Juan Carlos Onetti
La lluvia había dejado las
Ramblas casi vacías y sólo quedaba gente agrupada en el café encristalado donde,
desde meses atrás, no la dejaban entrar.
La
Sonia, de pie en el portal de la casa vacía, vio que la lluvia pasaba fatigada,
amansa llovizna, la vio cesar mientras crecía el frío del viento, y pensó que aquello
era un signo de buena suerte. Un poco más lejos, del otro lado del ancho paseo,
las luces de la ciudad comenzaban a encenderse. Empezaba la noche y respirando el
aroma tristón de su abrigo mojado, la Sonia pensó que también empezaba la esperanza.
Sonrió, sin creer de verdad, como una niña a la que le recitaban un cuento ya oído
e inverosímil.
Volvió
a tantear la rizada peluca rubia y con gran cuidado –tenía las uñas muy largas–
fue estirando las medias caladas que sostenía el portaligas.
Volvió
a sentir hambre y recordó que tenía un sándwich de jamón en el bolso. Pero
no podía estropear el dibujo de boca que se había hecho con el rouge y
con tanto cuidado. También recordó que hasta fin de mes estaba en orden con la policía
y se obligó a caminar, acercándose al borde de las aceras para sonreír a los coches,
mover las caderas y detenerse fingiendo buscar algo en la enorme cartera. Pero nada,
nadie, y sin dinero para probar suerte en los bares donde todavía le dejaban entrar.
Era
la noche y después fue la madrugada en el barrio sucio de la gran ciudad. Y Sonia,
ya sin hambre, casi sin esperanzas continuaba caminando sobre el dolor de los tacones
de aguja.
Se
repitieron los diálogos breves con los hombres que pasaban.
–Vamos.
¿Vienes?
–Que
te den por saco.
–Eso
quiero. También yo te puedo dar si quieres enterarte.
Hombres
y hombres y su asco por ellos. La luz limpia amenazaba llegar desde el puerto y
las otras se iban apagando. Subió las escaleras pisando con las caras medias de
seda. Abrió la puerta manchada.
–¿Cómo
te fue?
–Como
la mierda, nena. Estoy hambriento. Creo que teníamos una lata de sardinas y quedó
pan del desayuno.
El
chico, moreno y flaco, se levantó de la cama y se puso a revolver el armario; dijo
con voz de mimo y queja:
–Todavía
no me besaste.
–Ahora.
Frente
al espejo, la Sonia se quitó la peluca y se acarició las mejillas.
–Otra
vez barbuda.
Después
se desnudó y estuvo mirando los pechos hinchados con parafina y el sexo que le colgaría
tembloroso e inútil hasta después de las sardinas.
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