Mario Benedetti
Si yo hubiera tenido padre y madre, todo habría sido diferente. Pero mi familia
era una abuela materna, y una abuela materna no alcanza para nada. Además, a ésta
le faltaban casi todos los dientes y siempre, cuando hablaba, uno creía que iba
a escupir el último. Es probable que su odio hacia mí haya empezado en eso. Ella
se daba cuenta de lo mal que me impresionaban sus encías inermes y balbucientes.
Pero yo no podía evitarlo, así como ella no evitaba el odio.
Sin embargo, en un pueblo como éste, que nunca había
sido demasiado benigno, constituíamos un binomio abuela-nieto de tal ejemplaridad
que las madres lo señalaban a sus hijos y a sus propias madres para estimular a
unos y a otras el mutuo entendimiento.
Era en verdad conmovedor vernos salir por la tarde,
a la abuela y a mí, mi mano en su mano, sonrientes y simpáticos, deteniéndonos en
la plaza para saludar al zapatero que hablaba de crímenes mientras remendaba, y
también en la farmacia para que el boticario me llenara el bolsillo derecho con
caramelos de miel o de menta. Era conmovedor escuchar a la abuela preguntándome
si quería dar una vuelta en el único autobús de la localidad, para brindarme así
el placer de contemplar la chiva que estaba siempre, aburrida y soñolienta, un poco
antes de la última curva. Y era conmovedor escucharme decir que no, que hoy no tenía
ganas, cuando en realidad todos sabían que yo me sacrificaba para que ella economizara
diez centésimos.
Entonces la abuela sonreía comprensiva, comprensiva
y sin dentadura, y me invitaba a ir hasta la vereda alta. A esto ya no me negaba,
porque no costaba dinero y el sacrificio hubiera sido ridículo y además porque la
vereda alta era mi mejor experiencia de ese entonces.
La vereda alta estaba cerca del molino. Sé que tenía
un borde de ladrillos muy rojos y que estaba como dos metros por encima de la calle
de barro. Cuando los días sin lluvia se prolongaban demasiado, la calle de barro
era entonces de polvo y mi abuela no me quería llevar porque el polvo se le metía
en las orejas. A mí se me metía en las narices, pero eso lo arreglaba yo con un
par de estornudos.
Todavía hoy no comprendo bien el atractivo sin muchas
razones que esa vereda tenía para mí. Recuerdo que allá abajo, en el barro, cuatro
o cinco muchachos aprendían a no tenerse piedad y se tiraban con lo que encontraban
más a mano, ya fuera un cascote o un aro de barrica. Cierta vez uno de éstos suspendió
su vuelo en el moño de mi abuela y luego de vacilar un poco, se decidió a caer sobre
ella, quedando humildemente a sus pies luego de brindarle una serie de abrazos rápidos
y estertorosos. Yo reí en cuanto me dejó libre la sorpresa, y los muchachos de abajo
también rieron y por un rato no se pelearon más.
Cuando pasaba una cosa así, mi abuela castigaba en mí
la travesura ajena y yo me quedaba sin vereda por un par de días. Esa vez sucedió
lo mismo. Fue entonces cuando inauguré oficialmente mis meditaciones. Ya antes de
eso las había tenido, pero simplemente como aficionado. Frecuentemente había pensado
en mi oficio de huérfano y en las ventajas y desventajas que me acarreaba el ejercerlo.
Yo no lo había elegido, estaba claro, pero tampoco lo comprendía del todo. No obstante,
cuando me decidí a meditar en serio, tuve que elegir un tema de mayor enjundia y
con suficiente material de dudas como para llenar las horas sin vereda.
Así, pues, cuando terminaba mi composición sobre tema
libre (las moscas, mi rodilla, la bocina), yo me sentaba frente al gallinero a comer
galleta y a pensar en la muerte. Ése sí era un tema, tan grande que no cabía en
las composiciones, tan fuerte que me dejaba siempre un poco pálido. Yo cerraba los
ojos. También el día cerraba los suyos y el gallinero se quedaba en paz. Entonces
se podía meditar. Como el tema era la muerte, era preciso ante todo llegar a concebirla.
