Alejandro Estivill
Leva y Godan, los dos niños
sanos y poseedores de una belleza única y un apellido ingrato como lo era el de
“G-M”, sonrieron con una rápida brillantez y con gesto idéntico… Y eso que no eran
hermanos, al menos biológicamente. La satisfacción entró a sus cuerpos como una
droga proveniente de una jeringa imaginaria tan pronto sintieron entre sus dedos
el disco magnético del Ärgern que habían estado buscado. Su sonrisa era la misma
que tenían ante cada nuevo éxito y eso en ellos era cosa del diario, ya que fueron
destinados –diría que programados– para ser absolutamente eficaces en todo trabajo
que emprendían.
Ante un nuevo triunfo, siempre se tomaban un segundo
de pausa. Tan sólo eso. Respiraban al unísono con el suspiro de un catador de vino
viejo y se miraban para sonreír. Y así fue, desde que existieron. Por ejemplo, cuando
la victoria iluminó su rostro de niños porque resolvieron en tiempo récord el Wirc-R’s
Test (una vieja prueba de concentración y habilidades que desde entonces empezó
a desprestigiarse entre la comunidad pedagógica mundial). Lo mismo fue cuando los
reconocieron con un doctorado en física a la edad de siete u ocho años, o cuando
Leva, con algunas dudas que venían de su forma acelerada de hablar (detalles que
subsanó perfectamente Godan), presentó ante la Academia de Ciencias la demostración
de la imposibilidad de encontrar una fórmula matemática que determinara la certeza
de la Conjetura de Goldbach.
A ella no le dieron el premio ofrecido por resolver
semejante reto que le había impuesto a la humanidad un pensador del siglo XVIII.
Después de cuatro siglos de esfuerzos, Leva G-M, que no significaba más cosa que
“Genéticamente Modificada”, mostró y dejó bien claro y encuadrado con silogismos
irrefutables que se trataba de un problema sin solución, pero los jurados del premio
dijeron que eso no era resolver, sino afirmar que nadie jamás lo resolvería… que
no es lo mismo. Leva argumentó caballerosamente que con su presentación la inquietud
de Goldbach dejaba de ser conjetura y que suspender seriamente la posibilidad de
preguntarse sobre algo, sólo pude venir de sentirse satisfecho ante la inexistencia
de las opciones; ante la seguridad que predice un futuro cierto y dominado, lo que
es igual que una verdadera solución.
El doctor Casamanta, el creador, coincidía con Leva
y con Godan (quien era aún más atrevido a la hora de hablar del tema), pero no estaba
interesado en luchar mucho por semejantes malentendidos semánticos, menos con los
miembros de la Academia, con la que ya había tenido bastantes problemas personales
desde que él inició el proyecto del Ärgern. Además, Casamanta no podía hallarse
motivado a tal empresa cuando Leva y Godan, sus discípulos, no mostraban la más
mínima irritación por no recibir un premio económico. Creo que ni siquiera aspiraban
alcanzar el honor o el reconocimiento general por su hallazgo matemático. Eran felices
y extraordinariamente inteligentes, y eso bastaba: más aún, en lo profundo de su
corazón siempre habían concebido al doctor Casamanta, su maestro y creador, como
un genio lamentablemente inmerso en los vericuetos de la política y la vida común
que les era tan ajena. Eso no afectaba su relación con su maestro; les era muy comprensible
que él no hubiera permitido que dos muchachos, que ni siquiera eran humanos, fueran
los agraciados con la fama de resolver la Conjetura de Goldbach. Incluso Godan,
siempre más perspicaz para estas cosas, había creído que la solución al problema
matemático nunca había llegado a manos de los académicos y que la presentación había
sido una farsa. Seguramente –a su entender– Casamanta se había visto obligado a
llamar a un grupo de hombres con barba, tal vez a varios que ni hombres eran, y
los había sentado para llenar el auditorio donde Leva se la pasó durante media hora
haciendo números y ecuaciones lógicas en una pizarra.
