Juan Carlos Onetti
Encontré a Cordes casualmente y vinimos por la noche a mi pieza. Habíamos
estado tomando unas cañas, él compró cigarrillos y yo, felizmente, tenía un
poco de té. Estuvimos hablando durante horas, en ese estado de dicha exaltada,
y suave no obstante, que sólo puede dar la amistad y hace que insensiblemente
dos personas vayan apartando malezas y retorciendo caminos para poder coincidir
y festejarlo con una sonrisa.
Hacía tiempo que no me sentía tan feliz, libre, hablando
lleno de ardor, tumultuosamente, sin vacilaciones, seguro de ser comprendido,
escuchando también con la misma intensidad, tratando de adivinar los
pensamientos de Cordes por las primeras palabras de sus frases.
Estábamos tomando el té, serían las dos de la mañana,
acaso más, cuando Cordes me leyó unos versos suyos. Era un poema extraño,
publicado después en una revista de Buenos Aires. Debo tener el recorte en
alguna de las valijas, pero no vale la pena de ponerse a buscarlo ahora. Se
llamaba “El pescadito rojo”. El título es desconcertante y también a mí, hizo
sonreír. Pero hay que leer el poema. Cordes tiene mucho talento, es innegable.
Me parecía fluctuante, indeciso, y acaso pudiera decirse de él que no había
acabado de encontrarse. No sé qué hace ahora ni cómo es; he dejado de tener
noticias suyas y desde aquella noche no volví a verlo, a pesar de que sabía
dónde buscarme.
Aquella noche dejé enfriar el té en mi vaso para
escucharlo. Era un verso largo, como cuatro carillas escritas a máquina. Yo
fumaba en silencio, con los ojos bajos, sin ver nada. Sus versos lograron
borrar la habitación, la noche y al mismo Cordes. Cosa sin nombre, cosas que
andaban por el mundo buscando un nombre, saltaban sin descanso de su boca, o
iban flotando porque sí; en cualquier parte remota y palpable. Era –pensé
después– un universo saliendo del fondo negro de un sombrero de copa. Todo lo
que pueda decir es pobre y miserable comparado con lo que dijo él aquella
noche. Todo había desaparecido desde los primeros versos y yo estaba en el
mundo perfecto donde el pescadito rojo disparaba en rápidas curvas por el agua
verdosa del estanque, meciendo suavemente las algas y haciéndose como un
músculo largo y sonrosado cuando llegaba a tocarlo el rayo de luna. A veces
varía un viento fresco y alegre que me tocaba el pelo. Entonces las aguas
temblaban y el pescadito rojo dibujaba figuras frenéticas, buscando librarse de
la estocada del rayo de luna que entraba y salía del estanque, persiguiendo el
corazón verde de las aguas. Un rumor de coro distante surgía de las conchas huecas,
semihundidas en la arena del fondo. Pasamos después mucho rato sin hablar. Me
estuve quieto, mirando al suelo; cuando la sombra de la última imagen salió por
la ventana, me pasé una mano por la cara y murmuré gracias.
Él hablaba ya de otra cosa, pero su voz había quedado
empapada con aquello y me bastaba oírlo para continuar vibrando con la historia
del pescadito rojo. Me mortificaba la idea de que era forzoso retribuir a
Cordes sus versos. Pero ¿qué ofrecerle de toda aquella papelería que llenaba
mis valijas? Nada más lejos de mí, que la idea de mostrar a Cordes que yo
también sabía escribir. Nunca lo supe y nunca me preocupó. Todo lo escrito no
era más que un montón de fracasos. Recordé de pronto la aventura de la bahía de
Arrak. Me acerqué a Cordes, sonriendo, y le puse las manos en los hombros. Y le
conté, vacilando al principio como vacilaba el barco al partir, embriagándome
en seguida con mis propios sueños.
Las velas del Gaviota infladas por el viento, el
sol en la cadena del ancla, las botas altas hasta las rodillas, los pies
descalzos de los marineros, la marinería, las botellas de ginebra que sonaba
casera, los vasos en el camarote, la primera noche de tormenta, el motín en la
hora de la siesta, el cuerpo alargado del ecuatoriano que ahorcamos al ponerse
el sol. El barco sin nombre, el capitán Olaff, la brújula del náufrago, la
llegada a ciegas a la bahía de arena blanca que no figuraba en ningún mapa. Y la
medianoche en que, formada la tripulación en cubierta, el capitán Olaff hizo
disparar veintiún cañonazos contra la luna que, justamente veinte años atrás,
había frustrado su entrevista de amor con la mujer egipcia de los cuatro
maridos.
Hablaba rápidamente, queriendo contarlo todo, trasmitir a
Cordes el mismo interés que yo sentía. Cada uno da lo que tiene. ¿Qué otra cosa
podía ofrecerle? Hablé lleno de alegría y entusiasmo, paseándome a veces,
sentándome encima de la mesa, tratando de ajustar mi mímica a lo que iba contando.
Hablé hasta que una oscura intuición me hizo examinar el rostro de Cordes.
Fue como si, corriendo en la noche, me diera de narices
contra un muro. Quedé humillado, entontecido. No era la incomprensión lo que
había en su cara, sino una expresión de lástima y distancia. No recuerdo qué
broma cobarde empleé para burlarme de mí mismo y dejar de hablar. Él dijo:
–Es muy hermoso… Sí. Pero no entiendo bien si todo eso es
un plan para un cuento o algo así.
Yo estaba temblando de rabia por haberme lanzado a
hablar, furioso contra mí mismo por haber mostrado mi secreto.
–No, ningún plan. Tengo asco por todo, ¿me entiende? Por
la gente, la vida, los versos con cuello almidonado. Me tiro en un rincón y me
imagino todo eso. Cosas así y suciedades, todas las noches.
Algo estaba muerto entre nosotros. Me puse el saco y lo
acompañé unas cuadras.
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