Jesús Díaz
Una
película de polvo lo había cubierto todo, desde el auto hasta nuestro pelo.
Habíamos cerrado los cristales, pero el polvo cubría los asientos. No
hablábamos, pero nos abrasaba las gargantas. Hacía rato que ni los animales ni
los campos tenían color, sólo el polvo. Hacía rato también que el terraplén no
se distinguía del resto del campo. El campo todo era un inmenso terraplén con
una persistente nube de polvo que no acaba de ascender; se mantenía fija,
larga, pegada al camino y a todo cuanto pasaba por el camino que era todo lo
que había allí, porque todo era igual, todo terraplén, y todo el terraplén era
polvo. Lo otro era el sol. Un sol sin centro ni rayos, un sol esparcido, un sol
solo calor. Calor, aquel sol no poseía otro atributo. Lo demás éramos nosotros.
Intenté mirar la hora para saber el tiempo que nos faltaba de camino, y el
tiempo que llevábamos por aquel terraplén, pero la esfera del reloj estaba
cubierta de polvo, y aunque se trataba de polvo seco no logré limpiarla. Nada
me ayudaba a orientarme. El sol había desaparecido del cielo para reaparecer en
todos los lados, quemante. El aire había quedado fijo en medio del polvo,
opaco. Delante del auto quizás quince o veinte metros de polvo cobraba forma,
se hacía oscuro, compacto. La presencia que comenzaba a concretarse en la nube
avanzó. Detuve el auto.
–Siglos no pasaba nadie por aquí –dijo.
Fue una voz terrosa, árida. La forma, al avanzar,
fue haciéndose humana. No cabía duda, era un hombre, polvoriento, pero hombre…
Alejé mis vagas sospechas al mirarme y mirar a mi mujer, teníamos su mismo
aspecto. Entretanto él había montado y yo continué la marcha.
–Siglos llevaba esperando –dijo al rato.
La voz me inquietó. Fue otra vez terrosa y otra vez
árida y otra vez cansada y otra vez vieja, como chirrido de bisagra de una
puerta cien años sin abrirse.
Miré a mi mujer, pero ella ni siquiera volvió la
cabeza. Él regresó a su silencio. Las horas que siguieron me parecieron siglos.
Entonces creí entender lo que el hombre había dicho. Siglos después el polvo
volvió a hacerse compacto, pero en muchas direcciones. Sólo frente al auto era
más claro. A los costados la nube bosquejaba estructuras, descubría formas.
Formas de casuchas desvaídas, anaqueles polvorientos en polvorientas bodegas,
perros trashumantes, escuela. Aquello era, o debía ser, o debía haber sido, un
pueblo.
Dijo la voz terrosa respondiéndome. Quise mirar
atrás, mas no fue necesario. El hombre estaba ahora sobre el polvo, al lado del
auto.
–Mire –señaló una iglesia estremecida–, ahí
bautizaron a Batista, no queda nada, ni yo –dijo.
Se esfumó entre la nube, luego ésta se movió por
primera vez, arremolinándose alrededor de la iglesia hasta taparla. Arranqué
sin esperar a ver más.
–Qué tipo raro –dije a mi mujer.
–¿Cuál tipo? –me preguntó.
–El que se quedó en aquel…
Pero no había pueblo. Sólo una nube fija larga,
pegada al camino.
–Creo que el polvo te volvió loco –me dijo.
Intenté responderle, pero no pude porque la lengua
se me fue deshaciendo mientras sentía un sabor árido en la boca, y una
corriente terrosa en las venas.
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