Roberto Bolaño
Para Rodrigo Pinto y María y Andrés
Braithwaite
El caso del Ojo es paradigmático y ejemplar y tal vez no sea ocioso volver
a recordarlo, sobre todo cuando ya han pasado tantos años.
En enero de 1974, cuatro meses después del golpe de
Estado, el Ojo Silva se marchó de Chile. Primero estuvo en Buenos Aires, luego los
malos vientos que soplaban en la vecina república lo llevaron a México en donde
vivió un par de años y en donde lo conocí.
No era como la mayoría de los chilenos que por entonces
vivían en el DF: no se vanagloriaba de haber participado en una resistencia más
fantasmal que real, no frecuentaba los círculos de exiliados.
Nos hicimos amigos y solíamos encontrarnos una vez a
la semana, por lo menos, en el café La Habana, de Bucareli, o en mi casa de la calle
Versalles en donde yo vivía con mi madre y con mi hermana. Los primeros meses el
Ojo Silva sobrevivió a base de tareas esporádicas y precarias, luego consiguió trabajo
como fotógrafo de un periódico del DF. No recuerdo qué periódico era, tal vez El
Sol, si alguna vez existió en México un periódico de ese nombre, tal vez El
Universal; yo hubiera preferido que fuera El Nacional, cuyo suplemento
cultural dirigía el viejo poeta español Juan Rejano, pero en El Nacional
no fue porque yo trabajé allí y nunca vi al Ojo en la redacción. Pero trabajó en
un periódico mexicano, de eso no me cabe la menor duda, y su situación económica
mejoró, al principio imperceptiblemente, porque el Ojo se había acostumbrado a vivir
de forma espartana, pero si uno afinaba la mirada podía apreciar señales inequívocas
que hablaban de un repunte económico.
Los primeros meses en el DF, por ejemplo, lo recuerdo
vestido con sudaderas. Los últimos ya se había comprado un par de camisas e incluso
una vez lo vi con corbata, una prenda que nosotros, es decir mis amigos poetas y
yo, no usábamos nunca. De hecho, el único personaje encorbatado que alguna vez se
sentó a nuestra mesa del café Quito, en la avenida Bucareli, fue el Ojo.
Por aquellos días se decía que el Ojo Silva era homosexual.
Quiero decir: en los círculos de exiliados chilenos corría ese rumor, en parte como
manifestación de maledicencia y en parte como un nuevo chisme que alimentaba la
vida más bien aburrida de los exiliados, gente de izquierda que pensaba, al menos
de cintura para abajo, exactamente igual que la gente de derecha que en aquel tiempo
se enseñoreaba de Chile.
Una vez vino el Ojo a comer a mi casa. Mi madre lo apreciaba
y el Ojo correspondía al cariño haciendo de vez en cuando fotos de la familia, es
decir de mi madre, de mi hermana, de alguna amiga de mi madre y de mí. A todo el
mundo le gusta que lo fotografíen, me dijo una vez. A mí me daba igual, o eso creía,
pero cuando el Ojo dijo eso estuve pensando durante un rato en sus palabras y terminé
por darle la razón. Sólo a algunos indios no les gustan las fotos, dijo. Mi madre
creyó que el Ojo estaba hablando de los mapuches, pero en realidad hablaba de los
indios de la India, de esa India que tan importante iba a ser para él en el futuro.
Una noche me lo encontré en el café Quito. Casi no había
parroquianos y el Ojo estaba sentado junto a los ventanales que daban a Bucareli
con un café con leche servido en vaso, esos vasos grandes de vidrio grueso que tenía
el Quito y que nunca más he vuelto a ver en un establecimiento público. Me senté
junto a él y estuvimos charlando durante un rato. Parecía translúcido. Esa fue la
impresión que tuve. El Ojo parecía de cristal, y su cara y el vaso de vidrio de
su café con leche parecían intercambiar señales, como si se acabaran de encontrar,
dos fenómenos incomprensibles en el vasto universo, y trataran con más voluntad
que esperanza de hallar un lenguaje común.