La máxima conjetura del saber matemático había muerto,
y punto. Godan le platicaba a Leva que de seguro había sido un títere –enviado por
Casamanta– aquel hombre alto de la primera fila que escuchó la exposición; el que
dijo ser director del Postgrado en Minería de Datos, el que preguntó sobre la posibilidad
de incluir el teorema de Leva en un sistema HTRS de cómputo para “hacerle la prueba
del ácido”… Y ambos rieron muy satisfechos ante esa posibilidad; el doctor Casamanta,
al verlos reír y bromear así, habrá estado más alegre aún y se habrá estirado con
amplitud, alzando los brazos por arriba de la cabeza frente al monitor que le mostraba
a los dos niños tan contentos en el mismo momento en que enfrentaron el primer asunto
que podría entenderse como un contratiempo en su vida.
–¿Diríamos que el proyecto del Ärgern va por muy buen
camino, doctor? – le comentó su nervioso asistente ajustando los colores del televisor
que traía la imagen y el sonido de los dos pequeños genios.
–Tenía que funcionar –respondió el doctor– no por
algo me llamo Casamanta.
Y en aquel entonces, Leva y Godan, los dos muchachos
del ala oeste del alto complejo de laboratorios, que podían siempre trabajar y reír
juntos como ningún equipo humano lo había hecho antes, se volvieron a mirar con
esa sonrisa brillante que les venía después de un suspiro, y lo hicieron felices
de que el doctor Casamanta los estuviera observando. Pero aunque lo hicieron sin
mirar a la cámara que se escondía sobre el marco de la ventana, por primera vez
dieron una señal de que sabían, desde buen tiempo atrás, que a toda hora los científicos
del laboratorio los observaban.
Después de aquel día, pasarían algunas semanas hasta
que Leva y Godan se apoderaron del disco magnético del Ärgern y volvieron sobre
sus pasos cuidando cada detalle. Al salir de la oficina de Casamanta, Godan trepó
hacia las persianas hasta donde había llevado un cable que interfería con el sistema
central de seguridad que era independiente del resto de la red de cómputo. Su figura,
convertida en una sombra azulosa que se confundía con los juegos de luces de la
luna y las nubes, se dedicó a desconectar aquellos alambres, con lo que dejarían
de estar bloqueadas las cámaras internas que revisaban aburridamente varios guardias
y quizás el mismo doctor Casamanta, un hombre que casi no dormía.
Con el rostro apenas tocado por haces de estrellas,
Leva abrazaba contra su pecho el disco del Ärgern y esperaba las instrucciones de
Godan que siempre, desde muy niño, fue más hábil para las cosas prácticas, como
saltar sobre escritorios y mostradores, explorar los ductos del aire arrastrándose
convertido en una ágil lagartija, descolgarse por las ventanas, inventar aditamentos
sorprendentes que robaran las claves de acceso en las puertas o engañaran alarmas
y circuitos de video.
Y esta vez, Leva se dejó amarrar de nueva cuenta con
una confianza absoluta, una entrega que en toda la historia de la humanidad no hubiera
tenido ningún soldado por un compañero; algo que seguramente el doctor Casamanta
hubiera anotado gustosamente en su libreta de resultados del proyecto. Pero curiosamente
ahora ya no tendría tiempo para registrar la enorme confianza que se genera entre
dos niños a los que se les ha quitado el Ärgern de sus cromosomas. Ellos se descolgaron
con una velocidad sorprendente al costado de la estructura del edificio con varios
pisos de altura y llegaron de un tirón hasta donde las cuerdas, medidas con exactitud
milimétrica por el diestro de Godan, los detenían en su vuelo. Frente a ellos quedaba
la ventana de su habitación. El vidrio había sido quitado cuidadosamente y ambos
entraron sin un contratiempo y sin que nadie notara la travesura de esa noche.
Incluso cualquiera hubiera dicho que el robo del Ärgern
era resultado de la propia decisión del doctor Casamanta, quien se había empeñado
en que Leva y Godan tuvieran un espacio independiente en el que no serían vigilados.
Ellos lo aprovecharon para preparar el robo. Pero para Casamanta, la primera verdadera
dificultad del proyecto había surgido cuando los niños notaron que se les observaba
en todo momento y empezaron a cambiar sus conductas pensando en agradar a las cámaras
que los miraban. Hacía poco tiempo realmente que Casamanta se había presentado ante
ellos y les había informado sobre cada cámara en el complejo de laboratorios. Un
acto de confianza inédito entre un investigador y sus creaciones. También les había
hablado de las habitaciones donde no serían observados, una salita de estar y el
dormitorio, así como de los horarios en que el taller y las computadoras estarían
libres de vigilancia.
