Juan Carlos Onetti
Cuando en casa de María
Rosa, Jorge Michel contó una vez más, ante varios testigos, la historia o
sucedido a Atilio Matías y María Pupo, sospeché que el narrador había llegado a
un punto de perfección admirable, amenazado sin dudas por la declinación y la
podredumbre en previsibles, futuras reiteraciones.
Por
eso, sin propósito mayor, intento transcribir ahora mismo la versión referida
para preservarla del tiempo; de sobremesas futuras.
El
sucedido, que no es relato ni roza la literatura, es, más o menos, éste:
Para
mí, ya lo saben, los hechos desnudos no significan nada. Lo que importa es lo
que contienen o lo que cargan; y después averiguar qué hay detrás de esto y
detrás hasta el fondo definitivo que no tocaremos nunca. Si algún historiador
atendiera el viaje del telegrafista quedaría satisfecho consignando que durante
el Gobierno de Iriarte Borda, el paquebote “Anchorena” partió del puerto de
Santa María con un cargamento de trigo y lana destinado a países del este de
Europa.
No
mentiría; pero la mejor verdad está en lo que cuento aunque, tantas veces, mi
relato haya sido desdeñado por anacronismos supuestos.
El
viaje habrá durado unos noventa días y tal vez pueda, con algún trabajo,
recitar el rol de la tripulación; el nombre de él, del telegrafista, se me
olvidó en el principio, arrastrado por un odio supersticioso. Lo bautizo
Aguilera en esta página para contar cómodo. Del nombre de ella, aunque no
llegué a verla, no me olvidaré nunca: María Pupo, de Pujato, departamento de
Salto.
–Qué
querés. Se llama apenas María Pupo –como decía el telegrafista. Aguilera.
“A
la luz de las estrellas es forzoso navegar”, empezó a cantar alguno una mañana,
mientras blanqueaba una puerta y de inmediato se corrió la infección, todos
canturreando lo mismo, usando la frase como saludo, respuesta, broma y
consuelo. A la luz de las estrellas es forzoso navegar. Misteriosamente, la
tonada lograba ser más estúpida que la letra.
Usted,
uno, cuando le llega la hora de siempre es de amanecer, trepa la planchada con
un rollo obligadamente azul golpeando desafiante en el lomo, insomne,
hambriento pero con náuseas, todavía un poco borracho y vigilando los
movimientos de la cerveza tibia en el estómago, atento también al lento
desvanecer del recuerdo, cara, pelo, piernas, mano contraída y maternal de la
puta que le tocó en suerte bajo un techo de lata ondulante. Son los ritos, no
más, una tímida, inflada prepotencia, tradición marinera.
Y
usted, uno, ya pesado de pronósticos sobre la suerte del carguero y las
peripecias húmedas, muestra documentos y saludos humildes mientras examina,
casi sin mover los ojos, las caras novedosas y va tanteando lo que ellas pueden
ofrecerle como ayuda, molestia o desgracia.
Reunidos,
hipócritas y propensos a la paciencia, escuchamos al capitán que habló de
patria, sacrificios y confianza. Hombre discreto y aburrido levantó un brazo,
nos deseó un buen viaje y nos pidió, sonriendo, que procuráramos darle un buen
viaje también a él.
Estábamos
tan agradecidos porque no había bobeado más de tres minutos, que hicimos,
firmes, la venia militar en un barco mercante y balamos un hurra.
Corrí
para asegurarme al gringo Vast como compañero de cabina. Pero era tarde, los
lugares habían sido distribuidos un día antes y en la puerta de mi vomitario,
encontré una tarjeta con dos nombres: Jorge Michel-Atilio Matías.