Esa noche me confesó que era homosexual, tal como propagaban
los exiliados, y que se iba de México. Por un instante creí entender que se marchaba
porque era homosexual. Pero no, un amigo le había conseguido un trabajo en una agencia
de fotógrafos de París y eso era algo con lo que siempre había soñado. Tenía ganas
de hablar y yo lo escuché. Me dijo que durante algunos años había llevado con ¿pesar?,
¿discreción?, su inclinación sexual, sobre todo porque él se consideraba de izquierdas
y los compañeros veían con cierto prejuicio a los homosexuales. Hablamos de la palabra
invertido (hoy en desuso) que atraía como un imán paisajes desolados, y del término
colisa, que yo escribía con ese y que el Ojo pensaba se escribía con zeta.
Recuerdo que terminamos despotricando contra la izquierda
chilena y que en algún momento yo brindé por los luchadores chilenos errantes, una
fracción numerosa de los luchadores latinoamericanos errantes, entelequia compuesta
de huérfanos que, como su nombre indica, erraban por el ancho mundo ofreciendo sus
servicios al mejor postor, que casi siempre, por lo demás, era el peor. Pero después
de reírnos el Ojo dijo que la violencia no era cosa suya. Tuya sí, me dijo con una
tristeza que entonces no entendí, pero no mía. Detesto la violencia. Yo le aseguré
que sentía lo mismo. Después nos pusimos a hablar de otras cosas, libros, películas,
y ya no nos volvimos a ver.
Un día supe que el Ojo se había marchado de México.
Me lo comunicó un antiguo compañero suyo del periódico. No me pareció extraño que
no se hubiera despedido de mí. El Ojo nunca se despedía de nadie. Yo nunca me despedía
de nadie. Mis amigos mexicanos nunca se despedían de nadie. A mi madre, sin embargo,
le pareció un gesto de mala educación.
Dos o tres años después yo también me marché de México.
Estuve en París, lo busqué (si bien no con excesivo ahínco), no lo encontré. Con
el paso del tiempo empecé a olvidar hasta su rostro, aunque siempre persistió en
mi memoria una forma de acercarse, un estar, una forma de opinar desde cierta distancia
y desde cierta tristeza nada enfática que asociaba con el Ojo Silva, un Ojo Silva
que ya no tenía rostro o que había adquirido un rostro de sombras, pero que aún
mantenía lo esencial, la memoria de su movimiento, una entidad casi abstracta pero
en donde no cabía la quietud.
Pasaron los años. Muchos años. Algunos amigos murieron.
Yo me casé, tuve un hijo, publiqué algunos libros.
En cierta ocasión tuve que ir a Berlín. La última noche,
después de cenar con Heinrich von Berenberg y su familia, cogí un taxi (aunque usualmente
era Heinrich el que cada noche me iba a dejar al hotel) al que ordené que se detuviera
antes porque quería pasear un poco. El taxista (un asiático ya mayor que escuchaba
a Beethoven) me dejó a unas cinco cuadras del hotel. No era muy tarde aunque casi
no había gente por las calles. Atravesé una plaza. Sentado en un banco estaba el
Ojo. No lo reconocí hasta que él me habló. Dijo mi nombre y luego me preguntó cómo
estaba. Entonces me di la vuelta y lo miré durante un rato sin saber quién era.
El Ojo seguía sentado en el banco y sus ojos me miraban y luego miraban el suelo
o a los lados, los árboles enormes de la pequeña plaza berlinesa y las sombras que
lo rodeaban a él con más intensidad (eso creí entonces) que a mí. Di unos pasos
hacia él y le pregunté quién era. Soy yo, Mauricio Silva, dijo. ¿El Ojo Silva de
Chile?, dije yo. Él asintió y sólo entonces lo vi sonreír.
Aquella noche conversamos casi hasta que amaneció. El
Ojo vivía en Berlín desde hacía algunos años y sabía encontrar los bares que permanecían
abiertos toda la noche. Le pregunté por su vida. A grandes rasgos me hizo un dibujo
de los avatares del fotógrafo free lancer. Había tenido casa en París, en
Milán y ahora en Berlín, viviendas modestas en donde guardaba los libros y de las
que se ausentaba durante largas temporadas. Sólo cuando entramos al primer bar pude
apreciar cuánto había cambiado. Estaba mucho más flaco, el pelo entrecano y la cara
surcada de arrugas. Noté asimismo que bebía mucho más que en México. Quiso saber
cosas de mí. Por supuesto, nuestro encuentro no había sido casual. Mi nombre había
aparecido en la prensa y el Ojo lo leyó o alguien le dijo que un compatriota suyo
daba una lectura o una conferencia a la que no pudo ir, pero llamó por teléfono
a la organización y consiguió las señas de mi hotel. Cuando lo encontré en la plaza
sólo estaba haciendo tiempo, dijo, y reflexionando a la espera de mi llegada.
