Ana Nicholson Leos
Mi
hija es una araña. Me da mucho asco y miedo, pero es mi hija. Liliana y yo
intentamos tener hijos por muchos años. Ella había perdido dos bebés. Me partía
el corazón verla deshacerse de las cosas de bebé después de la mala noticia.
Así que cuando se enteró que estaba embarazada de una araña no sintió miedo
sino mucha felicidad, sobre todo después del tercer trimestre.
Vi por primera vez a mi hija en la cuna. Era
una masa de patas y filosísimos pelos negros. Todos sus ojos rojos me veían. Mi
mujer era un mar de lágrimas de felicidad. Yo sentía el miedo, como olas, subir
del estómago a la cabeza hasta dejarme ciego. Pero quiero mucho a mi mujer, y
tuve que meter la mano por un lado de la camita y acariciarle las patas.
Ha
crecido hasta estar muy gorda. Liliana está orgullosa de sus brillantes vellos,
de lo buena que es cazando. Cuando la llevamos a pasear, todo el mundo se le
queda viendo. Mi mujer les sonríe con mucho orgullo, y los que no gritan o se
cruzan del otro lado de la banqueta, le devuelven una sonrisa incómoda. Mi hija
entra y sale de la tela que ha tejido en la carriola, con movimientos
agresivos, cortitos, nerviosos. Se escuchan sus ruidos, como chillidos, como
gritos de terror muy breves. Nunca entiendo si son risas o si está asesinando
algo para cenárselo.
Nada me da más miedo que verla comer. Ver
cómo abraza con sus ocho patas a un pobre desgraciado y le entierra sus
colmillos hasta secarlo. “No tardes
mucho antes de comértelo, mi amor”, le digo muy suave. Ella no sabe que le temo
tanto.
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