Bañados
y frescos, era inevitable que estuviéramos a las siete y treinta frente a
frente, cada uno sentado en su cucheta, cada uno con la inutilidad pesada de
las quietas manos de hombre entre las rodillas. De manera que Matías, el
telegrafista –“tengo que irme en seguida al puesto”– tosió sin flemas, y dijo:
(Era,
y para siempre, diez años más viejo que yo; tenía la nariz larga, los ojos sin
sosiego, una boca fina y torcida de ladrón, de tramposo, de adicto a la
mentira, un cutis protegido del sol desde la pubertad, una blancura conservada
en la sombra del chambergo. Pero encima de todo esto, como un abrigo
permanente, hacía flotar la tristeza, la desgracia, la mala suerte encarnizada.
Era pequeño, frágil, con bigotes caídos y suaves).
–Tengo
que tomar turno –repitió.
Pero
faltaba media hora para su idiotez de recibir telegramas sin sentido y teníamos
una botella de ron puertorriqueño entre uno y otro.
Mi
primer embarque no tuvo otro origen que la necesidad de moverse. Este tercer
embarque era distinto: era la huida por tres meses de La Banda, del patronazgo
inverosímil del Multi, de las genuflexiones exactas de gente que yo había
respetado y, en algunos casos, querido.
Bajo
la luz débil teníamos el ron, los vasos, los cigarrillos, mi ancla azul tatuada
en el antebrazo.
Dentro
de media hora. De modo que Aguilera, Matías el telegrafista, dijo el principio
de la verdad que él creía indudable, sin necesidad de presiones. Cautelosamente
protegido por una fantástica desdicha empeñada en su ruina, algo habló, hizo
confesión.
Faltaban
veinte minutos para empezar su guardia cuando balbució el olor del ron mientras
hablaba. No era, lo supo él mismo, algo que pudiera clasificarse como manía de
persecución, poner de lado y pasar a otra cosa. Porque, escuchen, Matías dijo,
aproximadamente, o yo le estuve mirando en la cara triste –con su firme mueca
de indignación infantil– las palabras que se le atoraban sin ser pronunciadas.
Por ejemplo:
–Usted
conoce Pujato –entre seguridad y pregunta–. Usted que conoce Pujato, se tiene
que dar cuenta de la diferencia y la estafa, entre el gris y el verde, por lo
menos. Fue la Dirección de Telecomunicaciones y aquí le puedo mostrar los
documentos, uno por uno, con el orden de las fechas, que por algo se me ocurrió
guardar. Dirección Nacional o General de Telecomunicaciones. Llamado primero:
llámase a concurso para proveer vacantes, creaciones, de radiotelegrafistas en
el orden nacional. No le niego que yo tenía un amigo que manejaba el Morse,
receptaba y transmitía con tanta facilidad y sin siquiera darse cuenta, como
usted respira o camina o cuenta cosas. También de Pujato el amigo y por siglos
de años telegrafista de la estación de ferrocarril. Con felicitaciones de los
ingleses en cada inspección. Pujato, no se olvide, casi sin superior como la
misma Santa María. Y el amigo quería jubilarse y dejarme el puesto como
herencia de amistad. Así que en cuanto supo del aviso primero, aquí lo tienes,
me dijo, el puesto es tuyo, se puso a practicarme y mucho antes del plazo
reglamentario yo oía en Morse y movía los dedos en Morse. No era piano, no
importaba que los hubiera estropeado, los dedos, en el trabajo de la chacra.
Lo
que había era un empleo de telegrafista en la estación de ferrocarril de
Pujato. Lo que había era Pujato en paz hasta el fin de la vida. Pujato y mi
casamiento con María, que no le hablo porque son cosas sagradas para un hombre.
Pero
de Pujato sí, una palabra que ya se lo dice todo. Ponga el dedo donde quiera:
una mañana, una tarde. Alguna vez, quién sabe, en la misma madrugada. Pujato
verde y amarillo, los chacareros mandando trigo y maíz con los camiones que
algunos vuelcan a granel, hasta los silos cerca de la estación, pidiendo día,
turno y vagones. Yo ahí, que les resuelvo los problemas con el Morse, mitad
fastidiado, mitad divertido, nunca fastidiado de veras. Yo, y míreme como me
vi, telegrafista y dueño, casado con María, que puede residir en la misma
estación o estarme esperando en un chalet junto a la carretera.
