Inés Arredondo
Mariana vestía el uniforme azul marino y se sentaba en el pupitre al lado
del mío. En la fila de adelante estaba Concha Zazueta. Mariana no atendía a la clase,
entretenida en dibujar casitas con techos de dos aguas y árboles con figuras de
nubes, y un camino que llevaba a la casa, y patos y pollos, todo igual a lo que
hacen los niños de primer año. Estábamos en sexto. Hace calor, el sol de la tarde
entra por las ventanas; la madre Paz, delante del pizarrón, se retarda explicando
la guerra del Peloponeso. Nos habla del odio de todas las aristocracias griegas
hacia la imponente democracia ateniense. Extraño. Justamente la única aristocracia
verdadera, para mí, era la ateniense, y Pericles la imagen en el poder de esa aristocracia;
incluso la peste sobre Atenas, que mata sin equivocarse a “la parte más escogida
de la población” me parecía que subrayaba esa realidad. Todo esto era más una sensación
que un pensamiento. La madre Paz, aunque no lo dice, está también del lado de los
atenienses. Es hermoso verla explicar –reconstruyendo en el aire con sus manos finas
los edificios que nunca ha visto– el esplendor de la ciudad condenada. Hay una necesidad
amorosa de salvar a Atenas, pero la madre Paz siente también el extraño goce de
saber que la ciudad perfecta perecerá, al parecer sin grandeza, tristemente; al
parecer, en la historia, pero no en verdad. Mariana me dio un codazo: “¿Ves? Por
este caminito va Fernando y yo ya estoy parada en la puerta, esperándolo”, y me
señalaba muy ufana dos muñequitos, uno con sombrero y otro con cabellera igual a
las nubes y a los árboles, tiesos y sin gracia en mitad del dibujo estúpido. “Están
muy feos”, le dije para que me dejara tranquila, y ella contestó: “Los voy a hacer
otra, vez”. Dio vuelta a la hoja de su cuaderno y se puso a dibujar con mucho cuidado
un paisaje idéntico al anterior. Pericles ya había muerto, para estoy segura de
que Mariana jamás oyó hablar de él.
Yo nunca la acompañé; era Concha Zazueta quien me lo
contaba todo.
A la salida de la escuela, sentadas debajo de la palmera,
nos dedicábamos a comer los dátiles agarrosos caídos sobre el pasto, mientras Concha
me dejaba saber, poco a poco, a dónde habían ido en el coche que Fernando le robaba
a su padre mientras éste lo tenía estacionado frente al Banco. En los algodonales,
por las huertas, al lado del Puente Negro, por todas partes parecían brotar lugares
maravillosos para correr en pareja, besarse y rodar abrazados sofocados de risa.
Ni Concha ni yo habíamos sospechado nunca que a nuestro alrededor creciera algo
muy parecido al paraíso terrenal. Concha decía “…y se le quedó mirando, mirando,
derecho a los ojos, muy serio, como si estuviera enojado o muy triste y ella se
reía sin ruido y echaba la cabeza para atrás y él se iba acercando, acercando, y
la miraba. Él parecía como desesperado, pero de repente cerró los ojos y la besó;
yo creí que no la iba a soltar nunca. Cuando los abrió, la luz del sol lo lastimó.
Entonces le acarició una mano, como si estuviera avergonzado… Todo lo vi muy bien
porque yo estaba en el asiento de atrás y ellos ni cuenta se daban”.
¡Oh, Dios mío! Lo importante que se sentía Concha con
esas historias; y se hacía rogar un poco para contarlas aunque le encantara hacerlo
y sofocarse y mirar cómo las otras nos sofocábamos.
–¿Por qué se reía Mariana si Fernando estaba tan serio?
–Quién sabe. ¿A ti te han besado alguna vez?
–No.
–A mí tampoco.
Así que no podíamos entender aquellos cambios ni su
significado.
Más y más episodios, detalles, muchos detalles, se fueron
acumulando en nosotras a través de Concha Zazueta: Fernando tiraba poco a poco,
por una puntita, del moño rojo del uniforme de Mariana mientras le contaba algo
que había pasado en un mitin de la Federación Universitaria; tiraba poquito a poquito,
sin querer, para cuando de pronto se desbarataba el lazo y el listón caía desmadejado
por el pecho de Mariana, los dos se echaban a reír, y abrazados, entre carcajadas,
se olvidaban por completo de la Federación. También hubo pleitos por cosas inexplicables,
por palabras sin sentido, por nada, pero sobre todo se besaban y él la llamaba “linda”.
