Leopoldo Alas “Clarín”
Tiene la cara de
pordiosero; mendiga con la mirada. Sus ojos, de color de avellana, inquietos,
medrosos, siguen los movimientos de aquel de quien esperan algo como los ojos
del mono sabio a quien arrojan golosinas, y que, devorando unas, espera y
codicia otras. No repugna aquel rostro, aunque revela miseria moral, escaso
aliño, ninguna pulcritud, porque expresa todo esto, y más, de un modo clásico,
con rasgos y dibujo del más puro realismo artístico: es nuestro Zalamero, que
así se llama, un pobre de Velázquez. Parece un modelo hecho a propósito por la
Naturaleza para representar el mendigo de oficio, curtido por el sol de los
holgazanes en los pórticos de las iglesias, en las lindes de los caminos. Su
miseria es campesina; no habla de hambre ni de falta de luz y de aire, sino de
mal alimento y de grandes intemperies; no está pálido, sino aterrado; no enseña
perfiles de hueso, sino pliegues de carne blanda, fofa. Así como sus ojos se
mueven implorando limosna y acechando la presa, su boca rumia sin cesar, con un
movimiento de los labios que parece disimular la ausencia de los dientes. Y con
todo, sí tiene dientes, negros, pero fuertes. Los esconde como quien oculta sus
armas. Es un carnívoro vergonzante. Cuando se queda solo o está entre gente de
quien nada puede esperar, aquella impaciencia de sus gestos se trueca en una
expresión de melancolía humilde, sin dignidad picaresca, sin dejar de ser
triste; no hay en aquella expresión honradez, pero sí algo que merece perdón,
no por lo bajo y villano, sino por lo doloroso. Se acuerda cualquiera, al
contemplarle en tales momentos, de Gil Blas, de don Pablos, de maese Pedro, de
Patricio Rigüelta; pero como este último, todos esos personajes con un tinte
aldeano que hace de esta mezcla algo digno de la égloga picaresca, si hubiere
tal género.
Zalamero
ha sido diputado en una porción de legislaturas; conoce a Madrid al dedillo,
por dentro y por fuera; entra en toda clase de círculos, por altos que sean; se
hace la ropa con un sastre de nota, y, con todo, anda por las calles como por
una calleja de su aldea, remota y pobre.
Los
pantalones de Zalamero tienen rodilleras la misma tarde del día que los
estrena. Por un instinto del gusto, de que no se da cuenta, viste siempre de
pardo, y en invierno el paño de sus trajes siempre es peludo. Los bolsillos de
su americana, en los que mete las manazas muy a menudo, parecen alforjas.
No
se sabe por qué, Zalamero siempre trae migajas en aquellos bolsillos hondos y
sucios, y lo peor es que, distraído, las coge entre los dedos manchados de
tabaco y se las lleva a la boca.
Con
tales maneras y figura, se roza con los personajes más empingorotados, y todos
le hacen mucho caso. “Es pájaro de cuenta”, dicen todos.
“Zalamero,
mozo listo”, repiten los ministros de más correa. Fascina solicitando. El menos
observador ve en él algo simbólico; es una personificación del genio de la raza
en lo que tiene de más miserable, en la holgazanería servil, pedigüeña y
cazurra. “Yo soy un frailuco –dice el mismo Zalamero–; un fraile a la moderna.
Soy de la orden de los mendicantes parlamentarios”. Siempre con el saco al
hombro va de Ministerio en Ministerio pidiendo pedazos de pan para cambiarlos
en su aldea por influencias, por votos. Ha repartido más empleos de doce mil
reales abajo que toda una familia de esas que tienen el padre jefe, de un partido
o de fracción de partido. Para él no hay pan duro; está a las resultas de todo;
en cualquier combinación se contenta con la peor; lo peor, pero con sueldo. Sus
empleados van a Canarias, a Filipinas; casi siempre se los pasan por agua; pero
vuelven, y suelen volver con el riñón cubierto y agradecidos.
–¿Qué
carrera ha seguido usted, señor Zalamero? –le preguntan las damas.
Y
él contesta, sonriendo:
–Señora,
yo siempre he sido un simple hombre público.
–¡Ah!
¿Nació usted diputado?
–Diputado,
no, señora; pero candidato creo que sí.
–¿Y
ha pronunciado usted muchos discursos en el Congreso?