Usted
lo ve, puede vernos, Pujato, mi señora y yo. Ahora vea el otro documento, que
es el tercero, y el cuarto, donde está la trampa. Por el tercero, entre más de
doscientos aspirantes yo quedo clasificado y dueño. Y en el cuarto documento,
diez meses después, me mandan a radiotelegrafiar un barco, éste, tan lejos de
todo lo que le dije. Alemania, Finlandia, Rusia, tantos nombres que tuve que
aprender creyendo siempre que nada tenían que ver conmigo, ni en la escuela ni
después.
–Qué
quiere que haga –desafió Matías el telegrafista–. ¿Que esté contento?
Lo
dejé ir, siguió con el ron, me dormí sospechando enfermedades. A las seis de la
mañana me despertaron con las adocenadas palabras groseras y muertas; foguista
o fogonero bajé hasta mi infierno sin ver a Matías y casi olvidado.
Alguien
dispuso para los días siguientes que ocupáramos el camarote en horas distintas
y apenas nos viéramos separados por la mesa larga del almuerzo. De modo que el
destino vigiló atento la existencia de Matías y me obligó a postergar mi
réplica optimista y cristiana, mi alborada del gracioso hasta pocas horas antes
de Hamburgo, calor, pequeñas faltas de disciplinas, odios imprecisos, salivazos
por palabras.
Ya
dije o pensé que era una historia de embarcados y sólo ellos podrán entenderla
de verdad. Agrego, sin disculpa, que muchas veces, en puertos o verdadera
tierra firme quise explicar y convencer que todos, ciudadanos, montañeses y
labriegos de llanura somos embarcados. Muchas veces y fracasando siempre.
Esto
se dice para que ustedes se acerquen a comprender por qué desde que el barco
salió del puerto de Santa María empecé a sentir la indiferencia, el desvío, el
mal cubierto desprecio de los tripulantes, de mis amigos de otros viajes.
Tal
vez exagere porque las palabras son siempre así, nunca exactas, un poco más o
un poco menos. Pero sí, estoy seguro, saludos más cortos, silencios soportados
con paciencia, sonrisas sin ojos, conversaciones desviadas.
Porque
yo, sin otra culpa que la de vivir en el camarote que me habían impuesto, era
para ellos el amigo de Matías el telegrafista, el socio del fracaso, la sombra
de la mala suerte.
Y
de nada me servía burlarme de Matías frente a ellos y el mismo Matías. La
enfermedad, el destino enemigo del hombre de Pujato se me habían contagiado –ellos
lo creían o sospechaban– y era prudente imponerme el cordón sanitario, la
cuarentena. De modo que injustamente tuve que sentirme emparentado con Atilio
Matías y navegar a su lado en un mar de hostilidad y persecuciones. Él, Matías
el telegrafista, desde su principio hasta su fin; yo, durante un viaje de tres
meses.
–Y
fíjese adonde nos mandan –me dijo en algún encuentro inevitable–. Nos mandan al
frío, un frío de muerte tan distinto al que tenemos, un suponer, en un invierno
de Pujato. Piense en la piecita del radiotelegrafista en la estación del
ferrocarril, con mate hirviendo y el brasero y algún amigo con temas de verdad
para conversar, que a lo mejor trajo una botella de grapa, aunque yo no soy
tomador.
Y
era inútil exagerar el número de veces que yo había hecho el mismo rumbo, los
mismos puertos, en idéntico mes del año.
–Mire
que ahora en Finlandia mismo, en Hamburgo, en Bakú, la gente anda en mangas de
camisa y las mujeres en los balnearios esperan la luz de la luna para bañarse
desnudas.
No
me creía, simplemente; le estaba prohibido aceptar la bondad del verano y
alzaba los hombros para sacudirse toda posibilidad de optimismo. Ni siquiera
contestaba; yo le sabía pensar: María Pupo, Pujato, o al revés.