Ellos no parecían entender por qué Casamanta hacía
esas concesiones y les otorgaba ese libre albedrío. Ser vistos a cada instante no
les afectaba, como nada les había afectado hasta esa fecha. Nunca habían estado
molestos, nunca deprimidos y nunca tristes. ¿Por qué ahora habrían de estarlo? Tan
sólo el espigado asistente de Casamanta había mostrado desconfianza; por ello llevó
aparte a su jefe para preguntarle si les estaba diciendo toda la verdad a Leva y
Godan. Esperaba que tanta apertura ante dos chiquillos fuera un nuevo ardid del
director del proyecto.
–Por supuesto que les estoy diciendo toda la verdad
–le respondió el doctor dándose toda su importancia–, ¿acaso no has notado que a
estas criaturas no se les puede engañar?
Tal vez por esa actitud tan conciliadora, ahora Leva
podía sacar el disco del Ärgern de entre sus ropas cobijada por una noche espléndida
de brillos sagaces. Ella fue ágil hacia su computadora mientras Godan terminaba
de desenganchar las cuerdas y llevarlas al pequeño taller que el doctor Casamanta
les había arreglado para observar sus capacidades de inventar (las que por cierto
habían resultado enormes). Después, Godan miró su reloj de pulsera volteándolo hacia
su vista, porque aún le quedaba flojo por lo delgadas que suelen ser las muñecas
de los niños a esa edad.
–¡38 minutos! Te dije que lo haríamos en menos de
40 y lo logramos.
Leva no sonrió esta vez. No tenía realmente por qué,
si desde siempre estuvo segura de que las estrategias de trapecista y saltimbanqui
de Godan, preparadas para ascender y descender sobre un costado del gran complejo,
tenían que funcionar. En ella, el sentimiento de logro y su enorme satisfacción
se centraban en la lógica o en el puntual proceso reflexivo que realizó durante
algunas semanas hasta convencerse de que el Ärgern existía, que tendría que estar
guardado en un disco magnético y que alguien como el doctor Casamanta seguramente
conservaría una copia personal, sabedor del infinito valor que contenía. Con su
mente analítica, más clara que un bisturí para quitar todo elemento externo a la
deducción, encontró respuesta a su inquietud y se convenció de que aquel disco duplicado
estaría oculto en algún recoveco del estudio de Casamanta, y gracias a esas conclusiones
es que ellos pudieron robar el disco.
Leva aseguró a Godan que podían hacerse del Ärgern
porque tenía que existir una copia en el estudio, tres pisos sobre sus cabezas.
Ciertamente estaría metido en el grueso tomo de La Guerra y La Paz de Tolstoi,
que Casamanta atesoraba con tanto cariño y casi podía garantizar que lo hallarían
en el libro XIII, capítulo XII, cuando Pierre, el protagonista, es capturado por
los franceses y, privado de todo, abandona sus viejos pensamiento de odio por Napoleón
para elegir la fuerza de la simpleza:
“La ausencia de sufrimiento, la satisfacción de las
necesidades y la subsiguiente libertad para elegir la propia ocupación, es decir,
el modo de vida, comenzó ahora a parecerle a Pierre indudablemente la más alta felicidad
del hombre”.
El doctor Casamanta no encontró a los niños jugando
con el Ärgern hasta ya muy entrada la noche del siguiente día. Durante horas no
sospechó que ellos se habían apoderado de ese disco, curiosamente el único pedazo
de información genética que faltaba en cada una de sus células. Pero aunque parecía
tener muy escaso tiempo, Leva lo había decodificado hábilmente y se había lanzado
a la nueva aventura de conocer las reacciones bioquímicas que encerraba su efecto
en la vida. Algo que no podía sentir en carne propia. Cuando amanecía, sus ojos
trabajaban absortos siguiendo algunas figuras en el monitor de su computadora. Fue
entonces cuando sonrió con esa brillantez única y llamó a Godan, que desayunaba
tras su mesa de trabajo al tiempo que se entretenía en ajustar los contactos de
un extraño aparato.