Me reí. Reencontrarlo, pensé, había sido un acontecimiento
feliz. El Ojo seguía siendo una persona rara y sin embargo asequible, alguien que
no imponía su presencia, alguien al que le podías decir adiós en cualquier momento
de la noche y él sólo te diría adiós, sin un reproche, sin un insulto, una especie
de chileno ideal, estoico y amable, un ejemplar que nunca había abundado mucho en
Chile pero que sólo allí se podía encontrar.
Releo estas palabras y sé que peco de inexactitud. El
Ojo jamás se hubiera permitido estas generalizaciones. En cualquier caso, mientras
estuvimos en los bares, sentados delante de un whisky y de una cerveza sin alcohol,
nuestro diálogo se desarrolló básicamente en el terreno de las evocaciones, es decir
fue un diálogo informativo y melancólico. El diálogo, en realidad el monólogo, que
de verdad me interesa es el que se produjo mientras volvíamos a mi hotel, a eso
de las dos de la mañana.
La casualidad quiso que se pusiera a hablar (o que se
lanzara a hablar) mientras atravesábamos la misma plaza en donde unas horas antes
nos habíamos encontrado. Recuerdo que hacía frío y que de repente escuché que el
Ojo me decía que le gustaría contarme algo que nunca antes le había contado a nadie.
Lo miré. El Ojo tenía la vista puesta en el sendero de baldosas que serpenteaba
por la plaza. Le pregunté de qué se trataba. De un viaje, contestó en el acto. ¿Y
qué pasó en ese viaje?, le pregunté. Entonces el Ojo se detuvo y durante unos instantes
pareció existir sólo para contemplar las copas de los altos árboles alemanes y los
fragmentos de cielo y nubes que bullían silenciosamente por encima de éstos.
Algo terrible, dijo el Ojo. ¿Tú te acuerdas de una conversación
que tuvimos en el Quito antes de que me marchara de México? Sí, dije. ¿Te dije que
era gay?, dijo el Ojo. Me dijiste que eras homosexual, dije yo. Sentémonos, dijo
el Ojo.
Juraría que lo vi sentarse en el mismo banco, como si
yo aún no hubiera llegado, aún no hubiera empezado a cruzar la plaza, y él estuviera
esperándome y reflexionando sobre su vida y sobre la historia que el destino o el
azar lo obligaba a contarme. Alzó el cuello de su abrigo y empezó a hablar. Yo encendí
un cigarrillo y permanecí de pie. La historia del Ojo transcurría en la India. Su
oficio y no la curiosidad de turista lo había llevado hasta allí, en donde tenía
que realizar dos trabajos. El primero era el típico reportaje urbano, una mezcla
de Marguerite Duras y Hermann Hesse, el Ojo y yo sonreímos, hay gente así, dijo,
gente que quiere ver la India a medio camino entre India Song y Sidharta, y uno
está para complacer a los editores. Así que el primer reportaje había consistido
en fotos donde se vislumbraban casas coloniales, jardines derruidos, restaurantes
de todo tipo, con predominio más bien del restaurante canalla o del restaurante
de familias que parecían canallas y sólo eran indias, y también fotos del extrarradio,
las zonas verdaderamente pobres, y luego el campo y las vías de comunicación, carreteras,
empalmes ferroviarios, autobuses y trenes que entraban y salían de la ciudad, sin
olvidar la naturaleza como en estado latente, una hibernación ajena al concepto
de hibernación occidental, árboles distintos a los árboles europeos, ríos y riachuelos,
campos sembrados o secos, el territorio de los santos, dijo el Ojo.
