Juan José Saer
Sollozando
despacio en la cama para no despertar a su mujer, el hombre, que ya está despierto
del todo, sigue sin embargo enredado en la pesadilla horrible que acaba de tener.
En la oscuridad, siente las lágrimas calientes humedecerle las mejillas. El asco,
la culpa, el horror, la desesperación lo asaltan y lo sobrecogen. Le parece que
el universo entero se ha manchado para siempre con la vergüenza infinita que le
da su sueño. El mundo ya no será nunca más el mismo después de haberlo tenido.
Es un comerciante egipcio próspero, importador de ciertas
máquinas europeas. Ingeniero electrónico de formación (estudió en Londres), prefirió
aplicar sus conocimientos al comercio siguiendo la tradición familiar, con el buen
olfato de relacionarse más bien con industriales franceses que ingleses, encontrando
de ese modo una competencia menos seria, lo que le permitió al cabo de una década
acrecentar y sobre todo afirmar la fortuna familiar. Asociado con su hermano mayor
y con su cuñado, el marido de su hermana, logró constituir la firma más importante
del ramo no únicamente en el país, sino quizás en todos los países de la región.
Y ahora está en el dormitorio de su casa, confortable sin ostentación, en uno de
los barrios residenciales de El Cairo, tratando de sofocar su llanto para no despertar
a su mujer, que duerme a su lado en la penumbra.
El mes anterior cumplió cuarenta y siete años. Hubo
una gran fiesta de familia, a la que asistieron también muchos amigos. Sus dos socios
le regalaron un coche nuevo, francés, que habían obtenido a un precio ventajoso
gracias a sus relaciones con los medios industriales y comerciales de París. La
noche de su cumpleaños, cuando los invitados se retiraron y sus dos hijos ya se
habían ido a dormir, hizo el amor con su mujer –se llevaban muy bien, y aunque la
frecuencia de sus relaciones sexuales había disminuido mucho con los años, él le
era enteramente fiel– y después, antes de dormirse, pensó un rato en sí mismo, en
sus antepasados, en su familia actual, en sus negocios, y durante unos pocos y raros
minutos de exaltación austera, se dijo que tal vez había realizado plenamente su
vida.
Y esta noche, un mes más tarde, como culminación de
los acontecimientos desagradables de las últimas semanas, él, que no sueña nunca,
acaba de tener esa pesadilla que lo ahoga de vergüenza, de pena, de desprecio de
sí mismo. Acaba de soñar que sometía a Yussef, su hijo mayor, de diecisiete años,
a una serie de repugnantes vejámenes sexuales. No solamente lo hacía, sino que lo
divulgaba con cinismo, aunque en secreto ya empezaba a sentir vergüenza por los
actos que había cometido, y tenía miedo de encontrarse con el muchacho, en quien,
en el sueño, sentía haber causado daños irreparables. Su conducta no tenía en apariencia
ninguna motivación sensual, sino un odio desmesurado y gélido, y es ese odio quizás,
junto con las imágenes abominables del sueño, lo que lo ha hecho despertarse aterrado
y lloroso hace unos minutos, sin que el sentimiento de alivio al comprobar que esas
escenas penosas no eran más que una pesadilla, se haya, piadoso, presentado todavía.
Al contrario: a medida que va saliendo de él, tiene la impresión de que, por la
misma grieta por la que él ha vuelto a la realidad, el sueño también se ha filtrado
en ella y ahora contamina el universo entero.
El hombre cree saber la causa de ese odio, pero es eso
justamente lo que aumenta su desconcierto y su pena. ¿Cómo es posible –piensa– que
alguien sea capaz de experimentar esos sentimientos, ignorando lo que lo acecha
en los rincones oscuros de su propio ser? Todo empezó tres o cuatro días después
de su cumpleaños, cuando encontraron el coche nuevo desbarrancado en una cuneta.
Desapareció una noche y la policía, que había sido alertada en seguida, lo encontró
unas horas más tarde en esa zanja profunda, con los faros delanteros rotos, una
parte de la carrocería toda abollada y la dirección descalibrada. Él había decidido
no entrarlo al garaje esa noche, para poder salir más rápido hacia el aeropuerto
a recibir a unos clientes que llegaban desde el extranjero a la mañana temprano,
y como había una ronda de guardias privados en el barrio, se había ido tranquilo
a la cama. Pero cuando salió a buscarlo a la mañana, el coche ya no estaba, así
que llamó a la policía y salió para el aeropuerto.
