, siempre el boticario con
gota, pantuflas y el eterno, indefinible malhumor de las solteronas.
Inclinados
los tres encima de las cartas de tarot y brujería, simulando creer en retornos,
golpes de suerte, muertes esquivadas, traiciones previsibles y aguardadas.
Un
momento no más; la gordura blanda de Barthé, su boca expectante y fruncida; los
músculos crecientes del muchacho que ya no necesitaba alzar la voz para dar
órdenes; el inverosímil traje de novia que Moncha arrastraba entre mostradores
y estantes, frente a los enormes frascos color caramelo y con etiquetas
blancas, todas o casi incomprensibles.
Pero
siempre estaban sobre la mesa los extraños naipes del tarot y era irresistible
volver a ello, asombrarse, temer o vacilar.
Y
hay que señalar, para beneficio y desconcierto de futuros, tan probables,
exégetas de la vida y pasión de Santa María, que los dos hombres habían dejado
de pertenecer a la novela, a la verdad indiscutible.
Barthé,
gordo y asmático, en retirada histérica, con estallidos tolerados y grotescos,
no era ya concejal, no era más que el diploma de farmacéutico sucio de años y
moscas que colgaba detrás del mostrador, no era más que líder esporádico de
alguno de los diez grupos trotskistas, completado cada uno por tres o cuatro
peligrosos revolucionarios que redactaban y firmaban, con ritmo menstrual,
manifiestos, declaraciones y protestas sobre temas exóticos y diversos.
El
muchacho no era ni fue más que el exacerbado tímido cínico que se acercó un
invierno, al caer la tarde, a la cama de un Barthé aterrorizado por el miedo,
la gripe, la sucia conciencia, el más allá, treinta y ocho grados de fiebre
para recitar claro y cauteloso:
–Dos
cosas, señor, y disculpe. Usted me hace socio y ya tengo el escribano. O me
voy, cierro la botica. Y el negocio se acabó.
Firmaron
el contrato y solo le quedó a Barthé, para creer en la supervivencia, la
tristeza de que las cosas no hubieran tenido un origen distinto, que la
sociedad en la que él había pensado desde mucho tiempo atrás como en un tardío
regalo de bodas hubiera sido impuesta por la extorsión y no por la armoniosa
madurez del amor.
De
modo que, de los tres, Moncha, a pesar de la parcial locura y de la muerte que
sólo puede estimarse como un detalle, una característica, un personal modo de
ser, fue la única que se mantuvo, Brausen sabrá hasta cuándo, viva y actuante.
¿Como
un insecto? Puede ser. También se acepta, por igualmente novedosa, la metáfora
de la sirena puesta sin compasión fuera del agua, soportando paciente los
bandazos y el mal de tierra en el antro de la botica. Como un insecto, se
insiste, atrapado en la media luz pringosa por los extraños naipes que
destilaban el ayer y el hoy, que exhibían confusos, sin mayor compromiso, el
futuro inexorable. El insecto, con su caparazón de blancura caduca,
revoloteando sin fuerzas alrededor de la luz triste que caía sobre la mesa y
las cuatro manos, alejándose para golpear contra garrafas y vitrinas,
arrastrando sin prisas y torpe la cola larga, silente, tan desmerecida, que un
día lejano diseñó e hizo Mme. Carón en persona.
Y
cada noche, después de cerrada la botica y encendidas en la pared externa las
luces violetas que anunciaban el servicio nocturno, el largo insecto
blanquecido recorría los habituales grandes círculos y pequeños horizontes para
volver a inmovilizarse, frotando o sólo uniendo las antenas, sobre las promesas
susurradas por el tarot, sobre el balbuceo de los naipes de rostros hieráticos
y amenazantes que reiteraban felicidades logradas luego de fatigosos
laberintos, que hablaban de fechas inevitables e imprecisas.
Y,
aunque sea lo menos, le dejó al muchacho semidesnudo una sensación no
totalmente comprendida de fraternidad; y le dejó al resto de vejez de Barthé un
problema irresoluble para masticar sin dientes, hundido en el sillón en que se
trasladó a vivir, girando los pulgares sobre el vientre nunca enflaquecido:
–Si
estaba aquí y la casa era como suya. Si andaba y curioseaba y revolvía. Si
nosotros dos la quisimos siempre, por qué no robó veneno, que de ninguna manera
hubiera sido robar, y terminó más rápido y con menor desdicha.
Y
entonces empezó a sucedemos y nos siguió sucediendo hasta el final y un poco
más allá.