Yo nunca se lo oí decir, pero aún ahora siento como un golpe en el estómago cuando
recuerdo la manera ahogada con que se lo decía, apretándola contra sí, mientras
Concha Zazueta contenía el aliento arrinconada en la parte de atrás del automóvil.
Fue el año siguiente, cuando ya estábamos en primero
de Comercio, que Mariana llegó un día al Colegio con los labios rojo bermellón.
Amoratada se puso la madre Julia cuando la vio.
–Al baño inmediatamente a quitarte esa inmundicia de
la cara. Después vas a ir al despacho de la Madre Priora.
Paso a paso se dirigió Mariana a los baños. Regresó
con los labios sin grasa y de un rojo bastante discreto.
–¿No te dije que te quitaras toda esa horrible pintura?
–Sí, madre, pero como es muy buena, de la que se pone
mi mamá, no se quita.
Lo dijo con su voz lenta, afectada, como si estuviera
enseñando una lección a un párvulo. La madre Julia palideció de ira.
–No tendrás derecho a ningún premio este año. ¿Me oyes?
–Sí, madre.
–Vas a ir al despacho de la Madre Priora… Voy a llamar
a tus padres… Y vas a escribir mil veces: Debo ser comedida con mis superiores,
y… y… ¿entendiste?
–Sí, madre.
Todavía la madre Julia inventó algunos castigos más,
que no preocuparon en lo mínimo a Mariana.
–¿Por qué viniste pintada?
–Era peor que vieran esto. Fíjense.
Y metió el labio inferior entre los dientes para que
pudiéramos ver el borde de abajo: estaba partido en pequeñísimas estrías y la piel
completamente escoriada, aunque cubierta de pintura.
–¿Qué te pasó?
–Fernando.
–¿Qué te hizo Fernando?
Ella sonrió y se encogió de hombros, mirándonos con
lástima.
Una mañana, antes de que sonara la campana de entrada
a clases, Concha se me acercó muy agitada para decirme:
–Anoche le pegó su papá. Yo estaba allí porque me invitaron
a merendar. El papá gritó y Mariana dijo que por nada del mundo dejaría a Fernando.
Entonces don Manuel le pegó. Le pegó en la cara como
tres veces. Estaba tan furioso que todos sentimos miedo, pero Mariana no. Se quedó
quieta, mirándolo. Le escurría sangre de la boca, pero no lloraba ni decía nada.
Don Manuel la sacudió por los hombros, pero ella seguía igual, mirándolo. Entonces
la soltó y se fue. Mariana se limpió la sangre y se vio la mano manchada. Su mamá
estaba llorando. “Me voy a acostar”, me dijo Mariana con toda calma, y se metió
a su cuarto. Yo estaba temblando. Me salí sin dar siquiera las buenas noches; me
fui a mi casa y casi no pude dormir. Ya no la voy a acompañar: me da miedo que su
papá se ponga así. Con seguridad que no va a venir.
Pero cuando sonó la campana, Mariana entró con su paso
lento y la cabeza levantada, como todas las mañanas. Traía el labio de abajo hinchado
y con una herida del lado izquierdo, cerca de la comisura, pero venía perfectamente
peinada y serena.
–¿Qué te pasó? –le preguntó Lilia Chávez.
–Me caí –contestó, mientras miraba, sonriendo con sorna,
a Concha–. Hormiga –le murmuró al oído, al pasar junto a ella para ir a tomar su
lugar entre las mayores.
Hormiga se llamó durante muchos años a la Hormiga Zazueta.
Golpes, internados, castigos, viajes, todo se hizo para
que Mariana dejara a Fernando, y ella aceptó el dolor de los golpes y el placer
de viajar, sin comprometerse. Nosotras sabíamos que había un tiempo vacío que los
padres podrían llenar como quisieran, pero que después vendría el tiempo de Fernando.
Y así fue. Cuando Mariana regresó del internado, se fugaron, luego volvieron, pidieron
perdón y los padres los casaron. Fue una boda rumbosa y nosotras asistimos. Nunca
vi dos seres tan hermosos: radiantes, libres al fin.
