José Carlos Somoza
La
historia de la quima me la contó mi abuelo. No es bueno –decía– ponerse a mirar
el cielo durante mucho tiempo, porque puedes ver una quima, y ay de ti si eso
sucede.
¿Y qué es una quima?, preguntaba yo.
Pues un pájaro, pero más veloz. Como una paloma,
pero más blanca. Tan blanca que te hiere los ojos y te hace verlo todo gris: la
nieve, las nubes de verano, los rayos de la luna, el alabastro, la piel de los
muertos, el papel sobre el que escribo… hasta las sagradas formas (y aquí mi
abuelo se santiguaba), que Dios me perdone.
Cuando ves una quima, ya no hay remedio: todo lo
que miras después se vuelve gris.
Ya soy viejo y no creo en las quimas. Pero acabo de
recordar algo.
Era una niña. Nunca supe su nombre. Tenía el pelo
color almiar. La vi por primera vez en la iglesia, durante mi primera comunión.
Tan embobado quedé al verla que un compañero
decidió empujarme para que avanzara hacia el altar.
Ella pertenecía a otro colegio, y después de la
comunión se marchó. Yo no tardé en olvidarla.
Hasta hoy.
La memoria de los viejos es rara.
Desde hace tiempo me obsesiona
esa pregunta que todos nos hacemos alguna vez: si he sido feliz, o lo soy, o
puedo esperar serlo. He concluido que un matrimonio, un trabajo, unos hijos,
una jubilación y una viudez apacible no me permiten quejarme: puede decirse que
he sido razonablemente dichoso durante mis sesenta y nueve años de vida. Pero a
saber por qué hoy, de improviso, mientras me afeitaba, me ha dado por acordarme
de esa niña; de lo despacio que caminaba al ir a comulgar, con la cabeza
erguida y la sonrisa pendiente del rostro como una fruta del árbol; de su
vestido blanco, tan blanco que me hería los ojos, y del susurro de la tela al
moverse, como un suave batir de alas…
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