El segundo reportaje fotográfico era sobre el barrio
de las putas de una ciudad de la India cuyo nombre no conoceré nunca.
Aquí empieza la verdadera historia del Ojo. En aquel
tiempo aún vivía en París y sus fotos iban a ilustrar un texto de un conocido escritor
francés que se había especializado en el submundo de la prostitución. De hecho,
su reportaje sólo era el primero de una serie que comprendería barrios de tolerancia
o zonas rojas de todo el mundo, cada una fotografiada por un fotógrafo diferente,
pero todas comentadas por el mismo escritor.
No sé a qué ciudad llegó el Ojo, tal vez Bombay, Calcuta,
tal vez Benarés o Madrás, recuerdo que se lo pregunté y que él ignoró mi pregunta.
Lo cierto es que llegó a la India solo, pues el escritor francés ya tenía escrita
su crónica y él únicamente debía ilustrarla, y se dirigió a los barrios que el texto
del francés indicaba y comenzó a hacer fotografías. En sus planes –y en los planes
de sus editores– el trabajo y por lo tanto la estadía en la India no debía prolongarse
más allá de una semana. Se hospedó en un hotel en una zona tranquila, una habitación
con aire acondicionado y con una ventana que daba a un patio que no pertenecía al
hotel y en donde había dos árboles y una fuente entre los árboles y parte de una
terraza en donde a veces aparecían dos mujeres seguidas o precedidas de varios niños.
Las mujeres vestían a la usanza india, o lo que para el Ojo eran vestimentas indias,
pero a los niños incluso una vez los vio con corbatas. Por las tardes se desplazaba
a la zona roja y hacía fotos y charlaba con las putas, algunas jovencísimas y muy
hermosas, otras un poco mayores o más estropeadas, con pinta de matronas escépticas
y poco locuaces. El olor, que al principio más bien lo molestaba, terminó gustándole.
Los chulos (no vio muchos) eran amables y trataban de comportarse como chulos occidentales
o tal vez (pero esto lo soñó después, en su habitación de hotel con aire acondicionado)
eran estos últimos quienes habían adoptado la gestualidad de los chulos hindúes.
Una tarde lo invitaron a tener relación carnal con una
de las putas. Se negó educadamente. El chulo comprendió en el acto que el Ojo era
homosexual y a la noche siguiente lo llevó a un burdel de jóvenes maricas. Esa noche
el Ojo enfermó. Ya estaba dentro de la India y no me había dado cuenta, dijo estudiando
las sombras del parque berlinés. ¿Qué hiciste?, le pregunté. Nada. Miré y sonreí.
Y no hice nada. Entonces a uno de los jóvenes se le ocurrió que tal vez al visitante
le agradara visitar otro tipo de establecimiento. Eso dedujo el Ojo, pues entre
ellos no hablaban en inglés. Así que salieron de aquella casa y caminaron por calles
estrechas e infectas hasta llegar a una casa cuya fachada era pequeña pero cuyo
interior era un laberinto de pasillos, habitaciones minúsculas y sombras de las
que sobresalía, de tanto en tanto, un altar o un oratorio.
Es costumbre en algunas partes de la India, me dijo
el Ojo mirando el suelo, ofrecer un niño a una deidad cuyo nombre no recuerdo. En
un arranque desafortunado le hice notar que no sólo no recordaba el nombre de la
deidad sino que tampoco el nombre de la ciudad ni el de ninguna persona de su historia.
El Ojo me miró y sonrió. Trato de olvidar, dijo.
En ese momento me temí lo peor, me senté a su lado y
durante un rato ambos permanecimos con los cuellos de nuestros abrigos levantados
y en silencio. Ofrecen un niño a ese dios, retomó su historia tras escrutar la plaza
en penumbras, como si temiera la cercanía de un desconocido, y durante un tiempo
que no sé mensurar el niño encarna al dios. Puede ser una semana, lo que dure la
procesión, un mes, un año, no lo sé. Se trata de una fiesta bárbara, prohibida por
las leyes de la república india, pero que se sigue celebrando. Durante el transcurso
de la fiesta el niño es colmado de regalos que sus padres reciben con gratitud y
felicidad, pues suelen ser pobres. Terminada la fiesta el niño es devuelto a su
casa, o al agujero inmundo donde vive y todo vuelve a recomenzar al cabo de un año.
