Juan José Saer
a Juan Carlos
Mondragón
Goldstein tenía 21 años en 1943, cuando lo deportaron
a un campo de concentración, por el triple motivo de ser judío, comunista y miembro
de la Resistencia. No lo mataron, porque es sabido que los campos nazis eran en
principio campos de trabajo, y los alemanes pretendían ganar la guerra gracias al
trabajo de los más vigorosos de sus enemigos. A los que no les servían, enfermos,
chicos, ancianos, los asesinaban inmediatamente, pero a los más jóvenes los hacían
trabajar. En cierto sentido los campos nazis, por la manera en que se había organizado
el trabajo de los prisioneros, piensa Goldstein, representan un ejemplo avant
la lettre de lo que podría llegar a ser la última etapa de la llamada desregulación
del mercado laboral. Por lo tanto, Goldstein está convencido de que fue su condición
de mano de obra barata lo que le salvó la vida.
Los nazis estaban a punto de fusilarlo
por tentativa de evasión, cuando justo llegaron los aliados (que no encontraron
ni un solo soldado alemán en todo el campo), de modo que esta mañana, mientras desayuna
en el bar Tobas, en Córdoba y Pueyrredón, tiene setenta y seis años y todavía sigue
yendo a la librería, más para distraerse que otra cosa, ya que cinco años atrás
le dejó el negocio a sus dos empleados, que le pasan una renta mensual. Su mujer
murió hace tres años. Su hija mayor, que tuvo que irse del país con el golpe de
estado del 76, se casó con un catalán y se quedó a vivir en Barcelona. La menor,
que es psicoanalista, tiene poco tiempo libre los días de semana, así que únicamente
ciertas noches y a veces ciertos domingos pueden verse para comer juntos, pero de
todos modos, a causa de algunas diferencias políticas, sus relaciones con ella son
un poco más difíciles que con la mayor. Los jueves a la noche tiene una reunión
en la Mesa de Derechos Humanos, y los viernes, su partida de póker semanal. Es por
lo tanto el día, desde la mañana bien temprano cuando se despierta hasta que anochece,
lo más difícil de llenar.
Después de la vacilación matinal,
ante las interminables horas que se avecinan, el desayuno que, como incluye la lectura
del diario, dura un buen rato, es un momento de actividad, sobre todo interior,
ya que la memoria y la inteligencia, reverdecidas por las horas de sueño y por la
ducha tibia que relaja el cuerpo atenuando los pequeños dolores óseos y musculares
que lo tironearán durante el resto del día, se concentran con mayor facilidad y
acogen con nitidez imágenes y pensamientos. El desayuno es, desde hace unos doce
años más o menos, siempre el mismo: café con leche azucarado, jugo de naranja, dos
medialunas, y un rato más tarde, después de haber leído buena parte del diario,
un cafecito solo, concentrado y amargo, y un vaso de agua. La mesa es casi siempre
la misma; entrando, a la derecha, la última junto al ventanal que da a Pueyrredón.
Cada mañana, al entrar en el local, saluda al dueño que está detrás de la caja y
se encamina a su sitio, sentándose en el rincón de cara a la entrada, bajo el televisor
apagado.
–¿Siempre apechugando a la matina,
don Goldstein? –le dice el mozo catamarqueño, depositando las medialunas y el jugo
amarillo sobre la mesa, sin esperar el pedido mientras el dueño, detrás del mostrador,
ha empezado a prepararle el café. Media hora más tarde más o menos, bastará una
seña casi imperceptible de Goldstein en dirección a la caja para que el cafecito
cuidadosamente preparado, acompañado por el vaso de agua, aterrice sobre la mesa.
Por ahora, desplegando el diario, le responde al mozo con jovialidad distraída y
con el ligerísimo acento de los viejos judíos aporteñados del Once y de Balvanera.
–Qué querés, Negro, me opio si no
en la cama.
El jugo fresco, recién exprimido,
ácido y dulce a la vez, le da una pequeña sacudida de optimismo cuando toma el primer
trago, lo que podría probar, puesto que el efecto energético de las vitaminas no
ha tenido tiempo de actuar todavía, que el placer en sí mismo es un estímulo en
la vida. Sopar las medialunas en el café, absorbiéndolo poco a poco, le dificulta
la lectura del diario, lo que lo incita a engullirlas rápido, menos por avidez que
porque quiere tener las manos libres para poder manipular con más facilidad las
grandes hojas de papel impreso que se pliegan y se despliegan, indóciles y ruidosas.