A eso de las seis de la tarde, la policía se comunicó
con él para decirle que habían encontrado el coche y pedirle que pasara por la comisaría
para cumplir con dos o tres formalidades. Cuando llegó y vio el estado del coche
estacionado en la puerta, una cólera hiriente puso durante unos segundos su mente
al rojo blanco, como si hubiesen volcado detrás de su frente una palada de cal viva,
de modo que cuando insistió para que la policía prosiguiera su búsqueda hasta encontrar
a los culpables, no le atribuyó ningún sentido preciso a la expresión un poco confusa
del funcionario que lo atendía, y que, aunque no parecía atreverse a contradecirlo,
lo hizo esperar unos minutos para hacerle firmar una denuncia escrita que un secretario
redactó en la pieza de al lado.
Al día siguiente, el funcionario lo llamó al negocio
y le preguntó si no lo molestaba pasar a verlo porque lo que habían descubierto
era demasiado grave como para ser comunicado por teléfono, así que media hora más
tarde, sentado frente a él del otro lado del escritorio y evitando mirarlo a los
ojos mientras hablaba, el funcionario le dijo que uno de los guardias privados del
barrio residencial había visto a su hijo Yussef manejando el auto la noche del robo.
Después de eso, tuvo que volver a declarar con su hijo a la comisaría, pero Yussef
negó con tanta obstinación, que él terminó por ponerse de su parte, diciendo que
haría echar al guardia que lo había denunciado. La expresión confusa del policía
no se borraba de su cara mientras tenían lugar esas denegaciones, y al cabo de tantos
tironeos, amenazas, interrogatorios y discusiones, el funcionario declaró que de
todas maneras la justicia estaba en condiciones, gracias a ciertos métodos científicos
infalibles, de encontrar la solución. Un pánico repentino se apoderó del adolescente,
que se echó a llorar y reconoció que él era el autor del robo.
Desde ese momento, para el padre, el mundo simple y
claro en el que vivía se ha desplomado. Poco tiempo después de la noche de su cumpleaños,
en la que durante unos minutos le pareció haber alcanzado la plenitud de su vida,
las fuerzas confusas de las que él desde hacía años había olvidado hasta la existencia,
brutales, lo alcanzaron. En las semanas que siguieron trató de obtener sin ningún
resultado alguna explicación de Yussef. Era su hijo preferido: un poco callado y
retraído, pero serio en sus estudios (lo que para el hombre era una prueba de su
valor), y aunque no manifestaba demasiado sus emociones ni sus afectos, correcto
y calmo en sus relaciones familiares. El padre estaba educándolo para que lo sucediera
en la empresa y pensaba mandarlo a París a terminar sus estudios. Había tenido que
humillarse yendo a pedirle disculpas al guardia privado que había querido hacer
echar de su trabajo.
Y ahora, hace unos minutos, acaba de tener esa pesadilla
horrible. Mientras trata de detener sus sollozos o de volverlos inaudibles, piensa
que el odio que ha revelado su sueño es desproporcionado en relación con la falta
que ha cometido el adolescente. Aunque el robo del auto unas semanas antes ya había
despertado no pocas dudas, abriendo algunas grietas en su conciencia satisfecha,
el sueño que acaba de tener le confirma, inequívoco, que ya no es o que quizás no
lo fue nunca, el que durante tantos años ha creído ser. Su desesperación aumenta
cuando, entrando poco a poco en la vigilia, se acuerda de que su hijo está de viaje,
acompañando en una excursión a los hijos de unos hombres de negocios, y que vienen
bajando el Nilo desde el sur para visitar los monumentos antiguos. Una imagen empieza
a obsesionarlo: los tres muchachos diminutos, indefensos, al lado de la mole aplastante
de una pirámide, cuyas piedras arcaicas, carcomidas por la erosión del desierto,
flotan en el presente como evidencias enigmáticas de un pasado que creemos familiar,
porque nos lo representamos siempre con las mismas imágenes simplificadas, pero
que en realidad nos es desconocido y remoto.
Lágrimas calientes corren por sus mejillas, por los
bordes de la nariz, le mojan los labios, se deslizan por las mandíbulas. Los sollozos
mudos lo agitan en la penumbra. Las imágenes del sueño más nítidas que el sol ardiente
y rugoso, y tan absorbentes y obstinadas que el universo entero se borra en su presencia,
le causan un dolor sin límites, y cuando, al cabo de unos minutos, el dolor se empieza
a atenuar, lo invade la idea extraña de que lo que ha soñado es la única realidad
de su ser, y que no debe dormirse de nuevo todavía, para mantener despierto el dolor
y castigarse de ese modo en la vigilia por haber tenido ese sueño.
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