Por
allá arriba del incendio de las calderas alguien llevaba con escrúpulo al día,
a la hora, el diario de bitácora. El mío era distinto, como siempre sucede en
Hamburgo.
Cuando
en la rada, una mañana casi mediodía de verano, caminé enérgico para buscar la
parada de tranvías, oigo los pasos persecutorios, la voz resuelta:
–Oiga,
Michel. ¿Usted para dónde va?
–Para
el otro lado. Estoy enfermo de ganas de Sanpauli. Mujeres y algo más fuerte que
cerveza para olvidarme que soy un embarcado, y que otra vez mañana de noche las
calderas. Pero usted, Matías, va al hotel Kaiser, le oí decir. Tiene que cruzar
la calle, va para el otro lado, toma otro tranvía.
Estuvo
bamboleando la sonrisa que se opone, aceptando, sin embargo, a la mala suerte.
Debe ser fácil si uno se acostumbra. Después dijo y no llegaba ningún tranvía:
–Hágame
un favor.
–No
–le dije–, me voy a Sanpauli, tengo hambre de Sanpauli y si quiere venga.
Fue
inútil, porque él no me oyó, porque él, Matías, llevaba años en el ejercicio de
la desesperación impura.
–Usted
puede hacerme un favor y después va y se emborracha. No se lo dije en toda la
navegación, pero hoy es el cumpleaños de María. Si me ayuda le mando un
telegrama.
–Perdone.
¿Por qué no manda un radio desde el barco? ¿Por qué no se vuelve y lo manda?
Ni
siquiera me miró. Hizo una sonrisa mientras caminaba y me habló paciente, de
padre a hijo:
–Catorce.
El artículo catorce prohíbe toda comunicación de carácter personal, salvo
situaciones de gravedad manifiesta que deben contar con el visto bueno por
escrito del capitán o el jefe de estación.
–Claro,
perdone –traduje.
Desde
donde estábamos no se podía ver la ciudad; apenas unas torres cuadradas metidas
en el sol. Pero yo la estaba oliendo, le sentía el gusto en la boca seca y
puedo jurar o prometer que Sanpauli me llamaba. Pero no; su desdicha, la de
Matías el telegrafista, fue más poderosa que mi hambre de humo y venga lo que
venga junto a una enorme mesa redonda. Vencieron Pujato y María Pupo.
–¿Telégrafos?
–empecé, para ceder y cubrir la vergüenza–. Sí, aquí cerca, dos cuadras,
tenemos uno.
–Entonces,
si me acompaña. Es un momento. Fíjese que no hablo el idioma y usted sí se
defiende.
De
manera que caminamos hacia Correos y Telégrafos, a cada paso más lejos de
Sanpauli.
Consideremos,
entonces, que la fraulein del mostrador de Telégrafos había nacido allí,
cuarenta o cincuenta años atrás, y que los anteojos, las arrugas, la boca en
media luna blanca y amarga, la mismísima voz de macho pederasta eran, como su
alma, un producto de suelo miserable, de amor absurdo por el trabajo y la
eficiencia, de una fe indestructible acrecida por el misterio que prometían y
vedaban las letras T.T.
Así,
y con rapidez satisfactoria, desde el dialecto pujatense, atravesando mi inglés
de marinero, hasta el alemán perfecto de la fraulein, el mensaje decía,
traducido, algo como María Pupo. Pujato. Santa María. Felicidades te desea
Matías.
Ella
lo escribió con tres carbónicos, cobró tres marcos o cuatro y nos dio copia y
recibo.
Estábamos
otra vez en la calle y era el tiempo del hambre del almuerzo, y todos los
tranvías se pusieron a correr hacia Sanpauli y sus promesas. Ahora la voz no
estaba saliendo de Matías el telegrafista, sino de mi hambre, mi debilidad, mi
apaciguada nostalgia. La voz decía:
–Oiga,
Michel. ¿Usted entiende de grafología?