Por supuesto que el vestido blanco y los azahares causaron
escándalo, se hablaba mucho de la fuga, pero todo era en el fondo tan normal que
pensé en lo absurdo que resultaba ahora Don Manuel por no haber permitido el noviazgo
desde el principio. Aunque ella hubiera tenido entonces apenas trece o catorce años,
si él no se hubiera opuesto con esa inexplicable fiereza… Pero no, encima de la
mesa estaban una mano de Fernando y una mano de Mariana, los dedos de él sobre el
dorso de la de ella, sin caricias, olvidadas; no era necesaria más que una atención
pequeña para ver la presencia que tenía ese contacto en reposo, hasta ser casi un
brillo o un peso, algo diferente a dos manos que se tocan. No había padre, ni razón
capaces de abolir la leve realidad inexplicable y segura de aquellas dos manos diferentes
y juntas.
Oscuro está en la boda de su hija, que se casa con un
buen muchacho, hijo de familia amiga –y recibe con una sonrisa los buenos augurios–
pero tiene en el fondo de los ojos un vacío amargo. No es cólera ni despecho, es
un vacío. Mariana pasa frente a él bailando con Fernando. Mariana. Sobre su cara
luminosa veo de pronto el labio roto, la piel pálida, y me doy cuenta de que aquel
día, a la entrada de clases, su rostro estaba cerrado. Serena y segura, caminando
sin titubeos, desafiante, sostiene la herida, la palidez, el silencio; se cierra
y continúa andando, sin permitirse dudar, ni confiar en nadie, ni llorar. La boca
se hincha cada vez más y en sus ojos está el dolor amordazado, el que no vi entonces
ni nunca, el dolor que sé cómo es pero que jamás conocí: un lento fluir oscuro y
silencioso que va llenando, inundando los ojos hasta que estallan en el deslumbramiento
último del espanto. Pero no hay espanto, no hay grito, está el vacío necesario para
que el dolor comience a llenarlo. Parpadeo y me doy cuenta de que Mariana no está
ahí, pasó ya, y el labio herido, el rostro cada vez más pálido y los ojos, sobre
todo los ojos, son los de su padre.
No quise ver a Mariana muerta, pero mientras la velábamos
vi a Don Manuel y miré en sus facciones desordenadas la descomposición de las de
Mariana: otra vez esa mezcla terrible de futuro y pasado, de sufrimiento puro, impersonal,
encarnado sin embargo en una persona, en dos, una viva y otra muerta, ciegas ahora
ambas y anegadas por la corriente oscura a la que se abandonaron por ellos y por
otros más, muchos más, o por alguno.
Mariana estaba aquí, sobre ese diván forrado de terciopelo
color oro, sentada sobre las piernas, agazapada, y con una copa en la mano. Alrededor
de ella el terciopelo se arruga en ondas. Recuerdo sus ojos amarillos, mansos y
en espera. “La víctima contaba con 34 años”. No pensaba uno nunca en la edad mirando
a Mariana. Vine aquí por evocarla, en tu casa y contigo. Espera: hablaba arrastrando
sílabas y palabras durante minutos completos, palabras tontas, que dejaba salir
despacio, arqueando la boca, palabras que no le importaban y que iba soltando, saboreando,
sirviéndose de ellas para gozar los tonos de su voz. Una voz falsa, ya lo sé, pero
buscada, encontrada, la única verdaderamente suya. Creaba un gesto, medio gesto,
en ella, en ti, en mí, en el gesto mismo, pero había algo más… ¿Te acuerdas? Adoraba
decir barbaridades con su voz ronca para luego volver la cabeza, aparentando fastidio,
acariciándose el cuello con una mano, mientras los demás nos moríamos de risa. Las
perlas, aquel largo collar de perlas tras el que se ocultaba sonriente, mordisqueándolo,
mostrándose. Los gestos, los movimientos. Jugar a la vampiresa, o jugar a la alegre,
a la bailadora, a la sensual. Decir así quién era, mientras cantaba, bebía, bailaba.
Pero no lo decía todo… ¿Te das cuenta de que nunca la vimos besar a Fernando? Y
los hemos visto a los otros, hasta a los adúlteros, alguna vez, en la madrugada,
pero a ellos no; lo que hacían era irse para acariciarse en secreto. En secreto
murió aunque el escándalo se haya extendido como una mancha, aunque mostraran su
desnudez, su intimidad, lo que ellos creen que es su intimidad. El tiempo lento
y frenético de Mariana era hacia adentro, en profundidad, no transcurría. Un tanteo
a ciegas, en el que no tenía nada que hacer la inteligencia. Sé que te parece que
hago mal, que es antinatural este encarnizamiento impúdico con una historia ajena.
Pero no es ajena. También ha sucedido por ti y por mí… La locura y el crimen… ¿Pensaste
alguna vez en que las historias que terminan como debe de ser quedan aparte, existan
de un modo absoluto? En un tiempo que no transcurre.