La fiesta tiene la apariencia de una romería latinoamericana,
sólo que tal vez es más alegre, más bulliciosa y probablemente la intensidad de
los que participan, de los que se saben participantes, sea mayor. Con una sola diferencia.
Al niño, días antes de que empiecen los festejos, lo castran. El dios que se encarna
en él durante la celebración exige un cuerpo de hombre –aunque los niños no suelen
tener más de siete años– sin la mácula de los atributos masculinos. Así que los
padres lo entregan a los médicos de la fiesta o a los barberos de la fiesta o a
los sacerdotes de la fiesta y éstos lo emasculan y cuando el niño se ha recuperado
de la operación comienza el festejo. Semanas o meses después, cuando todo ha acabado,
el niño vuelve a casa, pero ya es un castrado y los padres lo rechazan. Y entonces
el niño acaba en un burdel. Los hay de todas clases, dijo el Ojo con un suspiro.
A mí, aquella noche, me llevaron al peor de todos.
Durante un rato no hablamos. Yo encendí un cigarrillo.
Después el Ojo me describió el burdel y parecía que estaba describiendo una iglesia.
Patios interiores techados. Galerías abiertas. Celdas en donde gente a la que tú
no veías espiaba todos tus movimientos. Le trajeron a un joven castrado que no debía
tener más de diez años. Parecía una niña aterrorizada, dijo el Ojo. Aterrorizada
y burlona al mismo tiempo. ¿Lo puedes entender? Me hago una idea, dije. Volvimos
a enmudecer. Cuando por fin pude hablar otra vez dije que no, que no me hacía ninguna
idea. Ni yo, dijo el Ojo. Nadie se puede hacer una idea. Ni la víctima, ni los verdugos,
ni los espectadores. Sólo una foto.
¿Le sacaste una foto?, dije. Me pareció que el Ojo era
sacudido por un escalofrío. Saqué mi cámara, dijo, y le hice una foto. Sabía que
estaba condenándome para toda la eternidad, pero lo hice.
Ignoro cuánto rato estuvimos en silencio. Sé que hacía
frío pues yo en algún momento me puse a temblar. A mi lado oí sollozar al Ojo un
par de veces, pero preferí no mirarlo. Vi los faros de un coche que pasaba por una
de las calles laterales de la plaza. A través del follaje vi encenderse una ventana.
Después el Ojo siguió hablando. Dijo que el niño le
había sonreído y luego se había escabullido mansamente por uno de los pasillos de
aquella casa incomprensible. En algún momento uno de los chulos le sugirió que si
allí no había nada de su agrado se marchara. El Ojo se negó. No podía irse. Se lo
dijo así: no puedo irme todavía. Y era verdad, aunque él desconocía qué era aquello
que le impedía abandonar aquel antro para siempre. El chulo, sin embargo, lo entendió
y pidieron té o un brebaje parecido. El Ojo recuerda que se sentaron en el suelo,
sobre unas esteras o sobre unas alfombrillas estropeadas por el uso. La luz provenía
de un par de velas. Sobre la pared colgaba un póster con la efigie del dios. Durante
un rato el Ojo miró al dios y al principio se sintió atemorizado, pero luego sintió
algo parecido a la rabia, tal vez al odio.
Yo nunca he odiado a nadie, dijo mientras encendía un
cigarrillo y dejaba que la primera bocanada se perdiera en la noche berlinesa.
En algún momento, mientras el Ojo miraba la efigie del
dios, aquellos que lo acompañaban desaparecieron. Se quedó solo con una especie
de puto de unos veinte años que hablaba inglés. Y luego, tras unas palmadas, reapareció
el niño. Yo estaba llorando, o yo creía que estaba llorando, o el pobre puto creía
que yo estaba llorando, pero nada era verdad. Yo intentaba mantener una sonrisa
en la cara (una cara que ya no me pertenecía, una cara que se estaba alejando de
mí como una hoja arrastrada por el viento), pero en mi interior lo único que hacía
era maquinar. No un plan, no una forma vaga de justicia, sino una voluntad.
