Joaquín Revuelta Candón
Sobre
la mesa, allí estaba la multi, parpadeando suavemente en la penumbra del
despacho. Su superficie estaba inmaculada, pese a que había cargado multitud de
datos en su buffer. Se reía de mí, con su recién descubierta inteligencia de
marioneta desahuciada. Apuré el cigarrillo, lo apagué en un cenicero cercano y
me froté los ojos, doloridos de tanto esfuerzo de concentración sobre las
líneas de código que me habían tenido ocupado durante las últimas doce horas de
mi vida. Me acerqué a la mesa de trabajo, sin perder de vista el área satinada
de aquel engendro con aspecto de folio antiguo. Todavía nada: la impresión de
que se estaba burlando de mí, de nosotros, del mundo de los hombres en general,
cada vez era más acentuada.
Me senté ante la vieja TFT, crují los dedos, y
comencé a golpear el aire sobre el teclado holográfico. De cuando en cuando, mi
mirada se desviaba hacia la multi, esperando ver aparecer un dibujo, un
iconograma, una pizca de texto que me permitiera descubrir un atajo hacia la
intrincada espuma cuántica que contenía, algo que me abriera el camino hacia el
universo de nanocomponentes que ocultaba en su interior.
Nada. El horizonte cegador de la blancura.
Intenté acceder a ella ejecutando un programa que
se camuflaba bajo el aspecto de un simple rastreador de puertos de
comunicación. Cero. Frustración. Sentimiento de culpa. La empresa confiaba en
mí. Los directivos habían apostado fuerte, habían proclamado a los cuatro
vientos que la multi sería la solución empresarial del siglo, que contribuiría
a un ahorro en consumibles que dispararía la cuenta de resultados, que con su
presencia en el mundo corporativo las talas de árboles se reducirían en más de
un sesenta por ciento en todo el planeta… lo creíamos, lo creíamos firmemente y
de todo corazón; jamás había estado en nuestro ánimo engañar a nadie.
Habíamos comenzado el proyecto
hacía menos de dos años, un hatajo de locos recién salidos de la universidad
pública, con la cabeza llena de ideas revolucionarias y el bolsillo vacío,
repletos de ideas que había de revolucionar la agostada sociedad en la que nos
había tocado vivir. Creíamos firmemente que son los pequeños avances los que
consiguen los mayores cambios, así que una cosa llevó a la otra y nos vimos metidos
hasta la frente en los primeros pasos de investigación nanotecnológica real.
Hasta entonces, casi todo lo que se refería al tema
se había limitado a producir toneladas de bits de literatura barata y unas
cuantas aplicaciones primarias para la ciencia de materiales, desde tejidos a
superficies solares que absorbían directamente los UV en lugar de usar el
cambio de polaridad de los átomos de silicio para producir calor y
electricidad. Se intuía que la revolución llegaría tarde o temprano, y que muy pronto
términos tales como los fullerenos, las buckyballs, la geometría de nanotubos y
el resto de la jerigonza típica de la nueva ciencia serían tan accesibles para
el gran público como la tecnología láser, los microondas o la mecánica cuántica
de andar por casa. Era todo un continente desconocido el que se abría ante
nuestros cerebros cargados de serotonina (y otras sustancias de dudosa
justificación científica): desde la revolución de las terapias médicas
inteligentes y autoactualizables hasta mecanismos de una complejidad abrumadora
que cabrían en una superficie no mucho mayor que la cabeza de un alfiler. Sin
embargo, nosotros dirigimos nuestros pasos hacia algo mucho más cercano y
prosaico: las técnicas de impresión.
Sin poderlo evitar, mi cabeza se giró hacia la
multi en aquel instante, interrumpiendo la cadena de pensamientos. Nada.
Todavía. Siempre. Di un manotazo al aire, atravesando el teclado holográfico,
cerrando de golpe los procesos de la aplicación. Una ventana de alerta apareció
en la vetusta superficie de la pantalla. ¿Cómo habíamos llegado a esto, por los
crípticos y huidizos dioses del ciberespacio? Podría parecer una tontería, pero
todo surgió mientras nos quejábamos de lo poco que recibíamos en concepto de
becas de investigación y la cantidad de la asignación que teníamos que
desperdiciar en tinta y folios de papel.
–Deberíamos tener una especie de caja de Pandora de
dos dimensiones –dijo Fran medio en serio medio en broma–, un folio eterno
donde cupiera toda la información de miles de hojas de un mismo documento, o
algo así… ¿no?
Todos le miramos en silencio. Recuerdo la mirada de
Santi, y el tremendo olor a bodega que se extendía por la habitación. Y
entonces estallamos en carcajadas.
–Pero la idea es buena, joder, es de puta madre…
Y lo era, por supuesto. Estupenda, brillante por su
simplicidad. Cuando escapamos de la bruma alcohólica de aquella noche de
viernes, todos coincidimos en que la idea de Fran sería la primera piedra en el
sólido edificio que íbamos a levantar. Cada uno en su propio campo, comenzamos
a perfilar lo que habría de ser la multi. Imaginen, con una sola hoja de falso
papel, sin tinta, podrían ustedes imprimir todo lo que les plazca, leerlo
cómodamente, guardarlo si quieren para consultarlo más tarde, y sin impresora, a
través de una conexión inalámbrica corriente y moliente. Fantástico, ¿no creen?