Husmeando, llegué a la cárcel. Fui a ver al asesino.
Ése es inocente. No; quiero decir, es culpable, ha asesinado.
Pero no sabe.
Cuando entré me miró de un modo que me hizo ser consciente
de mi aspecto, de mis maneras: elegante. Cualquier cosa se me hubiera ocurrido menos
que me iba a sentir elegante en una celda, ante un asesino.
Sí, él la mató, con esas manos que muestra aterrado,
escandalizado de ellas.
No sabe por qué, no sabe por qué, y se echa a llorar.
Él no la conocía; un amigo, viajero también, le habló de ella. Todo fue exactamente
como le dijo su amigo, menos al final, cuando el placer se prolongó mucho, muchísimo,
y él se dio cuenta de que el placer estaba en ahogarla. ¿Por qué ella no se defendió?
Si hubiera gritado, o lo hubiera arañado, eso no habría sucedido, pero ella no parecía
sufrir. Lo peor era que lo estaba mirando. Pero él no se dio cuenta de que la mataba.
Él no quería, no tenía por qué matarla. Él sabe que la mató, pero no lo cree. No
puede creerlo. Y los sollozos lo ahogan. Me pide perdón, se arrodilla, me habla
de sus padres, allá en Sayula. Él ha sido bueno siempre, puedo preguntárselo a cualquiera
en su pueblo. Le contesto que lo sé, porque los premios a la inocencia son con frecuencia
así. Para él son extrañas mis palabras, y sigue llorando. Me da pena. Cuando salgo
de la celda, está tirado en el suelo, boca abajo, llorando. Es una víctima.
Me fui a México a ver a Fernando. No le extrañó que
hiciera un viaje tan largo para hablar con él. Encontró naturales mis explicaciones.
Si hubiera sido un poco menos verdadero lo que me contó hasta hubiera podido estar
agradecido de mi testimonio. Pero él y Mariana no necesitan testigos: lo son uno
del otro. Fernando no regatea la entrega. Triunfa en él el tiempo sin fondo de Mariana,
¿o fue él quien se lo dio? De cualquier manera, el relato de Fernando le da un sentido
a los datos inconexos y desquiciados que suponemos constituyen la verdad de una
historia. En su confesión encontré lo que he venido rastreando: el secreto que hace
absoluta la historia de Mariana.
“El día del casamiento ella estaba bellísima. Sus ojos
tenían una pureza animal, anterior a todo pecado. En el momento en que recibió la
bendición yo adiviné su cuerpo recorrido por un escalofrío de gozo. El contacto
con ‘algo’ más allá de los sentidos la estremeció agudamente, no en los nervios
importantes, sino en los nerviecillos menores que rematan su recorrido en la piel.
Le pasé una mano por la espalda, suavemente, y sentí cómo volvían a vibrar; casi
me pareció ver la espalda desnuda a sacudirse por zonas, por manchas, con un movimiento
leonado. Ahora las cosas iban mejor: Mariana estaba consagrada… para mí. Pero me
engañé: sus ojos seguían abiertos mirando el altar. Solamente yo vi esa mirada fija
absorber un misterio que nadie podría poner en palabras. Todavía cuando se volvió
hacia mí los tenía llenos de vacío.
“Miedo o respeto debía sentir, pero no, un extraño furor,
una necesidad inacabable de posesión me enceguecieron, y ahí comenzó lo que ellos
llaman mi locura.
“Podría decirse que de esa locura nacieron los cuatro
hijos que tuvimos; no es así, el amor, la carne, existieron también, y durante años
fueron suficientes para apaciguar la pasión espiritual que brilló por primera vez
aquel día. Nos fueron concedidos muchos años de felicidad ardiente y honorable.
Por eso creo, ahora mismo, que estamos dentro de una gran ola de misericordia.
“Fue otro momento de gran belleza el que nos marcó definitivamente.
“El sol no tenía peso; un viento frío y constante recorría
las marismas desiertas; detrás de los médanos sonaba el mar; no había más que mangles
chaparros y arena salitrosa, caminos tersos y duros, inviolables, extrañamente iguales
al cielo pálido e inmóvil. Los pasos no dejan huella en las marismas, todos los
senderos son iguales, y sin embargo uno no se cansa, los recorre siempre sorprendido
de su belleza desnuda e inhóspita. Tomados de la mano llegamos al borde del estero
de Dautillos.