–¿Crees que podríamos entrar al laboratorio de biotecnología
hoy por la noche? –preguntó Leva sin pestañar.
–¿Para qué? –preguntó retóricamente Godan mostrando
la misma confianza infinita por el trabajo de su compañera frente al teclado, pero
con la actitud de desdén que le daba morder y saborear lentamente una manzana.
–Para esto –respondió Leva y señaló el monitor donde
danzaban extrañamente varias figuras de colores formando una estructura coralina.
–Con que ése es el famoso Ärgern –alcanzó a murmurar
Godan frotándose una mejilla.
El niño se tomó un tiempo para entender lo que Leva
proponía. Finalmente argumentó:
–¿Tienes ganas de conocer a alguien que tenga el Ärgern?
No le veo sentido. Todos ellos, los hombres, los de afuera, viven con él. Hasta
Casamanta lo tiene y parecen tan inferiores.
–Sí, pero ¿no te da curiosidad sentirlo en tu propio
cuerpo, aunque sea por un instante?
Godan comenzó a trabajar de inmediato sin esperar
mayor explicación. Acomodó cuerdas y poleas sobre su mesa y de nueva cuenta hizo
los cálculos necesarios para que los frágiles y livianos cuerpos de dos niños pudieran
trepar por el costado del edificio hasta el laboratorio de biotecnología donde estaba
el proyector de moléculas y la tina que había diseñado el doctor Casamanta. Su confianza
de comandos con alta preparación resurgió, y ambos escalaron varios pisos con una
ligereza que cualquiera hubiera pensado inmejorable; y eso que sus mentes estaban
casi desde un principio concentradas alrededor del proyector de moléculas donde
podrían insertar el disco del Ärgern para llenar sus cuerpos de esa nueva experiencia.
–El Ärgern no es un color que puedas mirar –afirmó
Leva con un dejo poético entre sus labios cuando entraron al laboratorio para empezar
la tarea de ajustar el proyector–; no es medicina; no se aplica; no se concibe ni
siquiera como un placer o un dolor en tu piel. Es algo más, simplemente la oportunidad
que se da la vida para llorar y pensar que tal vez pudiera dejar de existir. Algo
que no conocemos.
Y cuando así lo dijo, curiosamente Godan tuvo un accidente
con una de las pinzas que usaba para ajustar los cables por debajo del mostrador.
Apretó aquella herramienta sin haberse apoyado bien y el hierro le mascó la piel.
–Qué tontería ¿no? –continuó Leva– Que una célula,
cualquier célula, sufra con la posibilidad de no existir. La muerte, lo llaman.
Pero Godan no la escuchó acomodándose la piel herida.
No se quejó… nunca lo había hecho; pero esta vez tampoco quitó la mano con rapidez
como los reflejos agudos y perfectos de sus nervios lo hubieran ordenado. Ante las
gotas de sangre que se formaba trasminando los tejidos de su herida, Godan reflexionó
unos segundos pensando en un futuro novedoso y atrayente.
Tal vez el doctor Casamanta, el creador, hubiera soñado
con registrar dentro de sus expedientes del proyecto la imagen de Godan admirando
su herida, porque era algo notable: un muchacho ahí agachado tras el sofisticado
complejo de artefactos de alta tecnología, en cuclillas como un chimpancé que analiza
por primera vez un espejo o una joya dejada por la hija de un cazador de la ya inimaginable
epopeya africana.
Pero no hubo por qué preocuparse: los cables quedaron
conectados como siempre. Godan no se permitiría una falla mecánica en sus invenciones,
ni siquiera atrapado por un sorpresivo sentimiento que tal vez nunca antes había
tenido. Leva reinició la computadora que controlaba el proyector de partículas e
insertó el disco del Ärgern que, siendo como él decía “esa secuencia tan sencilla
y mínima, después de todo”, “ese gen mínimo que hay en toda célula para que acepte
dejar su lugar a otra nueva”, no tardó en grabarse y programar un lanzamiento de
partículas exacto hacia la tina.