Porque,
insistimos, así como una vez Moncha regresó del falansterio, golpeó en Santa
María y se nos fue a Europa, ahora llegaba de Europa para bajar a la Capital y
volver a nosotros y estar, convivir en esta Santa María que, como alguno dijo,
ya no es la de antes.
No
podíamos, Moncha, ampararte en los grandes espacios grises y verdes de las
avenidas, no podíamos aventar tantos miles de cuerpos, no podíamos reducir la
altura de los incongruentes edificios nuevos para que estuvieras más cómoda,
más unida o en soledad con nosotros. Muy poco, sólo lo imprescindible, pudimos
hacer contra el escándalo, la ironía, la indiferencia.
Dentro
de la ciudad que alzaba cada día un muro, tan superior y ajeno a nosotros –los
viejos–, de cemento o cristal, nos empeñábamos en negar el tiempo, en fingir,
creer la existencia estática de aquella Santa María que vimos, paseamos; y nos
bastó con Moncha.
Hubo
algo más, sin importancia. Con la misma naturalidad, con el mismo esfuerzo y
farsa que usábamos para olvidar la nueva ciudad indudable, tratamos de olvidar
a Moncha encima de las copas y los naipes, en el bar del Plaza, en el
restaurante elegido, en el edificio flamante del club.
Tal
vez alguno impuso el respeto, el silencio con alguna mala frase. Aceptamos,
olvidamos a Moncha, y conversamos nuevamente de cosechas, del precio del trigo,
del río inmóvil y sus barcos –y de lo que entraba y salía de las bodegas de los
barcos– del subibaja de la moneda, de la salud de la esposa del Gobernador, la
señora, Nuestra Señora.
Pero
nada servía ni sirvió, ni trampas infantiles ni caídas en el exorcismo. Aquí
estábamos, el mal de Moncha, la enfermedad de setenta y cinco mil dólares de la
Señora, primera cuota.
De
modo que tuvimos que despertar y creer, decirnos que sí, que ya lo veíamos
desde tantos meses atrás y que Moncha estaba en Santa María y estaba como
estaba.
La
hablamos visto, sabido que paseaba en taxis o en el ruinoso Opel 1951, que
hacía desgastadas visitas de cumplido, recordando –tal vez con organizada
maldad– fechas muertas e ilevantables de aniversarios. Nacimientos, bodas y
defunciones. Posiblemente –exageran– el día exacto en que era aconsejable y
bueno olvidar un pecado, una fuga, una estafa, una ensuciada forma del adiós,
una cobardía.
No
supimos si todo esto estaba en su memoria y nunca encontramos una libreta, un
simple almanaque con litografías optimistas que pudiera explicarlo.
Santa
María tiene un río, tiene barcos. Si tiene un rio tiene niebla. Los barcos usan
bocinas, sirenas. Avisan, están, pobre bañista y mirador de agua dulce. Con su
sombrilla, su bata, su traje de baño, canasta de alimentos, esposa y niños,
usted, en un instante en seguida olvidado de imaginación o debilidad, puede,
pudo, podría pensar en el tierno y bronco gemido del ballenato llamando a su
madre, en el bronco, temeroso llamado de la ballena madre. Está bien: así, más
o menos, sucede en Santa María cuando la niebla apaga el río.
La
verdad, si pudiéramos jurar que aquel fantasma estuvo entre nosotros y nos duró
tres meses, es que Moncha Insaurralde viajaba, casi diariamente, desde su casa,
en taxi o en el Opel, vestida siempre y con el olor y aspecto de eternidad –tal
como resultó– con el vestido de novia que le había hecho en la Capital, Mme.
Carón, cosiendo las sedas y encajes que se había traído de Europa para la
ceremonia de casamiento con alguno de los Marcos Bergner que hubiera inventado
en la distancia, bendecida por un Padre Bergner inmodificable. grisáceo y de
piedra. Sólo a ella le faltaba morir.
Todas
las cosas son así y no de otro modo; aunque sea posible barajar cuatro veces
trece después que ocurrieron y son irremediables.
Asombros
varios, afirmaciones rotundas de ancianos negados a la entrega, confusiones
inevitables impiden fechar con exactitud el día, la noche del primer gran
miedo. Moncha llegó al hotel del Plaza en el coche bronquítico, hizo
desaparecer al chófer y avanzó en sueños hasta la mesa de dos cubiertos que
había reservado. El traje de novia cruzó, arrastrándose, las miradas y estuvo
horas, más de una hora, casi sosegado ante el vacío –platos, tenedores y
cuchillos– que sostuvo enfrente. Ella, apenas contenta y afable, preguntó a la
nada y detuvo en el aire algún bocado, alguna copa, para escuchar. Todos
percibieron la raza, la mamada educación irrenunciable. Todos vieron, de
distinta manera, el traje de novia amarillento, los encajes desgarrados y en
partes colgantes. Fue protegida por la indiferencia y el temor. Los mejores, si
es que estuvieron, unieron el vestido con algún recuerdo de dicha, también
agotado por el tiempo y el fracaso.