“Fue ella la que me mostró sus ojos en un acto inocente,
impúdico. Otra vez sin mirada, sin fondo, incapaces de ser espejos, totalmente vacíos
de mí. Luego los volvió hacia los médanos y se quedó inmóvil.
“El furor que sentí el día de la boda, los celos terribles
de que algo, alguien, pudiera hacer surgir aquella mirada helada en los ojos de
Mariana, mi Mariana carnal, tonta; celos de un alma que existía, natural y que no
era para mí; celos de aquel absorber lento en el altar, en la belleza, el alimento
de algo que le era necesario y que debía tener exigencias, agazapado siempre dentro
de ella, y que no quería tener nada conmigo. Furor y celos inmensos que me hicieron
golpearla, meterla al agua, estrangularla, ahogarla, buscando siempre para mí la
mirada que no era mía. Pero los ojos de Mariana, abiertos, siempre abiertos, sólo
me reflejaban: con sorpresa, con miedo, con amor, con piedad. Recuerdo eso sobre
todo, sus ojos bajo el agua, desorbitados, mirándome con una piedad inmensa. Después
he recordado el pelo mojado, pegado al cuello, que parecía en aquel momento infantil;
la sangre corriendo de la boca, de la oreja; el grito ronco de su agonía y mi amor
de hombre gritando junto a su voz el dolor espantoso de verla herida, sufriente,
medio muerta, mientras mi alma seguía asesinándola para llegar a producir su mirada
insondable, para tocarla en el último momento, cuando ella no pudiera ya más mirarme
a mí y no tuviera otro remedio que mirarme como a su muerte. Quería ser su muerte.
“Y sí, hubo un instante en que sus ojos vacíos, fijos
en los míos, me llenaron de aquello desconocido, más allá de ella y de mí, un abismo
en el que yo no sabía mirar, en el que me perdí como en una noche terrible. La solté,
arrastré su cuerpo hasta la orilla y grité, grité echado sobre su vientre, mientras
miraba los agujeros innumerables, las burbujas, los movimientos ciegos, el horror
pululante, calmo y sin piedad de los habitantes de la orilla del estero; ínfimas
manifestaciones de vida, ni gusanos ni batracios, asquerosos informes, torpes, pequeñísimos,
vivos, seres callados que me hicieron llorar por mi enorme pecado, y entenderlo,
y amarlo.
“Desde entonces estoy aquí. Tomo las pastillas y finjo
que he olvidado. Me porto bien, soy amable, asiento a todas las buenas razones que
me da el médico y admito de buen grado que estoy loco. Pero ellos no saben el mal
que me hacen. Lo primero que recuerdo después de aquello es que alguien me dijo
que Mariana estaba viva; entonces quise ir a ella, pedirle perdón, lloré de dolor
y arrepentimiento, le escribí, pero no nos dejaron acercar. Sé que vino, que suplicó,
pero ellos velaron también por su bien y no la dejaron entrar. Decían que la nuestra
era una pasión destructiva, sin comprender que lo único que podía salvarnos era
el deseo, el amor, la carne que nos daba el descanso y la ternura.
“A mí, a fuerza de tratamiento, terminaron por quitarme
todo lo que me hacía bien: sexo, fuerza, la alegría del animal sano, y me dejaron
a solas con lo que pienso y nunca les diré.
“A ella la abandonaron a su pasión sin respuesta. Luego
les extrañó que comenzara a irse a los hoteles, sin el menor recato, con el primer
tipo que se le ponía enfrente. Cuando una vez dije que era por fidelidad a nosotros
que hacía eso, que no le habían dejado otra manera de buscarme, se alarmaron tanto
que quisieron hacerme inmediatamente la operación. Por mi bien y salud me castrarán
de todas las maneras posibles, hasta no dejar más que la inocente y envidiable vida
primitiva, verdadera: la de los seres que pueblan las orillas de los esteros.
“Me alegra poder decir lo que tengo que decir, antes
de que me hagan olvidarlo o no entenderlo: yo maté a Mariana. Fui yo, con las manos
de ese infeliz Anselmo Pineda, viajante de comercio; era yo ese al que Mariana buscaba
en el cuerpo de otros hombres: jamás nadie la tocó más que yo; fui yo su muerte,
me miró a los ojos y por eso ahora siento desprecio por lo que van a hacerme, pero
no me da miedo, porque mucho más terrible que la idiotez que me espera es esa última
mirada de Mariana en el hotel, mientras la estrangulaba, esa mirada que es todo
el silencio, la imposibilidad, la eternidad, donde ya no somos, donde jamás volveré
a encontrarla”.
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