–¿Qué pondremos primero? ¿Nos metemos enteros o una
parte del cuerpo? –preguntó Godan todavía relamiéndose la palma de la mano tan llena
de un sabor animal a sangre que, sin saber por qué, le encantaba.
–¿Qué tal tu mano herida? –dijo como un disparo la
pequeña Leva que en eso de la perspicacia no tenía límites, y Godan volvió a recibir
ese golpe infinito de confianza que le irradiaba todo el cuerpo cuando escuchaba
las frases cortas de su amiga.
La mano de Godan entró a la tina y con ella el niño,
arremangándose la sudadera oscura que le cubría desde lo alto del cuello hasta las
muñecas. Se colocó quieto en aquella área tan distinguida por las luces entrecruzadas
del cuarto y que el doctor Casamanta había diseñado como el proscenio de un teatro.
Todos la llamaban la tina, aunque no era más que un espacio delimitado por campos
virtuales que hacían suponer los cortinajes invisibles de una bañera, capaces de
detener un rocío de lluvia igualmente imaginario. Al fondo, la tina contaba con
un mapa cuadriculado que la computadora podía leer con certeza. Entre los puntos
más extremos de la derecha, quedó resguardada la mano de Godan, y, desde el monitor,
Leva pudo distinguirla y encuadrarla para iniciar un bombardeo de partículas programadas
con el modelo del Ärgern.
Godan tardó en entender lo que pasaba. No habló durante
el ensayo ni algunos minutos después de ello. Estaba pensativo como nunca. Con un
rostro de profeta sorprendido por alguna revelación. Más tarde sintió un pequeño
dolor por primera vez; no aquel dolor físico que conocía y entendía después de un
golpe o una herida, sino algo profundo que recorría líneas de conexión internas
en su carne y que terminaba por hablarle desde el pecho.
Leva se mostraba entusiasmada:
–¿Qué se siente? –preguntó.
–¿Irradiaste sólo mi mano?
–Sí, ¿acaso lo dudas? –preguntó de manera extraña
Leva, con un sentido inédito en su voz.
–No. No –dijo Godan–. Es que la mano la siento igual
que antes, pero acá en el estómago… Hay algo.
–Pero dime ¿qué se siente?
–Delicioso– concluyó el niño dejando caer la mano
que mostraba una cicatriz nueva; sangre coagulada más rápido que lo que jamás hubiera
visto Godan en cualquier herida de su cuerpo.
Para cuando el doctor Casamanta comenzó a sospechar
algo debido a un extraño nerviosismo que atacó su ya muy aceptado y común insomnio,
Leva había programado el disparador para modificar un cuerpo completo y daba instrucciones
a Godan para que manejara el proyector. Ella quería meterse a la tina y sentir sus
tejidos imbuidos del Ärgern. Aunque lleno de sospechas, el doctor no pensó en hacerse
de guardias para visitar el laboratorio de biotecnología. Sólo recorrió los pasillos
atraído por algo que era igual angustia que el viejo y científico deseo de poseer
un dato más sobre su tan sonado experimento.
Al abrir la puerta descubrió que Leva estaba ya desnuda,
encaramada con su pequeño tamaño dentro de la tina con la espalda apoyada firmemente
contra la cuadrícula del fondo. Era lo inmóvil y lo sereno, como esencias en un
retrato imperecedero. Godan manejaba el teclado y se disponía a irradiarlo.
–¡Detente, Godan! –alcanzó a gritar el doctor Casamanta–.
¡No tenemos control sobre eso! ¡No sabemos que pueda pasar!
El niño, siempre tan ágil y deportista, dueño de unos
reflejos incomparables, que todos en el laboratorio habían distinguido como el primer
efecto maravilloso de un embrión humano al que se le ha extraído el Ärgern, se llenó
de dudas… Las dudas que alguna vez pudo tener un esquizofrénico. Su cuerpo entero
reaccionó a las órdenes de Casamanta: con suma facilidad se retiró de la computadora,
pero al mismo tiempo giró sin sentido un cuarto de vuelta sobre su silla para quedar
de frente a su aterrado maestro, porque su mano derecha se había anclado atrapando
todavía los botones de la computadora.
