Ignacio Aldecoa
Treviño limita: al
Norte, con el asfalto, la erre y la zeta; al Sur, con el verano, los tiros
sueltos de las escopetas y las canciones obscenas; al Este, con el rumor azul
de las esquilas y un sol taladrado de cuervos; al Oeste, con la primera manzana
amarga y el primer sapito de San Juan.
Entre
estos cuatro límites de cuento pequeño, vivió La Brígida. Vivió mendicando
patatas, rastrojeando el campo y durmiendo bajo el patronazgo de la zagalada.
La Brígida, en tanto fue carne mortal, llevaba los años como los piojos, con
desparpajo y sin trascendencia. Siempre fue pobre y nunca honrada, por lo que
le tocaba andar, ahora, de alma en pena. Fue fea sin consolación y amargaba su
charla como los arañes verdes. Se rio de su sombra; ignoró su nacimiento; se
bachilleró en leyes de tanto pisar el Juzgado, y se le concedió título por la
mismísima razón. De joven estuvo con los gitanos y luego de querindonga de un
maese Guasón, que le pegaba para divertirse contándole los cardenales.
Por
tierras del Condado, andaba desde la primavera, el fantasma de La Brígida que
murió ahogada en un nacho, breve de caudal y fangoso de fondo.
El
fantasma de La Brígida iba por la carretera apoyándose en un báculo de
avellano, con un zurrón al hombro corcovado, negro, misterioso y sucio. Andaba
despacio, balbuceando los pasos. La carretera se mareaba sin un árbol. Un
gavilán volaba alto. En la lontananza, la fila larga y geométrica de los chopos
daba a entender el río.
La
fantasma se paró, columbrando el pueblo, puro resplandor. Después, terca de
paso, echó a andar, con algo de pajarraco, con algo, al mismo tiempo, de
quemado muñón de árbol. A la entrada del pueblo un perro ladró alto, una
gallina coja, cacareante y aspaventera, le mostró su miedo, y desapareció
ratonil entre la paja del primer portegado, un chavalillo greñudo y feo.
Primero,
tímidamente el vecindario, a los pocos momentos, ternes que ternes, y al cabo
de unos minutos, peligrosos, rodearon al fantasma, con ánimo más que de
espantarlo como ave de rapiña o fiera de contrición, de comérselo a gritos y a
puñados.
Rebotó
al escándalo, desde su siesta en la casa-cuartel, un guardia desabrochado y con
aspecto de hombre al que van a fusilar. Se abrió paso a la autoridad, y la
autoridad que conoció a la célebre Brígida se topó delante del numeroso
concurso con su fantasma. El numeroso concurso atisbaba el primer gesto del
civil y, como siempre, salió defraudado, porque ni se inmutó, ni se carenó de
terrores, ni dio el espectáculo que se esperaba. El de la Benemérita se numeró
en interrogador.
–¿Tú,
por aquí? Pero, ¡si decían que habías muerto!
Un
campesino le siguió tibio.
–Enterráronte
no hace todavía dos meses en Ascarza, según contaron.
Y
otro campesino, descendiente, sin duda, de alguno de los que hicieron la
campaña de América con Cortés:
–Yo
te vi con mis propios ojos, muerta en el cuérnago.
El
fantasma callaba. Los vecinos comenzaron a tomar confianza; cosa muy razonable
porque un fantasma acorralado y un escorpión sobre una mesa, impulsaban más al
juego que al temor; más, también, a la crueldad inútil que a una austera
ejecución. Los vecinos se recreaban preguntándole, aunque no obtenían respuesta
alguna.
–¿Tanto
has pecado para andar de ese modo?
Y
alguno más incisivo, le decía:
–Dinos
la verdad: ¿estiraste el zancajo o tomaste distancia y te confundieron?
–Yo
te vi con mis propios ojos, muerta en el cuérnago –repetía el campesino,
testigo y fiscal.
–Anda,
Brígida, explícanos esta molienda –interrumpió la autoridad.
Se
hizo un silencio diáfano; el piar de un pajarillo chocó contra él y, como si
fuera un muelle brincador, se dimensionó de eco hacia la tejavana de donde
había brotado. Los campesinos abrían unos ojos tremendos de responsabilidad. Un
moscardón despeñaba, entre las boinas y los pañolones, su tronada diminuta. La
cuchilla de afeitar del cantar de un gallo cortó el tímpano de la masa,
volviendo a aquella gente a una espera reposada y contemplativa.
El
campesino que la vio muerta muleteaba con su frase para que entrara. El guardia
observó con el rabillo tunante de su ojo derecho, acostumbrado a coger
puntería, que el párroco se acercaba con rapidez desde la iglesia.
Apresuró
el interrogatorio:
–Bueno,
dinos de una vez, si sabes hablar, lo que ha pasado, que no estamos para ir de
pesca.
Nada
había ya que perturbara una imponente calma que el fantasma había adquirido en
el entretanto.
El
párroco entró por el grupo con prisa; los aldeanos se apartaban
respetuosamente. Se acercó al guardia, interrogándole con la mirada. El guardia
se explicó:
–Es
La Brígida, señor cura, la que cuentan que murió y fue enterrada en Ascarza…
–Hum,
hum…
–Aquí
hay uno que la vio muerta en el cauce, y otro que está enterado de cuándo la
enterraron.
El
párroco se revolvió hacia el que le señalaron.
–La
Brígida murió, y esta pobre mujer no sé quién será, pero no es ella. Mejor
harías en ir más por la iglesia y en dejarte de fantasmas y estupideces. Cuando
se os mete una cosa entre ceja y ceja lo resolvéis todo con una patochada.
El
fantasma alzaba la cabeza para que bien la vieran.
–¿Vienes
de La Rioja? –preguntó el párroco.
El
fantasma negó con la cabeza y a renglón barbotó una serie de sonidos
incoherentes.
–¿De
Álava?
Nuevo
cabeceo negativo.
–¿Tú
conociste a La Brígida?
Asintió
y al mismo tiempo mostraba las dos manos, uniéndolas y separándolas,
gesticulando y balbuceando. En aquel lenguaje oral los sonidos eran a las
palabras lo que en el lenguaje escrito pueden ser los palotes a una correcta
caligrafía.
–¿Tenías
algo que ver con ella?
Nuevo
asentimiento de cabeza y nuevos sonidos y gestos misteriosos.
Un
carro tirado por bueyes se acercaba cansino; el mozo conductor iba delante, la
vara sobre el hombro, la boina ladeada, mascando un yerbajo y con una colilla
pegada al labio inferior; de vez en vez, repetía las palabras rituales de la
marcha: aidá, aidá, pinchando en los lomos de la pareja. Cuando la fantasma lo
vio, se fue abriendo paso tirando de la sotana del cura, y lo llevó hasta la
altura del carro. Señaló los bueyes, rojos los dos, al parecer iguales, mostró
de nuevo sus manos, y emitió un sonido que, de no estar en el ajo, era
imposible traducir por hermana.
El
Espíritu Santo descendió sobre la aldea.
El
sacerdote, mirándole fijamente, le dijo:
–¿Hermanas
gemelas?
Movió
la cabeza el fantasma y afirmó en su lenguaje párvulo:
–¡EEE
MMEEE LLLAAA!
Eran
las cinco de la tarde y el ganado salía a la aguada.
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