Y después el Ojo y el puto y el niño se levantaron y
recorrieron un pasillo mal iluminado y otro pasillo peor iluminado (con el niño
a un lado del Ojo, mirándolo, sonriéndole, y el joven puto también le sonreía, y
el Ojo asentía y prodigaba ciegamente las monedas y los billetes) hasta llegar a
una habitación en donde dormitaba el médico y junto a él otro niño con la piel aún
más oscura que la del niño castrado y menor que éste, tal vez seis años o siete,
y el Ojo escuchó las explicaciones del médico o del barbero o del sacerdote, unas
explicaciones prolijas en donde se mencionaba la tradición, las fiestas populares,
el privilegio, la comunión, la embriaguez y la santidad, y pudo ver los instrumentos
quirúrgicos con que el niño iba a ser castrado aquella madrugada o la siguiente,
en cualquier caso el niño había llegado, pudo entender, aquel mismo día al templo
o al burdel, una medida preventiva, una medida higiénica, y había comido bien, como
si ya encarnara al dios, aunque lo que el Ojo vio fue un niño que lloraba medio
dormido y medio despierto, y también vio la mirada medio divertida y medio aterrorizada
del niño castrado que no se despegaba de su lado. Y entonces el Ojo se convirtió
en otra cosa, aunque la palabra que él empleó no fue “otra cosa” sino “madre”.
Dijo madre y suspiró. Por fin. Madre.
Lo que sucedió a continuación de tan repetido es vulgar:
la violencia de la que no podemos escapar. El destino de los latinoamericanos nacidos
en la década de los cincuenta. Por supuesto, el Ojo intentó sin gran convicción
el diálogo, el soborno, la amenaza. Lo único cierto es que hubo violencia y poco
después dejó atrás las calles de aquel barrio como si estuviera soñando y transpirando
a mares. Recuerda con viveza la sensación de exaltación que creció en su espíritu,
cada vez mayor, una alegría que se parecía peligrosamente a algo similar a la lucidez,
pero que no era (no podía ser) lucidez. También: la sombra que proyectaba su cuerpo
y las sombras de los dos niños que llevaba de la mano sobre los muros descascarados.
En cualquier otra parte hubiera concitado la atención. Allí, a aquella hora, nadie
se fijó en él.
El resto, más que una historia o un argumento, es un
itinerario. El Ojo volvió al hotel, metió sus cosas en la maleta y se marchó con
los niños. Primero en un taxi hasta una aldea o un barrio de las afueras. Desde
allí en un autobús hasta otra aldea en donde cogieron otro autobús que los llevó
a otra aldea. En algún punto de su fuga se subieron a un tren y viajaron toda la
noche y parte del día. El Ojo recordaba el rostro de los niños mirando por la ventana
un paisaje que la luz de la mañana iba deshilachando, como si nunca nada hubiera
sido real salvo aquello que se ofrecía, soberano y humilde, en el marco de la ventana
de aquel tren misterioso.
Después cogieron otro autobús, y un taxi, y otro autobús,
y otro tren, y hasta hicimos dedo, dijo el Ojo mirando la silueta de los árboles
berlineses pero en realidad mirando la silueta de otros árboles, innombrables, imposibles,
hasta que finalmente se detuvieron en una aldea en alguna parte de la India y alquilaron
una casa y descansaron.
Al cabo de dos meses el Ojo ya no tenía dinero y fue
caminando hasta otra aldea desde donde envió una carta al amigo que entonces tenía
en París. Al cabo de quince días recibió un giro bancario y tuvo que ir a cobrarlo
a un pueblo más grande, que no era la aldea desde la que había mandado la carta
ni mucho menos la aldea en donde vivía. Los niños estaban bien. Jugaban con otros
niños, no iban a la escuela y a veces llegaban a casa con comida, hortalizas que
los vecinos les regalaban. A él no lo llamaban padre, como les había sugerido más
que nada como una medida de seguridad, para no atraer la atención de los curiosos,
sino Ojo, tal como le llamábamos nosotros. Ante los aldeanos, sin embargo, el Ojo
decía que eran sus hijos. Se inventó que la madre, india, había muerto hacía poco
y él no quería volver a Europa. La historia sonaba verídica. En sus pesadillas,
no obstante, el Ojo soñaba que en mitad de la noche aparecía la policía india y
lo detenían con acusaciones indignas. Solía despertar temblando. Entonces se acercaba
a las esterillas en donde dormían los niños y la visión de éstos le daba fuerzas
para seguir, para dormir, para levantarse.