–En
un tiempo jugué a que sabía. Pero nunca supe de verdad.
–Pero,
claro, usted sabe o por lo menos se da cuenta. Piense en la cara de la mujer.
–No.
–Sí,
también a mí me repugna. Tres marcos cuarenta y un marco es más que un dólar. Y
ni siquiera pasó el telegrama a máquina, lo escribió con birome y aquí tenemos
la copia. Mire un poco, aunque siga porfiando que no entiende.
En
un cruce de calles, en el temor de que la tarde empiece con los estómagos
vacíos. Quise pegarle y no pude, dije palabras sucias y lo llevé de un brazo.
Todo,
cualquier cosa; pero siempre en Hamburgo, en la más increíble esquina, habrá un
delicatessen esperando. Cerveza y platitos escandinavos. Ahí, sobre la mesa,
sostenida abierta por los pulgares de Matías estaba la copia del telegrama a
María Pupo, Pujato.
–Fíjese
con calma –dijo Matías–. Primero, la mujer, la cara de mal bicho atravesado que
usted comparte conmigo.
Tomé
cerveza, me llené la boca con mariscos de nombre ignorado y me rendí a una
súbita, irresistible admiración por la inteligencia sutil de Matías, revelada a
cambio de cuarenta y seis días de quemarme las manos en las tripas del barco,
consciente de que en la misma cáscara, sobre la misma ola, separado apenas por
chapas delgadas de acero y madera, viajaba la tristeza inconsolable del hombre
de la radio.
–La
cara para empezar –siguió Matías– y ahora tenemos la grafología, y aunque usted
me porfíe que no entiende, las dos cosas se juntan y son indiscutibles.
Resultado, y disculpe, que la gringa esa me quiere joder. Más claro: que ya me
jodió y se quedó con el dinero, que no me importa porque tengo mucho, y no
mandó ningún telegrama. Por la cara, por la grafología, y porque yo soy
radiotelegrafista diplomado y algo entiendo de esas cosas.
El
inglés de los embarcados es un idioma universal; y siempre sospeché que algo
semejante ocurre con el whisky en toda latitud y altura, se trate de alegría,
desdicha, cansancio, aburrimiento. Matías estaba loco y yo no tenía a nadie
próximo para unirlo al asombro y regocijo del descubrimiento. De modo que
asentí moviendo la cabeza, aparté la jarra de cerveza y pedí whisky. Lo servían
así: una botella, un balde con pedazos de hielo, un sifón.
Y
yo no tenía un amigo para susurrarle la locura deslumbrante de Matías que había
decidido callarse por un tiempo, tragar frutos del mar y cerveza.
Seguía
siendo casi el mismo: diez años más viejo que yo, la nariz larga, los ojos
inquietos, una boca fina y torcida de ladrón, de tramposo, de adicto a la
mentira, pequeño, frágil, con bigotes caídos y suaves. Pero ahora había
enloquecido o ahora mostraba sin pudor una locura antigua y encubierta.
Era
ya de tarde cuando decidí interrumpirle las reiteraciones respecto a caras,
intuiciones, tildes sobre las letras.
–A
la luz de las estrellas es forzoso navegar –le dije–. Y como usted tiene tanto
dinero, lo mejor, lo único que puede hacer, si aprecia respetuosamente el
cumpleaños de su novia, lo único que puede hacer es caminar de vuelta al
monstruo T.T. y pedir comunicación telefónica con Pujato.
–Desde
Hamburgo –preguntó amargo, con la ironía sin gracia de los perseguidos.
–Desde
Hamburgo y por T.T. Lo hice mil veces. Se oye mejor que si usted hablara desde
la misma Santa María.
Su
lucha era entre la esperanza y la incredulidad atávica. Burlándose, se golpeó
el rollo de billetes en el bolsillo del pantalón y me dijo: “Bueno, vamos”,
como si desafiara a un niño.