No
muy temprano ni tarde, el maítre en persona –Moncha se llama Insaurralde–
trajo la cuenta doblada sobre un platito y la dejó exactamente entre ella y el
otro ausente, invisible, separado de nos, de Santa María, por una
incomprensible distancia de millas marinas, por las hambres de los peces.
Preguntó, apenas estuvo, inclinó la gorda, impasible cabeza sonriente. Parecía
bendecir y consagrar, parecía habituado. El smoking de verano otoño también
pudo ser entendido como una sobrepelliz convincente.
Era
necesario organizar secretas y solitarias peregrinaciones al restaurante donde
había comido con Marcos. Tarea difícil y compleja porque no se trataba de un
simple traslado físico. Requería la creación previa y duradera de un estado de
ánimo, a veces, sentía, perdido para siempre, un espíritu adecuado para la
espera de la cita y para saber que iba a prolongarse, gozoso, indeclinable,
hasta el final de la noche, hasta la hora exacta en que puede afirmarse en
Santa María que todo está cerrado. Y más allá; el estado de ánimo debía
mantenerse y atravesar la hora del cierre general, permanecer en la soledad
nocturna y engendrar la dulzura de los sueños. Porque debe entenderse que todo
lo demás, lo que nosotros, sanmarianos, insistimos en llamar realidad, era para
Moncha tan simple como un acto fisiológico cumplido con buena salud. Llamar al maitre
del Plaza, pedirle una mesa “ni muy cerca ni muy lejos”, anunciarle el regreso
de Marcos y el festejo correspondiente, discutir, provocando, sobre las
posibilidades de la comida, reclamar el vino favorito de Marcos, vino que ya no
existía, que ya no nos llegaba, vino que había sido vendido en botellas
alargadas que ofrecían etiquetas confusas.
Envejecido
y sin sonrisas Francisco, el maître, mantenía calmoso el juego
telefónico, no abandonaba sus tan antiguas convicciones, reiteraba que el vino
imposible debía ser servido, de acuerdo, sin dudas, chambré, no
demasiado lejos, no demasiado cerca del punto de temperatura ideal,
inalcanzable.
La
fecha consta al pie y parece irrevocable. Sin embargo, alguien, alguno puede
jurar que vio, cuarenta años después de escrita esta historia, a Moncha
Insaurralde en la esquina del Plaza. No interesan los detalles de la visión,
los progresos edilicios de Santa María que festejaría El Liberal. Sólo
importa que todos contribuyan a verla y sepan coincidir. Mucho más pequeña, con
el vestido de novia teñido de luto, con un sombrero, un canotier con cintas
opacas excesivamente pequeño aun para la moda de cuarenta años después, apoyada
casi en un delgado bastón de ébano, en el forzoso mango de plata, sola y
resuelta en el comienzo de una noche de otoño –tan suave el aire, tan discretos
los mugidos de los remolcadores en el río–, esperando con ojos pacientes y
burlones que se fueran los ocupantes de exactamente aquella mesa, situada ni
muy cerca ni muy lejos de la puerta de entrada y de la cocina. Y siempre, en
aquel tiempo infinito que existirá cuando pasen cuarenta años, llegaba el
momento verdadero y prometido, el momento en que la mesa quedaba desocupada y
ella podía avanzar, fingiendo por coquetería ayudarse con el bastón, saludar a
Francisco o al nieto tan crecido de Francisco, avanzar hasta la impaciencia de
Marcos y excusarse sin énfasis por haberse retrasado. Dios estaba en los cielos
y reinaba sobre la tierra, Marcos, ya borracho, inmarcesible, la perdonaba
entre bromas y palabras sucias acercándosele sobre el mantel un ramito de las
primeras violetas de aquel otoño cuarentón.
Como
estaba dispuesto, nosotros, los viejos, nos separamos. Ni hubo necesidad de
palabras para el respeto y la comprensión. Algunos olvidaron mientras les fue
necesario y hubieron podido continuar durante cuarenta años la construcción de
su olvido. Olvidaron, no supieron que Moncha Insaurralde se paseaba por las
calles de Santa María, entraba en negocios, visitaba exacta caserones de ricos
y los ranchos que intentan bajar hasta la costa vestida siempre con su traje de
novia que esperaba el regreso de Marcos para incorporarse las prescritas flores
blancas, frescas y duras.