–¡Detente, Godan! Tenemos que ayudarla –le repitió,
pero por más intentos que hizo el resto de su cuerpo, la mano dudó, se aletargó
por unos segundos y terminó decidida y traviesa apretando el botón que instruía
a todo el sistema a irradiar el cuerpo entero de Leva.
Casamanta observó la escena como un juez ante la ejecución
de una sentencia de muerte. Los pocos segundos de la irradiación no fueron tiempo
para que intentara ningún acto heroico. En su cabeza sólo se estacionaba obsesivamente
el convencimiento de que el proyecto del Ärgern estaba en peligro. Uno de los niños
a los que les había modificado la información genética de sus células, gracias el
más maravilloso hallazgo de la geometría cromosomática, estaba a punto de perderse.
Intentó imaginar alternativas, desde la llegada milagrosa de los guardias del laboratorio
que estarían dispuestos a lanzarse contra Godan y detener el rayo, hasta la posibilidad
de apuntar en su libreta el significado de que una niña desposeída de los genes
del Ärgern los pudiera recuperar en la primera adolescencia.
Imaginó el dolor en Leva, un sentimiento por igual
abrumador que imprevisto para los años de su corta edad. Lo sintió como si fuera
perder una hija. Palpó su propio cuerpo angustiado como un padre que arruga piel,
músculos y huesos cuando ve a un chiquillo saltar desde un trampolín demasiado alto.
Y por igual, alejando su mente de las emociones directas y reafirmando su calidad
de hombre de ciencia, recordó instantáneamente los momentos tan difíciles en que
presionó a los miembros de la Academia de Ciencias para que aceptaran su proyecto.
–El Ärgern es el único punto del genoma humano que
a la fecha está definido por su función emotiva –les había dicho al concluir la
presentación más comentada de la década–. En él radica la posibilidad de que una
célula sienta la adversidad: por igual en una célula de la piel que envejece que
en una neurona del cerebro. Sin el Ärgern, no hay espacio para la contrariedad,
no hay tristeza, no hay depresión. Se cierran los ojos y los caminos al dolor y
a la angustia. Sólo queda caminar por la alegría, el éxito y la satisfacción. Señoras
y señores: en la posibilidad de aislar el grupo de proteínas que forman esa secuencia
tan sencilla y mínima que he llamado Ärgern, radica un horizonte infinito de oportunidad
para el hombre. Tal vez su inmortalidad. Por eso es que pido su apoyo para continuar
y reconocer el efecto en dos embriones humanos que mantendremos aislados en este
laboratorio hasta conocer los resultados de tan importante proyecto.
Pero en el fondo de la mente de Casamanta, ahí donde
chocaba la decepción del padre intelectual de dos insólitas creaciones, con la preocupación
del científico que enfrenta un problema por igual imponderable e irresoluble, se
enraizaba una pregunta tan elemental como “¿por qué?” Los ratones que habían sido
irradiados para que sus células carecieran del gene Ärgern no se habían devorado
los unos a los otros, nunca se habían atacado. Habían comido mejor que cualquiera,
habían incluso compartido tareas tolerándose y apoyándose y, finalmente, habían
multiplicado su tiempo de vida sin poder envejecer. Por ello, el doctor Casamanta,
en esos segundos de espera, no podía soportar ver a Godan destruyendo la fortaleza
intelectual de Leva, y entre todos sus sentimientos, la incomprensión lo angustiaba
enormemente.
Cuando la irradiación terminó, quedaba la esperanza
de que Leva no hubiera sentido efecto alguno: tal vez el disco robado por los niños
no fuera el correcto y no contuviera la secuencia del Ärgern sino otra, no perniciosa,
para el cuerpo de ella o al menos para el proyecto… O tal vez, soñaba Casamanta,
la irradiación del Ärgern se hubiera realizado a un lugar equivocado y no a la cuarta
estancia del cromosoma 25, con lo que el efecto no significaría acabar con las posibilidades
de un cuerpo destinado a vivir en el triunfo por toda la eternidad. Quizá, más maravilloso
aún, una célula desarrollada sin esa diminuta pero importantísima información genética
se tornaría incapaz de recibirla de nuevo en su seno. Así que posiblemente Leva
rechazaría el Ärgern envalentonada por la posibilidad de escapar de un estado inferior,
el único donde hay cabida para la angustia, la tristeza, la degradación y el temor.