Se hizo agricultor. Cultivaba un pequeño huerto y en
ocasiones trabajaba para los campesinos ricos de la aldea. Los campesinos ricos,
por supuesto, en realidad eran pobres, pero menos pobres que los demás. El resto
del tiempo lo dedicaba a enseñar inglés a los niños, y algo de matemáticas, y a
verlos jugar. Entre ellos hablaban en un idioma incomprensible. A veces los veía
detener los juegos y caminar por el campo como si de pronto se hubieran vuelto sonámbulos.
Los llamaba a gritos. A veces los niños fingían no oírlo y seguían caminando hasta
perderse. Otras veces volvían la cabeza y le sonreían.
¿Cuánto tiempo estuviste en la India?, le pregunté alarmado.
Un año y medio, dijo el Ojo, aunque a ciencia cierta
no lo sabía.
En una ocasión su amigo de París llegó a la aldea. Todavía
me quería, dijo el Ojo, aunque en mi ausencia se había puesto a vivir con un mecánico
argelino de la Renault. Se rio después de decirlo. Yo también me reí. Todo era tan
triste, dijo el Ojo. Su amigo que llegaba a la aldea a bordo de un taxi cubierto
de polvo rojizo, los niños corriendo detrás de un insecto, en medio de unos matorrales
secos, el viento que parecía traer buenas y malas noticias.
Pese a los ruegos del francés no volvió a París. Meses
después recibió una carta de éste en donde le comunicaba que la policía india no
lo perseguía. Al parecer la gente del burdel no había interpuesto denuncia alguna.
La noticia no impidió que el Ojo siguiera sufriendo pesadillas, sólo cambió la vestimenta
de los personajes que lo detenían y lo zaherían: en lugar de ser policías se convirtieron
en esbirros de la secta del dios castrado. El resultado final era aún más horroroso,
me confesó el Ojo, pero yo ya me había acostumbrado a las pesadillas y de alguna
forma siempre supe que estaba en el interior de un sueño, que eso no era la realidad.
Después llegó la enfermedad a la aldea y los niños murieron.
Yo también quería morirme, dijo el Ojo, pero no tuve esa suerte.
Tras convalecer en una cabaña que la lluvia iba destrozando
cada día, el Ojo abandonó la aldea y volvió a la ciudad en donde había conocido
a sus hijos. Con atenuada sorpresa descubrió que no estaba tan distante como pensaba,
la huida había sido en espiral y el regreso fue relativamente breve. Una tarde,
la tarde en que llegó a la ciudad, fue a visitar el burdel en donde castraban a
los niños. Sus habitaciones se habían convertido en viviendas en donde se hacinaban
familias enteras. Por los pasillos que recordaba solitarios y fúnebres ahora pululaban
niños que apenas sabían andar y viejos que ya no podían moverse y se arrastraban.
Le pareció una imagen del paraíso.
Aquella noche, cuando volvió a su hotel, sin poder dejar
de llorar por sus hijos muertos, por los niños castrados que él no había conocido,
por su juventud perdida, por todos los jóvenes que ya no eran jóvenes y por los
jóvenes que murieron jóvenes, por los que lucharon por Salvador Allende y por los
que tuvieron miedo de luchar por Salvador Allende, llamó a su amigo francés, que
ahora vivía con un antiguo levantador de pesas búlgaro, y le pidió que le enviara
un billete de avión y algo de dinero para pagar el hotel.
Y su amigo francés le dijo que sí, que por supuesto,
que lo haría de inmediato, y también le dijo ¿qué es ese ruido?, ¿estás llorando?,
y el Ojo dijo que sí, que no podía dejar de llorar, que no sabía qué le pasaba,
que llevaba horas llorando. Y su amigo francés le dijo que se calmara. Y el Ojo
se rio sin dejar de llorar y dijo que eso haría y colgó el teléfono. Y luego siguió
llorando sin parar.
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