Por fin las domina y se concentra en las noticias políticas nacionales e internacionales,
en las páginas de economía y en las de cultura, echa una ojeada a las novedades
deportivas y al estado del tiempo, para terminar con las historietas y los programas
de televisión. Después vuelve atrás y lee con atención los artículos de fondo de
los columnistas, a algunos de los cuales conoce personalmente porque son clientes
de la librería, las cartas de los lectores y los editoriales. De tanto en tanto
ha ido tomando un trago de café con leche o de jugo, hasta terminarlos, y por último,
cuando ya no le quedan más que unos pocos minutos de lectura, hace una seña para
que le traigan el cafecito y el vaso de agua.
Esa ceremonia que se repite todas
las mañanas desde hace tantos años es en realidad el preámbulo a los minutos de
meditación que le suceden. Pero tal vez es una licencia poética llamar a ese estado
una meditación, porque una meditación presupone cierta voluntad consciente de pensar
sobre temas precisos, y en su caso sólo se trata de mecanismos asociativos autónomos,
casi mecánicos que, todas las mañanas, después del desayuno, se instalan en su interior,
y lo ocupan por completo durante un rato. Visto desde fuera, es un anciano apacible
y limpio, vestido con sencillez y que, como tantos otros habitantes de la ciudad,
toma su desayuno en un café de Buenos Aires. Por dentro, sin embargo, cada mañana,
durante unos pocos minutos, a causa de esa asociación inconsciente a cuya repetición
puntual ya se ha resignado después de tantos años, se dan cita, en la zona clara
de su mente, todas las masacres del siglo. Él las contabiliza y a medida que se
producen otras nuevas las va agregando a la lista, de tal manera que cuando las
evoca y las enumera, no puede evitar que le vengan a la memoria los versos de Dante:
…venía si lunga tratta
di gente, ch’i’ non averei credutto
que morte tanta n’avesse disfatta.
Tal cantidad de gente, que nunca hubiese creído que
la muerte deshiciera a tantos: y de esa muchedumbre de fantasmas, estaban excluidos
los que habían muerto en los campos de batalla, o por accidente, o de enfermedad,
o se habían suicidado, o incluso habían sido ejecutados por los crímenes que habían
cometido. No: contabilizaba únicamente todos aquellos que habían sido exterminados
no por su peligrosidad, real o imaginaria, sino porque, por alguna razón que ellos
solos consideraban legítima, sus asesinos decidieron que no debían vivir: los armenios
para los turcos por ejemplo (1.300.000), o los judíos (6.000.000), los gitanos (600.000)
y los enfermos mentales (cifra desconocida) para los nazis. En Rwanda, los tutsis
(800.000) para los hutus. Para los norteamericanos, los habitantes de Hiroshima
y Nagasaki (300.000), los opositores de Suharto en Indonesia (500.000) o los irakíes
durante la guerra del Golfo (170.000). Para Stalin, que percibía la totalidad de
lo Exterior como una amenaza, varios millones de los espectros que, según él, lo
acechaban en ella. Y después esas masacres locales, en las que, en una tarde, en
una semana, varias decenas, o centenas o miles de personas morían en manos de sus
verdugos quienes, por razones inexplicables, en los que ningún interés razonable
entraba en juego, no los toleraban en este mundo: indios, negros, bosnios, serbios,
cristianos, musulmanes, viejos, mujeres (un asesino en serie había matado cerca
de sesenta en Estados Unidos, todas rubias, de cierto peso, cierta silueta, cierto
peinado, entre veinte y treinta años de edad). Bien mirado, todos eran crímenes
en serie, puesto que las víctimas siempre tenían algo en común para los asesinos,
y era por eso que las mataban: para los turcos, los armenios eran todos armenios
y sólo armenios, y sólo porque eran armenios los exterminaban, del mismo modo que
el asesino en serie norteamericano mataba rubias y únicamente rubias, y únicamente
porque eran rubias las mataba.