Fuimos,
yo apenas borracho y él con la resolución de que fuera demostrada, de una vez y
para siempre y para él mismo, que toda máscara de la felicidad le había sido
negada desde el principio de los días y que nada podría atenuar aquella su
maldición particular de que sacaba orgullo y distinción bastantes para
continuar viviendo.
Las
oficinas telefónicas funcionaban en el mismo edificio de los telégrafos, de la
solterona que había estafado a Matías en algo así como tres marcos cuarenta
guardándose por revancha y avaricia las palabras de feliz cumpleaños para María
Pupo, Pujato.
Pero
los teléfonos estaban en otra ala, a la izquierda; uno remolcó al otro hasta
llegar al mostrador, a la rubia delgada, joven y sonriente con ganas. Era una
T.T.
Dije,
traduje, expliqué y ella me miraba lentamente y sin fe verdadera. Dije otra
vez, silabeando, demostrándole sinceridad y una paciencia adecuada al paso del
tiempo hasta el fin del mundo.
Dudaba,
ella, y terminó aceptando, blanqueándose la cara con la sonrisa exagerada y tal
vez dolorosa. Es cierto que, todavía, vaciló un momento antes de la creencia y
nos pidió:
–Un
momento, por favor –antes de saludar con la cabeza y abandonarnos el mostrador
para desaparecer, también ella, tan joven, detrás de puertas y cortinas, más
allá de la gran T.T.
Luego
apareció un T.T. mayor con anteojos rodeados de oro delgado y nos preguntó si
era verdad lo que encontraba imposible:
–Esta
coincidencia, señores…
Yo
supe. No puedo saber qué pasaba dentro de Matías, de qué modo iba acomodando
las postergaciones a su destino personal preferido. Yo estaba, dije, un poco
borracho y brillante. Soportando otros interrogatorios, otros T.T.
progresivamente mayores. Y yo repetí con candor, sin dudas, las respuestas
correctas, porque al fin tuvimos, también nosotros, el privilegio de empujar
cortinas y atravesar puertas hasta enfrentar al T.T. mayor, el verdadero y
definitivo.
Estaba,
ya de pie, detrás de un escritorio enano, de madera negra, en forma de media
herradura. Ayudado por el calor, el whisky de dos años, la locura recién
llegada de Matías, pude creer un momento que el hombre nos estaba esperando
desde que salimos de Santa María. Era alto y grueso, el hombre que fue campeón
en las canchas de la Universidad de Greifswald y abandonó el deporte dos años
atrás.
Rubio,
rojo, pecoso, amable y repugnante.
–Señores
–dijo. Yo simulé creer–. Me han dicho que quieren una ligazón telefónica con
América del Sur.
–Ya
–dije, y nos pidió que usáramos las sillas.
–Con
América del Sur –repitió sonriéndole al techo.
–Pujato,
señor, en Santa María –le dije volviéndome para mirar a Matías y pedirle apoyo.
Pero
no había nada por ese lado. La locura del telegrafista había preferido, con
astucia o rebelión definitiva, una expresión de ausencia, unos ojos vacíos,
unos bigotes de seda, mustios y ajenos, estremecidos por el viento de la
refrigeración. Él, Matías, no participaba, sólo era un testigo atento, zumbón,
seguro de la derrota, indiferente, lejano.
El
hombre corpulento recitaba rodeado por la semiherradura de su mesa. Era mayor
que nosotros, y muy pronto la alegría fraternal de su discurso se fue
transformando en decencia y hastío.
Ya
estaba rodeado de funcionarios con expresiones dichosas y todos tomábamos café
mientras él explicaba que la T.T. Telefunken, de la cual era un simple
engranaje, acababa de poner a punto una nueva línea de comunicaciones entre
Europa y Sudamérica; y que esta ocasión, la estremecida nostalgia de Matías,
debía ser celebrada porque el llamado de amor que pretendíamos era el primero
que iba a cumplirse, en realidad, aparte, claro, de las innumerables pruebas de
los técnicos.