–No,
señora, porque no me gusta hablar de política.
En
efecto: Zalamero, que sigue con agrado e interés cualquier conversación, en
cuanto se trata de política bosteza, se queda triste, con la cara de miseria
melancólica que le caracteriza, y enmudece mientras mira; receloso, al
preopinante.
No
cree que ningún hombre de talento tenga lo que se llama ideas políticas, y
hablarle a Zalamero de monarquía o república, democracia, derechos
individuales, etc., etc., es darle pruebas de ser tonto o de tratarle con poca
confianza. Las ideas políticas, los credos, como él dice, se han inventado para
los imbéciles y para que los periódicos y los diputados tengan algo que decir.
No es que él haga alarde de escepticismo político. No; eso no le tendría
cuenta. Pertenece a un partido como cada cual; pero una cosa es seguirle el
humor al pueblo soberano, representar un papel en la comedia en que todos
admiten el suyo, por no desafinar, y otra cosa es que entre personas
distinguidas, de buena sociedad, se hable de las ideas en que no cree nadie.
Zalamero,
en el seno de la confianza, declara que él ha llegado a ser hombre público… por
pereza, por pura inercia. “Dejándome, dejándome ir, dice, me he visto hecho
diputado. Nunca me gustó trabajar; siempre tuve que buscar la compañía de los
vagos, de los que están en la plaza pública, en el café, azotando calles a las
horas en que los hombres ocupados no parecen por ninguna parte. ¿Qué había de
hacer? Me aficioné a la cosa pública; me vi metido en los negocios de los
holgazanes, de los desocupados, en elecciones. Fui elector, cazador de votos,
como quien es jugador. Cuando supe bastante me voté a mí propio. El progreso de
mi ciencia consistió en ir buscando la influencia cada vez más arriba. He
llegado a esta síntesis: todo se hace con dinero, pero arriba. Cuanto más
arriba y cuanto más dinero, mejor. El que no es rico, no por eso deja de
manejar dinero; hay para esto la tercería de los grandes contratos
vergonzantes. El dinero de los demás, en idas y venidas que ideaba yo, me ha
servido como si fuera mío”.
Mientras
muchos personajes andan echando los bofes para asegurar un distrito, y hoy
salen por aquí, mañana por los cerros de Úbeda, Zalamero tiene su elección
asegurada para siempre en el tranquilo huerto electoral que cultiva abonando
sus tierras con todo el estiércol que encuentra por los caminos, en los
basureros, donde hay abono de cualquier clase.
Aunque
trata a duquesas, grandes hombres, ilustres próceres, millonarios insignes,
cortesanos y diplomáticos, en el fondo, Zalamero los desprecia a todos, y sólo
está contento y sólo habla con sinceridad cuando va a recorrer el distrito, y
en una taberna, o bajo los árboles de una pomareda, ante el paisaje que vieron
sus ojos desde la niñez, apura el jarro de sidra o el vaso de vino, bosteza sin
disimulo, estira los brazos, y a la luz de la luna, con la poética sugestión de
los rayos de plata que incitan a las confidencias, exclama con su voz tierna y
ronca de pordiosero clásico, dirigiéndose a uno de sus íntimos aldeanos,
agentes, electores, sus criaturas:
–…Y
después, si Dios quiere, como otros han llegado, puedo llegar a ministro… y
como no soy ambicioso, juro a Dios que con los treinta mil reales de la
cesantía me contento; sí, los treinta mil… aquí, en esta tierra de mis padres,
en la aldea, bajo estos árboles, con vosotros…
Y
Zalamero se enternece de veras y suspira porque ha hablado con el corazón. En
el fondo es como el aguador que junta ochavos y sueña con la terriña. Zalamero,
el palaciego del sistema parlamentario, el pobre de la Corte de los Milagros…
del salón de conferencias; el mendicante representativo no sueña con grandezas,
no quiere meter al país en un puño, imponer un credo.
¡Qué
credos!
Ser
ministro ocho días, quedarse con treinta mil… y a la aldea. Es todo lo
Cincinnato que puede ser un Zalamero. No quiere ser gravoso a la patria. “Si me
hubiesen dado una carrera, hoy sería algo. Pero un hombre como yo, ¿a qué ha de
aspirar sino a ser ministro cesante cuando la vejez ya no le consienta
trabajar… el distrito?”
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