Arturo Uslar Pietri
–¡Guá! Ese como que es
José Gabino –dijeron las gentes al mirarlo en el recodo.
–Sí,
es. Mírenle el sombrero. Mírenle el modo de andar.
José
Gabino, con su sombrero negro, polvoriento y deshecho, con su nariz roja, con
el lío de trapos atado al palo sobre el hombro, oyó las voces que lo
alcanzaban. No volvió la cabeza.
Estaba
esperando el grito de algún muchacho. Algún muchacho vendría con ellos y
gritaría:
–¡José
Gabino, ladrón de camino!
Estaba
como encogido, esperando. Pero no se oyó el grito. Las voces y las gentes lo
alcanzaron en el recodo.
–Buen
día, José Gabino.
–Buen
día.
–Buen
día, José Gabino.
Era
un viejo de bigotes con dos mozos. Llevaban alpargatas nuevas y mudas de ropa
planchada que brillaban al sol. Ya lo pasaban. El viejo llevaba en el brazo un
saco de tela abultado en el fondo. José Gabino lo vio y se le animaron los
ojos.
–¿Para
dónde llevan ese gallo?
Alejándose
le contestaron:
–Para
la fiesta del Garabital. Tenemos una pelea casada con veinte pesos.
José
Gabino sonrió con sus dientes desportillados y oscuros. Los tres hombres
adelantaban por el camino. El camino faldeaba unos cerros de yerba sin árboles.
Allá detrás del cerro, junto a los cañaverales del río, estaba Garabital. No se
veía. Se veían los cerros y el cañaveral del río que ondulaba por en medio de
los potreros y de los tablones de caña de azúcar.
–Algún
pataruco llevan en la busaca. Gallo fino no será.
En
su soliloquio avanzaba lentamente por el camino.
“Yo
sí sé de gallos finos. Yo sí sé cómo se coge un pollo. Cómo se enraza. Cómo se
cría. Cómo se tusa. Mi compadre Nicanor, con aquella mano que tenía para los
gallos, me lo decía: compadre, mire, si usted se pusiera a criar gallos le
quitaba el copete a todo el mundo. Es que usted, compadre, sabe coger un pollo.
Eso se conoce hasta en el modo de ver. En el modo de meter la mano para agarrar
un gallo. Ellos mismos saben. Cuando la mano se le acomoda bien por delante
entre el buche y las patas, se aflojan tranquilos en la palma. Así los agarraba
yo”.
Levantaba
la mano vacía en el aire como soportando el peso de un gallo y miraba hacia
ella con los ojos entornados. Por entre los dedos entreabiertos miraba el
camino desnudo. Ya los hombres habían desaparecido tras el recodo.
Bajó
la mano con desgana. Cerca del camino se alzaba una casa de teja y de corredor.
José Gabino, que se había detenido a contemplarla, se fue acercando.
–Algo
se puede conseguir aquí. Quién quita. Como que no hay nadie.
No
se veía a nadie. La puerta que daba al corredor estaba cerrada. Un perro,
echado junto a uno de los horcones del corredor, alzó la cabeza soñolienta y
gruñó. José Gabino se detuvo. Bajó con disimulo el palo que llevaba terciado a
la espalda. Tomó el lío de trapos en la mano izquierda y con la derecha empuñó
el palo con fuerza. El perro lo miraba sin moverse.
–Buen
día –dijo con voz ronca.
Esperó
un rato, sin oír respuesta.
–Buen
día –volvió a clamar con voz más alta.
Ningún
ruido, ninguna voz, ninguna señal de movimiento venía de la casa. Los ojos de
José Gabino se iluminaron, Miró al perro con cautela. Permanecía tranquilo
viéndolo. Pensó un momento y luego, sin quitar la vista del perro, fue rodeando
lentamente hacia la parte posterior de la casa. La lisa tapia desnuda terminaba
atrás en una cerca de bambúes rota a trechos. Había árboles copudos, arbustos,
yerbas, piedras. José Gabino miraba por sobre la cerca. Sobre unas piedras
había ropa tendida. Cerca de las piedras había una estaca. Atado a la estaca
por una cuerda estaba un gallo. Era negro con brillos dorados y manchas
blancas. La roja y descrestada cabeza picoteaba en el suelo. Desplumados tenía
el lomo y los muslos. Dos largas, finas y curvas espuelas oscuras le
sobresalían de las patas amarillas.
–Bonito
el giro –dijo.
Tragó
saliva y miró a todos lados recelosamente.
“Mírele
el corte del pico y la manera de poner la cabeza. Seguro por el pico y ligero
por la espuela. Se parece a aquel pollo del general Portañuelo que siempre
ganaba con un golpe de zorro. A los primeros barajos se aseguraba y mandaba las
espuelas para el gañote. Y ahí mismo estaba el otro gallo tendido en el suelo y
con ese chillido”.
Se
había ido acercando. El gallo, erguido, lo miraba inquieto. Movía la cabeza
roja con rápidos movimientos cortos. Se había ido agachando junto a él.
Chasqueando la lengua hacía un ruido monótono mientras extendía la mano. El
gallo cloqueó asustado cuando lo alzó en la palma. Se incorporó con él y lo
puso a la altura de su cabeza. El sol le brillaba en las plumas metálicas. Con
su grueso pulgar sucio y cuarteado le fue tanteando las espuelas y el pico.
–Así
se coge un pollo. ¡Ah, buen gallero hubiera sido yo!
Detrás
del sombrero negro y la nariz roja, los ojos turbios sonreían.
“Tú,
lo que quieres, José Gabino, es comerte el gallo. Irlo a desplumar a la orilla
del río. Ponerlo a asar en un palo sobre unas rajas de leña. Para ponerte ese
hocico lustroso de comer fino. Y después acostarte en la arena, debajo de las
cañas bravas, boca arriba a dormir. Eso es lo que tú quieres, José Gabino”.
Sonreía
y miraba al gallo alzado en su palma y deslumbrante de color y de sol. Se pasó
la lengua por los labios resecos y por los pelos ralos de la barba. Escupió.
Volvió a ver con recelo a su alrededor. Nadie había. Todo estaba quieto.
Metió
el gallo con cuidado en el lío de trapos. Lo tomó con la mano izquierda. Salió
cautelosamente por el boquete de la cerca. Con lentitud pasó junto al corredor.
Llevaba el palo apretado en la mano. Allí estaba el perro echado junto al
horcón. Gruñó de nuevo al verlo, pero sin moverse.
Se
apresuró a salir al camino. Dos hombres llegaban en ese momento.
–¡Ah,
malhaya! Ya me vieron. A lo mejor son de la casa. Estás de mala, José Gabino;
no te van a dejar comerte el gallo con tranquilidad.
Miró
hacia los cercanos cañaverales del río con angustia. En la mano le pesaba
sólidamente el lío.
–Buen
día.
Eran
dos campesinos. Sombreros de cogollo, blusas de liencillo rayado, uno con
alpargatas y otro sin ellas.
Ninguno
lo nombró. Era un alivio. Él les miró con disimulo las caras desconocidas.
Cobrizas, lampiñas, chatas.
“Raro
que no me conozcan. No son de aquí”.
–Buen
día –contestó entonces con desgano.
Uno
de los hombres llevaba una abultada mochila de gallero. José Gabino la vio al
momento.
El
hombre a su vez le miraba el lío de trapos con insistencia.
–Vamos
para la fiesta de Chiribital. Con este pollo para jugarlo, que no es ni malo.
–Ajá.
¿Y no son de por aquí? –dijo José Gabino para salir del paso.
Lo
que quería era que se acabaran de ir.
“Cuándo
se acabarán de ir, ño entrépitos. Para yo bajarme a la costa del río a comerme
mi almuerzo completo”.
–No.
Somos del otro lado. Hemos venido para la fiesta. ¿Y usted, cómo que lleva
también un gallo?
El
hombre señalaba con la mano el lío colgante.
José
Gabino tosió, escupió y tartamudeó un poco.
–Este.
No. Pues, sí. Es un pollito que está encañonando. No es como para pelearlo en
la fiesta.
Los
hombres se habían detenido.
–¿Ustedes
sí deben tener un gallo fino?
Sin
hacerse rogar, el que llevaba la mochila la abrió y asomó por la boca un pollo
rechoncho, de mala figura, aunque tusado como gallo de pelea.
“¡Ah,
gente cuando era mundo! –pensaba José Gabino mirándolo–. A cualquier cosa
llaman un gallo. Eso lo que parece es un pato lagunero. Si yo les enseñara este
gallo, ¡qué cara pondrían! ¡Cómo se les pondrían los ojos! Pero si les enseño
se van a achantar a conversar y no me van a dejar irme para el río. Ya debería
estar prendiendo la candela”.
–Está
bueno el pollo. Se ve que es nuevo. Ojalá casen una buena pelea. Yo…
“Mejor
es que no se lo enseñes, José Gabino, porque te vas a enredar. Pero cómo
pondrían la cara los pobrecitos si vieran ese gallo”.
–Yo,
lo que pasa, es que… no voy hace tiempo a la gallera. Siempre crío mis pollos.
Pero por no dejar. Éste…
“Ya
lo vas a enseñar, José Gabino, ya no aguantas las ganas”.
–Éste,
por ejemplo.
Había
sacado en la mano el gallo al sol. Se encendieron sus colores en la luz.
Los
dos campesinos lo miraron arrobados.
–Cosa
linda, sí señor.
–¿Y
usted con ese gallo no va a la fiesta? Si nosotros con este triste pollo nos
hemos echado esta caminata.
José
Gabino empezó a reír complacido. Con su rugosa mano peinaba las plumas del
gallo. Se pavoneaba. Cogió tierra con los dedos y le limpió el pico con gestos
precisos.
–¿Quién
sabe? Ya no tengo gusto en las peleas. Ya no se ven buenos gallos. Las buenas
cuerdas se han ido acabando. Los buenos galleros ya no se encuentran. Una pila
de lambucios, mejorando lo presente, que no saben distinguir una gallineta de
un pollo fino es lo que van ahora a esas fiestas del pueblo. No es como antes.
¡Qué va!
Se
había ido animando y encendiendo. Los dos hombres le oían embobados.
–Este
gallo no es nada. Vieran ustedes lo que yo llamo un gallo. Este pollón lo
recogí esta mañana para llevárselo a una comadre para sus gallinas. Yo no me
extraño de que sirva para pelearlo en el pueblo. Con los patarucos que llevan
ahora. Pero esto para mí no es gallo.
Había
vuelto a meter el ave dentro del lío. Había empezado a caminar con los dos
campesinos. Ya no pensaba en otra cosa sino en lo que iba diciendo.
–Y
eso se los digo porque yo sí sé de gallos. ¿Ustedes saben quién soy yo?…
Los
hombres lo oían suspensos sin decir palabra.
–¿Quién
soy yo…?
¿Quién
iba a decir que era? José Gabino le daba vueltas en la cabeza a los nombres de
galleros que había oído nombrar o que había conocido. Nombres. Rostros de
hombres de blusa. Gallos atados a estacas. Gallos bajo jaulas de madera. Olor
de gallinero.
–Yo
soy… yo fui… el gallero del general Portañuelo. ¿No lo ha oído mentar? ¡Esa sí
era una cuerda de gallos! Los pollos finos se los traían de todas partes. Y el
general no cogía sino los mejores. Me parece estarlo viendo. “José –esa es mi
gracia, me decía–: si a ti no te gusta este pollo, yo no lo cojo”. Y yo lo
miraba, le tanteaba las espuelas, le tanteaba el pico, le miraba las plumas, le
echaba una careada. Y el general parado allí, viendo lo que yo iba a decir,
hasta que decía, para adentro o para afuera.
Seguían
avanzando por el camino. José Gabino, cada vez más animado, gesticulaba y
alzaba la voz. Los hombres lo miraban con extrañeza. Aquellas ropas tan sucias
y tan rotas. Aquella cara de borracho o de enfermo. Y con aquel gallo tan fino.
–Imagínese
usted si a mí me van a hablar de gallos. Imagínese usted si yo tendré ilusión
de coger un pollo para ir al pueblo y jugárselo a unos desgraciados, mejorando
lo presente, que cuando apuestan veinte pesos se les sale el corazón por la
boca. Yo, por eso, no he vuelto más. Siempre crío mis pollos, por no dejar. Se
los regalo a los amigos. Esta mañana, como les digo, cogí este, para llevárselo
a la comadre. Para que se lo eche a las gallinas.
–Eso
es lástima –aventuraba el campesino del gallo–. Con un animal tan bueno se
podría ganar plata.
Y
cuando decía estas palabras le miraba el traje a José Gabino. José Gabino se
miró a su vez aquella raída ropa que ya no tenía color.
–Yo
no necesito plata, sabe. Aquí donde me ve no me ahorcan por mil pesos. Lo que
pasa es que cada uno tiene su manera. A mí no me gustan las echonerías. Eso de
andar estrujándoles a los demás sus reales en la cara. Eso no es conmigo. Pero
a la hora de afrontar la plata de verdad ahí estoy yo.
Ya
estaban llegando al recodo de la falda del cerro. Al doblar fue apareciendo el
pueblo. Los techos amarillos de paja, los techos oscuros de teja, la blancuzca
torre de la iglesia chorreada de negro por los aguaceros. Cerca, delante del
pueblo, a la orilla del camino, se veían muchas gentes agolpadas alrededor de
un cobertizo de paja.
–Ahí
está la gallera –dijo uno de los campesinos–. ¿Por qué no se llega hasta allá
con nosotros un saltico, y puede que se anime a jugar el gallo?
Fue
entonces cuando José Gabino se dio cuenta de dónde estaba, y se acordó de lo
que tenía pensado hacer. Iba para el río a comerse el gallo. Ya allí había
mucha gente para poder hacerlo. Tendría que regresarse de nuevo para un lugar
más solitario.
–¡Ah,
caramba! Mire usted adónde he venido por la habladera. Si yo para donde iba era
para casa de mi comadre. Pero es que en lo que me hablan de gallos ya estoy
perdido. Empiezo a hablar y no sé cuándo acabo.
–No
se vaya todavía. Acérquese con nosotros. Aunque no sea nada más que a ver…
“Vete.
José Gabino, ¿qué haces tú aquí? Con quién vas a jugar un gallo, si todo el
mundo te conoce. En lo que te vean van a saber que te lo robaste. Ahorita sale
por ahí un muchacho y pega el grito: José Gabino, ladrón de camino”.
–Entre
con nosotros –insistía el hombre–. Se le puede presentar una buena proporción y
jugar su gallo. Y se vuelve a acordar de sus buenos tiempos.
–A
eso es que le tengo miedo, ¿no ve? Yo me conozco. Empiezo a jugar y me
entusiasmo y entonces ya no sé lo que hago. No. Mejor es que me vaya.
Ya
estaba envuelto en el vocerío de la gallera. Adentro la algazara de voces se
agitaba y pasaba como humo por entre las cabezas apiñadas y los brazos alzados
y gesticulantes. José Gabino se había ido acercando. Con su gallo dentro del
lío, bajo el brazo. Junto a él había una boca abierta clamorosa:
–¡Pica
mi gallo! ¡De al partir doy! ¡Pica mi gallo! ¡De al partir doy! ¡Pica mi gallo!
¡De al partir doy!
Otras
bocas, otras voces, otros gritos, otros brazos flotaban en aquello espeso.
–¡Diez
cuentas de a cinco!
–¡Pago!
–¡Diez
cuentas de a cinco!
–¡Pago!
Eran
manos estiradas con dos dedos rígidos en el aire. Abajo como entre sombras de
ramas dos gallos sangrientos crujían y palpitaban saltando en el aire.
–¡Gana
el talisayo!
–Gana
el talisayo –le dijo José Gabino también al hombre que estaba a su lado.
Relampagueaban
las patas pálidas sobre las pechugas oscuras y sangrientas. José Gabino miraba
detrás de dos o tres filas de hombros.
“Gana
el talisayo. Baraja muy bien el pollo. Cada vez que suelta las espuelas hiere.
Se parece. Se parece a aquel gallo… ¿A qué gallo se va a parecer, José Gabino?
A alguno que te comiste asado en la orilla del río”.
Él
también iba siguiendo con los hombros, con las manos, con la expresión del
rostro cada instante de la pelea. A cada golpe hacía una contracción. Una
contracción igual a la del hombre que estaba a su lado y a la del que estaba
enfrente. Y un pujido que a veces se hacía grito. Y subía en el hervor de los
otros gritos.
–¡Pica
mi gallo! ¡Pica mi gallo! ¡De al partir doy!
–Va
a ganar el talisayo… No puede perder. Está más entero que el otro. Mire cómo lo
sacude cuando lo asegura con el pico. ¡Va a ganar el talisayo! ¡Gana mi gallo!
José
Gabino grita en un paroxismo. Su brazo rígido se sacude en el aire marcando los
golpes. Ya aquel es su gallo. Ya no ve sino aquel gallo rojo de sangre,
brillante de sangre entre el ruido de abanico cerrado de las alas. Aquel es su
gallo.
–¡Diez
cuentas de a cinco al talisayo! –grita.
Y
repite el grito cada vez con más violencia.
–¡Diez
cuentas de a cinco!
Su
grito cae sobre los otros gritos y crece con ellos. Aquel es su gallo. Y a
quien grita es a aquella cara roja y gritona que está enfrente.
–¡Diez
cuentas de a cinco al talisayo!
A
aquella cara que está enfrente y que lo mira sin oírlo.
–¡Diez
cuentas de a cinco!
–¡Adiós
corotos! José Gabino apostando a un gallo.
Fue
como si se hubieran apagado todas las voces. Como si lo hubieran puesto solo en
medio del redondel.
Ya
no sabía lo que estaba haciendo allí, lo que estaba diciendo.
“José
Gabino, ¿dónde te has metido? Estas perdiendo los papeles. ¿Quién no te va a
conocer? ¿Quién no va a saber quién eres? ¿Quién va a creer que eres gallero,
ni que sabes de gallos, ni que tienes un centavo para apostarle a un gallo? Te
paran de cabeza y no te sale un centavo”.
Empezó
a mirar con recelo el gentío. Escondió los ojos debajo del sombrero y metió la
cabeza en el pecho. Poco a poco se fue zafando de la masa y de la grita.
Mirando hacia el suelo veía, por entre las piernas y las alpargatas, caminar a
aquellos zapatos rotos por donde asomaban los dedos, que eran los suyos.
El
gallo se movió dentro del lío.
Se
iban retirando las voces.
“Si
me hubieran cogido la apuesta. Gana el talisayo. Te hubieras fondeado, José
Gabino. Diez cuentas de a cinco”.
Se
iba acercando al río. Las altas espigas de las cañas amargas se agitaban en
fila.
“Le
hubieras puesto esa plata a este giro. Y hubieras casado una pelea, una pelea
de flor”.
Había
sacado el gallo del lío. Pero no parecía verlo. Se sentó cansadamente en una
piedra junto a la orilla del agua.
“La
cara que hubieran puesto viendo a ese giro. Afirmado en el pico y largando esas
patas”.
Distraídamente,
con un gesto mecánico, tomó el gallo por la cabeza y lo hizo voltear
rápidamente en el aire, quebrándole el pescuezo. Aleteó en una rápida
convulsión.
–Veinte
cuentas de a cinco al giro.
Y
a cada una de aquellas palabras como adormecidas, arrancaba un puñado de plumas
al gallo muerto y las iba lanzando al aire.
–Se
te va a poner el hocico lustroso, José Gabino –dijo sonriendo.
Algunas
plumas negras volaban lentas en el aire hasta caer sin peso en el río.
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