Cuando
se echó hacia atrás levantando un brazo vimos que toda la pared a sus espaldas
era un enorme planisferio en el cual los rigores de la geometría decorativa no
respetaban los caprichos de las costas. Y volvió a sonreír para decirnos que la
celebración agregaba, a las tazas de café su carácter de gratuito, no más de
tres minutos.
Asentí
con entusiasmo, dije palabras de gracias y felicitación, mientras pensaba que
todo aquello era normal, que las inauguraciones siempre habían sido gratuitas
para mí, mientras miraba la cara furtiva del telegrafista, su expectación
acusadora.
Hubo
una pausa y el hombre grande empujó uno de los teléfonos hasta Matías. Era
blanco, era negro y era rojo.
Matías
continuó inmóvil; y, si una burla puede ser seria, había burla en su perfil
escurrido y en su voz.
–María
no tiene teléfono –dijo–. Llame usted, Michel. Llama al almacén y les pide que
la busquen aunque no sé qué horas serán. Pregúnteles porque en una de esas es
muy tarde y está durmiendo.
Quería
decir Pujato duerme. Hablé con el gerente, consultamos con Greenwich y supimos
que apenas empezaba a ponerse el sol en Santa María. Mugidos de terneros por el
lado de Pujato, las barreras de la estación cayendo con pereza y chirridos para
esperar el tren de las 18.15 rumbo adentro, capital.
Entonces,
lento por premoniciones que actuaban como artritis, pensando en la libertad y
Sanpauli, alargué el brazo y traje el teléfono hasta casi tocarme el pecho.
Rígido, sin mirar nada que estuviera en la habitación, Matías habló con mis
manos.
–Es
el 314 de Pujato. El almacén. Usted pide que la llamen.
Luego
de concretar instrucciones con el alemán principal hablé con la operadora. Con
paciencia y reiteración el problema no fue difícil.
No
sé cada cuántos segundos y durante cuántos minutos la mujer me estuvo diciendo:
“No se retire; llamando”, o palabras equivalentes. Y entonces hasta el mismo
Matías tuvo que alzar los ojos y apreciar el milagro que se iba extendiendo en
la pared que era un planisferio. Vimos encenderse, allí mismo, en Hamburgo, la
diminuta lámpara enrojecida; vimos otra que iluminaba Colonia; vimos
sucesivamente, a veces con parpadeos, otras nuevas con una segura velocidad
inverosímil; París, Burdeos, Alicante, Argel, Canarias, Dakar, Pernambuco,
Bahía, Río, Buenos Aires, Santa María. Un tropiezo, un vaivén, la voz de otra
señorita; “No se retire, llamando a Pujato, tres uno cuatro”.
Y
por fin: Villanueva hermanos, Pujato. Era una voz tranquila y gruesa, de
indiferencia y primer vermut. Pedí por María Pupo y el hombre prometió
llamarla. Esperé sudoroso, resuelto a ignorar a Matías hasta el fin de la
ceremonia, mirando el mundo iluminado con puntos de incendio detrás de la cara
ancha, la sonrisa feliz del gerente rodeada, derecha, izquierda, por las
sonrisas respetuosamente menores de los robots de la T.T. Telefunken.
Hasta
que hubo María Pupo en el teléfono y dijo: “Habla María Pupo, quién es”.
Soy
inocente. Hablé amistoso pero nada atrevido, expliqué que su novio, Atilio
Matías, deseaba saludarla desde Hamburgo, Alemania. Pausa y la voz de contralto
de María Pupo, atravesando el mundo y los ruidos temblorosos de sus océanos:
–Por
qué no te vas a joder a tu madrina, guacho de mierda.
Colgó
el teléfono rabiosa y las lamparitas rojas se fueron apagando velozmente, en
orden inverso al anterior, hasta que la pared planisferio volvió a incrustarse
en las sombras y tres continentes confirmaron en silencio que Atilio Matías
tenía razón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario