domingo, 11 de mayo de 2025

La decisión

Milia Gayoso Manzur

 

El café estaba frío. Laura olvidó que lo había preparado, tomó un sorbo pero tuvo el impulso de expulsarlo de la boca porque además de helado estaba amargo. El café se enfrió porque mientras la estaba esperando en la taza, ella vagaba perdida por la habitación, trató de entretenerse arreglando la cama y poniendo en orden los pulóveres de invierno, pero solamente sus manos estaban ocupadas, en eso, pues su mente se encontraba completamente en otra cosa.

Se preguntó qué estaría haciendo en esos momentos, “tal vez mire la televisión o quizás esté cargando puntos en su aguja de tejer para comenzarle un pulóver a uno de los chicos… o puede que esté muy triste”. Laura trató de arreglar un punto flojo en su pulóver verde, pero en vez de solucionar el pequeño agujero lo agrandó aún más.

Le dolía la cabeza de tanto pensar. Desgraciadamente tuvo que tomar la decisión ella sola porque su marido no la ayudó ni apoyó en absoluto, cuando le planteó que la situación era insostenible, él se limitó a callar y decirle a ella que decida. “Es tu madre”, le gritó Laura, “entonces sos vos quien tiene que tomar una determinación, porque ya no soporto más”. Esteban la miró impotente y le decía que no sabía qué hacer, que su hermano Pedro no la podía tener y no había otros parientes con quienes destinarla.

Entonces ella comenzó la búsqueda de un lugar, un hogar de ancianas. Uno estaba lleno, el otro le pareció un lugar horrible, aceptó el tercero porque era un poco más limpio y había muchas ancianitas adorables. Cuando la suegra vino a vivir con ellos, cinco años atrás era diferente, ella estaba aún muy fuerte, bien de salud y le ayudaba bastante con las criaturas, pero en los últimos meses era como una criatura más, estaba la mayor parte del tiempo enferma, se plagueaba todo el día, insubordinaba a los niños, les llenaba de dulces a la hora del almuerzo o de la cena y se metía en cuanta discusión tenían ella y su esposo.

Laura conversó largamente con ella sobre la cuestión, le explicó que tenía muy poco tiempo para ocuparse de arreglar lo que ella desarreglaba o para ponerse a discutir con Esteban por su causa, le explicó que llegaba cansada del trabajo, que tenía que batallar con los tres varones y la nena para que se bañen, hagan los deberes, arreglen sus cuartos y no se peleen, se lo explicó varias veces. La suegra prometía no incomodar, callarse cuando ellos conversaban o discutían y quedarse quietita en la cama si se encontraba con achaques, pero no cumplió. Si estaba resfriada se levantaba temprano y andaba en camisón regando las plantas, mojándose los pies, luego entraba con las chancletas sucias a mojar el piso de madera, se quejaba de la tos, de la comida, de su soledad en compañía.

Laura ya no aguantó. Se lo dijo por última vez a Esteban, pero él no le daba soluciones, “aunque sea hablale vos”, le repetía ella, pero él no se animaba a decirle a su madre que era una carga y que si no se tranquilizaba, la iban a llevar a un asilo. Entonces ella sola se lo comunicó el domingo, tres días antes para que prepare sus cosas con tiempo. La anciana no dijo nada, sólo atinó a arrastrar sus chancletas sobre el hermoso piso del comedor y se dirigió hacia su pieza.

Laura la llevó al hospicio, pagó tres meses por adelantado, le dejó dinero y muchas frutas, le dejó cinco tipos de agujas de tejer, abundante lana, en su mesita de noche le colocó un retrato de los chicos. Le encargó que se portara muy bien y dándole un beso en la frente la dejó sentada en un corredor amplio, rodeada de veinte ancianitas de mirada muy triste.

 

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