Algunos
pensaron en el también muerto vasco Insaurralde, en lealtad a una memoria, en
la misma mujer alucinada que arrastraba, adhería la inevitable mugre a la cola
de su vestido. Y éstos eligieron también cuidar del fantasma, simular que
creían en él, usar la riqueza, el prestigio, los restos aún no cubiertos de
ceniza de la tierna brutalidad adolescente.
Hubo
poco, para unos y otros; en todo caso, vieron y se enteraron de mucho menos.
Vieron, simplemente.
Si
hay nardos y jazmines, si hay cera o velas, si hay una luz sobre una mesa y
papeles vírgenes en la mesa, si hay bordes de espuma en el río, si hay
dentaduras de muchachas, si hay una blancura de amanecer creciendo encima de la
blancura de la leche que cae caliente y blanca en el frío del balde, si hay
manos envejecidas de mujeres, manos que nunca trabajaron, si hay un corto filo
de enagua para la primera cita de un muchacho, si hay un ajenjo milagrosamente
bien hecho, si hay camisas colgadas al sol, si hay espuma de jabón y pasta para
afeitarse o pasta para el cepillito, si hay escleróticas falsamente inocentes
de niños, sí hay, hoy, nieve intacta, recién caída, si el Emperador de Siam
conserva para el Vicevirrey o Gobernador una manada de elefantes, sí hay
capullos de algodón rozando el pecho de negros que sudan y cortan, si hay una
mujer en congoja y miseria capaz de negativa y surgimiento, capaz de no contar
monedas ni el futuro inmediato para regalar una cosa inútil.
Esto,
tan largo, en la imposibilidad de contar la historia del inadmisible vestido de
novia, corroído, tuerto y viejo, en una sola frase de tres líneas. Pero fue
así, vestido, salto de cama, camisón y mortaja. Para todos, los que habían
preferido con prudencia refugiarse en la ignorancia, para los que habían
elegido formar una dislocada guardia de corps, reconocer su existencia y
proclamar que protegeríamos, en lo que nos fuera posible, el vestido de novia
que envejecía diariamente, que se acercaba sin remedio a una condición de
trapo, proteger el vestido y lo ignorado, imprevisible, que llevaba dentro.
Las
estériles, silenciosas, opuestas, nunca bélicas posiciones de los viejos que
nos reuníamos en el Plaza o en el nuevo edificio del Club, duraron poco. Menos
de tres meses, como ya se dijo. Porque suavemente y de pronto, tan suavemente
que se nos hizo de pronto después, cuando lo supimos, o cuando empezamos a
olvidar, todas las imaginables blancuras moribundas, cada día más amarillentas
y con el irreversible tono de ceniza, crecieron inexorables, las tomamos como
verdad.
Porque
Moncha Insaurralde se había encerrado en el sótano de su casa, con algunos –pero
no bastantes– seconales, con su traje de novia que podía servirle, en la
placidez velada del sol del otoño sanmariano como piel verdadera para envolver
su cuerpo flaco, sus huesos armónicos. Y se echó a morir, se aburrió de
respirar.
Y
fue entonces que el médico pudo mirar, oler, comprobar que el mundo que le fue
ofrecido y él seguía aceptando no se basaba en trampas ni mentiras endulzadas.
El juego, por lo menos, era un juego limpio y respetado con dignidad por ambas
partes: Diosbrausen y él.
Quedaban
Insaurraldes lejanos, fanáticos, deseosos de colocar en la muerta un síncope
imprevisible. En todo caso, lo consiguieron, no habría autopsia. Por eso es
posible que el médico haya vacilado entre la verdad evidente y la hipocresía de
la posteridad. Prefirió, muy pronto, abandonarse al amor absurdo, a una lealtad
inexplicable, a una forma cualquiera de la lealtad capaz de engendrar
malentendidos. Casi siempre se elige así. No quiso abrir las ventanas, aceptó
respirar en comunión intempestiva el mismo aire viciado, el mismo olor a mugre
rancia, a final. Y escribió, por fin, después de tantos años, sin necesidad de
demorarse pensando.
Temblaba
de humildad y justicia, de un raro orgullo incomprensible cuando pudo, por fin,
escribir la carta prometida, las pocas palabras que decían todo: nombres y
apellidos del fallecido: María Ramona Insaurralde Zamora. Lugar de defunción:
Santa María. Segunda Sección Judicial. Sexo: femenino. Raza: blanca. Nombre del
país en que nació: Santa María. Edad al fallecer: veintinueve años. La
defunción que se certifica ocurrió el día del mes del año a la hora y minutos.
Estado o enfermedad causante directo de la muerte: Brausen, Santa María, todos
ustedes, yo mismo.
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