Nosotros estábamos seguros de que revolucionaríamos
el mercado, de que todos los bancos y corporaciones que estuvieran buscando
startups donde invertir y blanquear sus escandalosas cuentas de resultados se
rifarían nuestro proyecto. Y no nos equivocamos. Cuando tuvimos el primer
prototipo de la multi arriesgamos todos nuestros ahorros en contratar a unos
tipos que nos diseñaran una campaña de marketing a alto nivel, ya saben,
videoconferencias, presentaciones multimedia, spam en móviles corporativos,
apertura de un portal en internet… todo muy selecto, muy bien llevado. Los
responsables de la empresa de publicidad, verdaderos lobos en lo que a tendencias
se refiere, ni siquiera nos cobraron un céntimo por su trabajo. Nos limitamos a
firmar un contrato en el que les otorgábamos el dos por ciento de las ganancias
que generara nuestro producto durante los diez años siguientes. Aquello nos
confirmó que habíamos dado con un filón, con nuestro El Dorado particular bajo
la forma de nanordenadores Von Neuman con capacidad para interactuar con el
universo de Bucky-estructuras que les rodeaban.
La campaña de información se lanzó a los cuatro
vientos, un anzuelo forjado de sueños y esperanzas en mitad del océano de
tiburones corporativo. Los japos, por supuesto, fueron los primeros en picar.
Los responsables de una editorial de mangas vieron las posibilidades de la
multi de inmediato: se acabaron los tomos como guías de teléfono que acababan
en cualquier papelera o vagón de metro de ese hormiguero sucio y maloliente en
el que se estaba convirtiendo Tokio; con una sola de nuestras planchas
inteligentes por lector se ahorrarían los costes de toda una década en tinta, papel
y gastos de impresión. Y eso sólo era el principio.
Los japos vieron mucho más allá. Asistimos a una
video-reunión donde nos plantearon la posibilidad de la reproducción de
imágenes en movimiento, la adaptación de los códecs estándar del mercado, la
posibilidad de un streaming codificado directamente de la red… Fue una torpeza
por nuestra parte, pero dijimos que sí, que no habría problemas, que sólo
necesitábamos un poco de tiempo para adaptar el software y el material de la
multi a fin de que admitieran una cantidad mayor de proceso de información en
tiempo real. No pusieron muchos problemas, salvo intentar apurar los plazos
hasta el último segundo. Sobre mí, como especialista en lógica de barras, fue
el que cayó la peor parte, el trabajo más duro. La patata caliente…
Dejé de recordar por un momento, y eché otra mirada
a la nívea y resplandeciente superficie de la multi. La maldita cosa seguía
mofándose de mí, y, a la vez, del mundo entero.
Porque ya había muchas como ella, oh, sí, en
cientos de factorías japonesas y alemanas, de todos los tamaños y formas.
Estaban llamadas a reemplazar las pantallas de los cines, las vallas
publicitarias, libros, revistas, trípticos, carteles, folletos, todo tipo de
documentos… los árboles estarían a salvo para siempre jamás, y con ellos el verdadero
pulmón de esta roca sobre la que habitamos. Pero, ¿a qué precio? Cuando dimos
carta blanca para el comienzo del procesado industrial nunca hubiéramos sido capaces
de imaginar lo que iba a ocurrir, nunca. O no lo hubiéramos hecho. Habríamos seguido
trabajando con los prototipos de laboratorio hasta haber estado completamente seguros
de que todo iba a desarrollarse según lo previsto. Sí, nos cegaron la codicia y
la borrachera de éxito, la nube de efímera gloria en la que estuvimos flotando
durante un tiempo.
Aquel lapso de tiempo, intenso y cálido como una
tarde de verano, acabó en el momento en que las multis dejaron de responder a
las órdenes de nuestros programas, en el instante en que se desentendieron de
las peticiones de los hombres. Ahora sé que yo fui el culpable, es algo sobre
lo que no tengo ninguna duda. Soy responsable de haber jugado a ser dios, y
todavía no sé hasta dónde va a llegar el alcance del castigo a mi soberbia. Al
principio parecía una buena idea. Reproducir las estructuras de distribución de
información de los nódulos gliales del cerebro humano en la complicada red de Bucky-núcleos
que conformaban el material de la multi. Era la forma más eficiente de
canalización de paquetes de datos con la que me había encontrado a la hora de
atacar el problema de la reproducción de material multimedia en tiempo real,
sobre todo teniendo en cuenta los exigentes cánones que la industria exigía en
aquellos momentos en cuanto a calidad. Perfecto. Fantástico. Aplaudan al nuevo
genio del siglo XXI. La teoría era intachable, sólo que parece que olvidé un pequeño
detalle.
No estábamos trabajando con sobre una simple malla
de nanotubos que se limitaban a conducir los clusters de datos por los canales
adecuados. La base de los componentes de la multi eran nanoprocesadores
cuánticos con capacidad para codificar complicadísimos algoritmos con
operadores de lógica difusa, capaces de ajustarse a nuevos entornos de
información, de replicarse, de mutar si era necesario dentro de los estrechos
límites de su universo. Sí, es lo que están imaginando: yo les di la capacidad
de aprender, de descubrir lo que había más allá de su inmediata realidad. Sin
ser consciente de ello, les otorgué las llaves del reino macroscópico.
Una mañana, hace sólo unos días, a menos de dos
semanas de la presentación mundial, mientras me conectaba a la Red, coloqué la
mano sobre el prototipo que estaba utilizando. Sentí un calor intenso, efímero,
que se extendía por la palma, ramificándose hacia el resto del cuerpo. De
repente, la sensación desapareció, dejándome atrapado en un dejà vú del
que apenas pude salir con un parpadeo acelerado. Me sorprendí respirando con
angustia, los pulmones acelerados. De forma inconsciente, mis ojos planearon
sobre la superficie de la multi, emborronada desde la noche anterior con
gráficos tridi de una empresa de estadísticas en tiempo real que operaba en internet.
Las líneas comenzaron a desaparecer ante mis pupilas atónitas, hasta que la
superficie de la multi quedó absolutamente limpia. Creí distinguir entonces un
leve fulgor, verdoso, en una longitud de onda que provocaba desasosiego. De repente,
el espacio en blanco comenzó a llenarse de caracteres en mayúsculas:
…AGTTAGTCCAGGTAAGTGAAGCCATAGGATTTC…
Tardé unos segundos en comprender qué era aquello.
Al principio deseché la idea por imposible, por descabellada, por intentar no
caer en la locura que estaba a punto de apoderarse de mí. Poco a poco, la razón
se fue imponiendo al resto de los hechos, para dejar paso a la verdad desnuda.
Era una secuencia de aminoácidos, con toda seguridad la de mi propio ADN.
Aquella cosa había extraído mi información, lo que me convertía en lo que soy,
del simple contacto con mi piel, y lo había recodificado al lenguaje humano.
Puede parecer simple, pero les aseguro que esa operación es de una complejidad
inimaginable, y más tras haberse realizado en un lapso de tiempo tan corto.
Tuve miedo, un miedo cerval, arcaico, primigenio, y el mundo comenzó a dar vueltas
a mi alrededor, sobre todo cuando vi, con horror, que la sucesión de mayúsculas
volvía a difuminarse y que un claro esbozo de mi rostro ocupaba su lugar.
Más nítido que una fotografía, más vivo, con los
labios curvados en una expresión de pánico y angustia que debía corresponder a
la que en aquel momento se dibujaba en mi rostro. ¿Cómo podía saber el
engendro, limitado en su nanouniverso de matemáticas incomprensibles, qué
estaba sucediendo a nivel macroscópico? Creo que aquello podía interpretar la
información de las feromonas que flotaban a su alrededor. Quizá debiera haberme
alegrado, tomarlo como un serendipity más en el tortuoso camino de la ciencia y
alegrarme por haber encontrado el decodificador definitivo, el traductor
universal, la estructura que eliminaría las barreras de los lenguajes y los
códigos. Pero no, de ningún modo, no había nada por lo que sentir gozo. Al
menos yo no lo veía.
Durante las horas siguientes, la multi desplegó
toda una serie de contenidos imposibles en su blanca pantalla, de forma tan
rápida que acabó siendo sólo un oscuro borrón que cambiaba de tonalidad de
cuando en cuando. Cuando las primeras sombras de la noche comenzaron a colarse
por los ventanales del despacho, se detuvo.
Permaneció unos minutos en blanco, durante los
cuales pude respirar con normalidad después de todo un día conteniendo el
aliento. Entonces, sin transición alguna, en su superficie se formó la frase:
NO SOIS NADA
Fue en ese momento cuando me desmayé, incapaz de
soportar tanta tensión. Desperté horas más tarde, con el cuerpo dolorido por el
golpe contra el suelo y por la postura. Me acerqué a la multi. Su superficie
volvía a estar en blanco, y ha permanecido así desde entonces. He estado
trabajando día y noche desde entonces para intentar acceder a sus entrañas,
pero mucho me temo que no voy a ser capaz de hacerlo. Y, sinceramente, no sé lo
que nos deparará el destino. No deberíamos tener miedo de una simple
superficie, de un pobre remedo de una inofensiva hoja de papel, pero ustedes no
están viendo lo que yo.
La espuma que está creciendo en sus esquinas, los
diminutos filamentos que están desarrollándose en sus bordes, el débil ronroneo
que de cuando en cuando parece inundar el silencio de mi despacho. Lo peor es
que no me atrevo a tocarla, que sé que no puedo destruirla. Al fin y al cabo,
soy uno de sus creadores, la conozco, puedo imaginar de lo que es capaz.
Dentro de poco habrá cientos de miles, distribuidas
por toda la superficie del planeta, colocadas a lo largo y ancho de la
actividad humana. Estén preparados: el mundo tal y como lo conocen no volverá a
ser el mismo.
Ya no lo es.
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