Para concebirla, nada mejor que no pensar en nada. No pensando en nada, llegaría
a no ser, que era la muerte. Era evidente. Así, al menos, lo creía. Pero cuando
me parecía estar alcanzando el vacío completo, la total desaparición de mí mismo,
hallaba que, finalmente, estaba pensando en no pensar. Y aunque fuese nada
mi único pensamiento, por eso solo ya resultaba todo. Claro que esto es únicamente
la traducción aproximada de aquella suerte de dialecto infantil en que entonces
me llegaban las sensaciones. Pero en esencia, no era mucho más que eso.
Fue después de la novena o décima meditación que me
convencí de dos cosas bastante importantes. La primera, que no podía existir la
muerte como nada total y absoluta. La segunda, que la única forma de saberlo era
morirse. En realidad, yo pensaba que esto era un negocio redondo, porque si me moría
y después resultaba que no había Nada, poco me importaba perder contra mí mismo
y no estaría, por otra parte, en condiciones de lamentarlo; si, por el contrario,
había Algo, no sólo ganaba sino que sabría. Y esto me resultaba más importante que
todos los otros argumentos. Sabría. Yo era mucho más curioso que cobarde. Por lo
tanto, decidí morir a corto plazo.
Una noche mi abuela me besó con su baba de costumbre
y como esta vez yo me porté bien y no me limpié el beso con la manga, me anunció
que a la mañana siguiente iríamos de nuevo a la vereda alta. Yo estaba decidido
a morir y un paseo más o menos era muy poco para conmover a quien iba a emprender
el más largo –o el más corto, ya se vería– de todos los viajes. Sin embargo, en
ese momento se me ocurrió que no estaría mal aprovechar la vereda. Después de todo,
era lo que más quería, más aún que un disco que había sido de mi padre y en el cual
serruchaban la Barcarola de Offenbach, más aún que una caja de soldados de plomo
sin pintar, a quienes hacía desfilar en la cocina y cuya monotonía me volvió finalmente
antimilitarista.
Al otro día me desperté temprano. Lo miré todo sin melancolía.
Una muerte experimental no era para llorar ni para despedirse. Antes de salir, me
di el gusto de hacer la composición sobre el tema La abuela.
Salimos a las diez. Pacientemente aguanté la visita
al zapatero y hasta chupé un caramelo de los usuales en lo del boticario. Así el
buen hombre tendría motivo para decir después: “¡Pensar que el pobrecito se fue
hoy chupando una de mis golosinas!”
La vereda alta estaba más linda que de costumbre. Como
había llovido la noche anterior, el barro estaba fresco y los ladrillos rozagantes.
Los muchachos de siempre jugaban abajo a la guerra de siempre. Un aro de barrica
cortó el aire y aunque a mi abuela se le estremeció el moño, cayó muy lejos de nosotros.
Sin que yo se lo pidiera, ella soltó mi mano. Yo di
algunos pasos preparatorios. Miré hacia abajo y me extrañé de no sentir vértigo.
Después de varias miradas prolijas, elegí la piedra sobre la que pensaba caer de
cabeza.
Mi abuela estaba mascullando un no sé qué aviso, cuando
yo simulé un paso en falso y me tiré. Un látigo de imágenes azotó mis ojos y enseguida
sentí un dolor tremendamente intenso.
Naturalmente, todo quedó en una pierna rota y un arañazo
de ladrillo. Pero en aquel momento yo creía que estaba muerto. Que la muerte era
algo. Que ese Algo era espantoso. Y que desde la altísima vereda hasta esa muerte
mía de dolor y de barro, el odio de mi abuela llegaba en bofetadas.
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