Aunque se definía a sí mismo como
ateo y materialista, y se jactaba con frecuencia de serlo, Goldstein pensaba también
que los dioses no salían indemnes de ese carnaval que desfilaba en su mente todas
las mañanas, con el desayuno, y en la mayoría de los casos, ya sea que sus fieles
estuviesen en el campo de las víctimas o de los verdugos, que muchas veces cambiaban
de papel según las circunstancias, los dioses sufrían los efectos perversos de esa
carnicería. Muchos desaparecían o, con los cambios de sus adoradores, cambiaban
de signo, perdiendo su identidad o sus atributos más importantes, y otros revelaban
aspectos ocultos en los que hasta ese momento nadie había reparado. Era probable
que muchas veces hayan huido aterrados, lo que hubiese sido casi deseable, porque
la indiferencia con la que abandonaban sus creyentes a la crueldad de sus verdugos,
era a decir verdad abominable. En otros casos, cuando los asesinos los invocaban
como pretexto para sus masacres, o bien los tergiversaban o bien los desenmascaraban:
no había otra explicación posible. Por otra parte, con cada serie que desaparecía
–tal tribu del Matto Grosso por ejemplo, en manos de los grandes propietarios–,
montones de dioses, que habían concebido, engendrado y organizado el universo para
ofrecérselo como regalo a los hombres, se borraban para siempre con el universo
que habían creado y con las criaturas que lo habitaban. Y si los sobrevivientes,
después de lo que le había sucedido a la inmensa mayoría de la serie a la que pertenecían,
seguían adorando a los dioses que habían permitido que tales cosas sucedieran, no
solamente profanaban la memoria de los que habían desaparecido, sino que se ridiculizaban
y, por esa misma razón, también volvían ridículos a sus dioses.
“¡Que no haya eternidad, y si hay,
que no haya, al menos, en ella, asociaciones!”, empezó a repetirse en secreto Goldstein,
en los primeros meses en los que esa asociación inconsciente y autónoma, cuya causa
precisa (el primer término de la asociación) no podía descubrir, se apoderaba de
él todas las mañanas, con el desayuno, y no lo abandonaba hasta que salía a la calle
y, mezclándose al tumulto del presente, se dejaba envolver por el rumor de las cosas.
La asociación mental como infierno: para Goldstein, en esos primeros meses, esa
expresión hubiese debido ser el título de un imprescindible tratado. Los cálculos
más absurdos agitaban sus pensamientos, y consideraba todos esos crímenes no desde
el punto de vista de la compasión o de la ética, sino en cuanto a la cantidad de
víctimas en relación con la extensión en el tiempo de las masacres, como si se tratara
de un problema de álgebra. Pero tantos meses, tantos años, duró esa posesión obstinada,
ese odioso teatro matinal, que se fue acostumbrando a su presencia, hasta gastar
la angustia que la acompañaba, y una buena mañana terminó por comprender, resignado:
“el primer término de la asociación es mi vida”. A la angustia de los primeros tiempos,
la suplantó una impresión extraña, que persiste todavía y cierra el episodio cada
mañana: la increíble sensación de estar vivo, ante el interminable desfile de fantasmas.
El hecho le parece improbable, ficticio, fragilísimo, y su precariedad misma hace
bailar, durante una fracción de segundo, al universo entero en el filo del abismo.
Los dos años que pasó en el campo
de concentración, si bien fueron en su momento una intolerable pesadilla, al poco
tiempo de salir, Goldstein, aunque parezca mentira, empezó a considerarlos como
un azar favorable en su vida. Su argumento es el siguiente: a los 21 años, tenía
una visión demasiado optimista del mundo. Si al final de la guerra se hubiese encontrado
sin esa experiencia, sus prejuicios optimistas hubiesen seguido distorsionando su
percepción de la realidad. El crimen, la tortura, las masacres, definían mejor a
la especie humana que el arte, la ciencia, las instituciones. Ante sus interlocutores
perplejos, Goldstein (que algunos consideraban un poco excéntrico en sus opiniones,
por no decir ligeramente chiflado) afirmaba que, en tanto que hombre, su cuerpo
y su mente habían sufrido en el campo de concentración pero que, en tanto que pensador,
esos dos años representaban para él su diploma “con felicitaciones del jurado” en
antropología.
Cuando termina el café y pliega el
diario, Goldstein deja sobre la mesa dinero suficiente para el desayuno y la propina,
y lanzando un “¡Hasta mañana!” afable y general, sale al sol de la esquina y al
estruendo de las dos avenidas que se cruzan: para los clientes de paso, que lo observan
con curiosidad fugaz, es un viejo limpio y jovial, bien conservado a pesar de los
años, representando probablemente menos de los que tiene, y a quien a juzgar por
su aire enérgico y satisfecho, no parece haberle ido tan mal en la vida.
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