Leva reaccionó. Miró en torno suyo con una mueca que
sus músculos faciales nunca habían formado. Comenzó a taparse el cuerpo a manotazos
por algún impulso, que más que venir de la vergüenza buscaba entender quién era
ella misma.
Gritó. Gritó como un animal en el matadero y su sonido
agudo, consumido en el aire del laboratorio impresionó por igual a Godan que al
doctor Casamanta. Y él, como un padre dolido, corrió para hacer sonar la alarma
mostrando por primera vez en todos esos años del proyecto, que enfrentaba una situación
para la cual no estaba preparado. Necesitaba entonces la presencia y brutalidad
de los guardias, la fuerza que tenía a su alcance en el laboratorio, pero que siempre
despreció escudado en la idea de una racionalidad invencible.
Los hombres armados de escudos plásticos y pistolas
de gases no tardaron en llegar en medio del sonido siniestro y penetrante de la
alarma. Pero eso no importa. Ni siquiera tuvieron que recibir una instrucción de
Casamanta. Leva ya le hacía señas a Godan para que la ayudara. En medio de la enorme
angustia que sentía, encuclillada dentro de la tina y tapándose en fases el rostro,
el pecho o los pies desnudos, rogaba a Godan por una salvación.
–¡Sácame de aquí! –le murmuró cuando su amigo, lleno
de incomprensión se acercó para admirar su nuevo estado.
La confianza entre ellos no había muerto. Godan escuchó
la señal de la niña más inteligente y segura que había en su reducido mundo y se
dispuso a cumplirla con todas sus habilidades. La cargó con la experiencia de un
bombero viejo: pasos contados y precisos que no hubieran dado tiempo a un solo guardia
para que actuara. Corrió a la ventana y brincó como una aguja certera.
Casamanta corrió tras él. En su paso alcanzó involuntariamente
a echar un vistazo a la pantalla del monitor donde se mostraba una molécula sencilla
y mínima que giraba para su comprensión, formando una especie de cordillera de cinco
o seis montes agudos, donde destacaba la diferenciación del espectro de colores
y los entretejidos de líneas simbolizando ligaduras y dobles ligaduras. Todo esto
lo vio el doctor, rápida y claramente, en su trayecto hacia la ventana.
Sí, era el Ärgern.
En el tenue destello de la noche apenas se alumbraba
el rostro de Godan colgado de una cuerda que tenía colocada para escapar. Sostenía
a Leva todavía sobre su hombro y mostraba esa sonrisa de los niños del proyecto
que siempre tuvieron cuando hacían algo bien. Sin embargo, parecía querer despedirse
del doctor Casamanta, tal vez porque no había entendido bien la última orden de
Leva, que le parecía confusa y chocante con la de su mentor.
De todas formas sonrió porque se comprobaba lo ágil
que era. Su mano se había prendado con fuerza de la cuerda y nadie dudaba de que
era capaz de bajar balanceándose con tan endeble soporte. Pero Godan miró una última
vez al doctor Casamanta y a los guardias que lo acompañaban. Luego observó su mano
y, sin entender por qué, sintió cómo se soltaba. Ella lo traicionaba y en la caída
siguió cuestionando su mano infiel a un lado y, al otro, el cuerpo aterrado de Leva.
Casamanta supo bien que Godan no había comprendido
nada, que había volado en el espacio cargando el cuerpo desnudo de su amiga y mirando
su mano derrotada, hasta que estalló contra el suelo varios pisos abajo. Los dos
niños del proyecto se reventaron como cualquier otro ser humano que cae desde varios
pisos de altura sobra el cemento liso. Y con el escándalo, la idea de trabajar con
el Ärgern, como el único gene directamente relacionado con la emotividad negativa
del hombre, se vieron suspendidas. Pero al igual que su creación desaparecida aquella
noche en el abismo de una ventana, el doctor Casamanta no iba a entender nunca que,
de no ser por la mano de hombre de Godan, aquel niño se hubiera escapado y seguido
con esa vida eterna de éxitos y triunfos que ya se le había vuelto una costumbre.
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