Milia Gayoso Manzur
Tenía
una cara sumamente bonita. Los ojos marrones oscuros, muy grandes, bordeados por
pestañas largas y abundantes. Si fuera por la cara… pensaba Dalila frente al espejo.
Cara linda, veinticinco años, un título universitario, agradable y conversadora,
pero con un problema: su pierna derecha. Desde que tenía uso de razón su pierna
la atormentaba, no era igual a la otra. La pierna derecha era más corta, más delgada,
diferente y por eso ella también se sintió diferente desde pequeña.
Jamás usó pollera o vestido,
siempre andaba en pantalones, pantalones en el colegio, en la universidad, en el
trabajo pantalones para salir de paseo, para bailar… Le encantaba bailar. Salía
a bailar en grupo y siempre fue consciente de que se convertía en el centro de todas
las miradas por su particular forma de moverse, pues por la dificultad de la pierna
su ritmo era desigual, pero no le importaba, o por lo menos trataba de demostrar
que no le importaba lo que pudieran pensar o decir.
Había tenido varios novios,
pero ninguno duró mucho tiempo. Si no huían ellos, los corría ella cuando comenzaban
a mimarse más de la cuenta. No era precisamente por hacerse la santa ni mucho menos,
a veces ella también quería y debía hacer un esfuerzo para no ceder, pero la vergüenza
la vencía. No quería mostrar su pierna deforme, no quería ver asombro o lástima
en la cara de su pareja. Dalila sabía que el novio de turno seguramente imaginaba
la forma de su pierna por debajo del pantalón, pero una cosa era que lo imaginara
y otra muy diferente que lo viera.
“Alguna vez tiene que pasar”,
pensaba, “y seguramente fuera del matrimonio, porque ni siquiera es seguro que alguien
quiera casarse conmigo”. Y finalmente, esto se convirtió en una obsesión, se imaginaba
desvistiéndose lentamente delante de un hombre: la blusa, el corpiño… y el pantalón.
“Si no querés que te vea, apagá la luz”, le había dicho su amiga, “pero no podés
vivir atormentándote porque te sentís inferior y no querés que te mire, no importa,
si siente algo por vos no le va a importar la forma de tu pierna, tu yo es lo que
vale”, agregaba. Pero Dalila pensaba que lo haría con alguien especial, que le diera
la confianza necesaria y la seguridad de que no se marcharía al día siguiente.
Un domingo de tarde lo conoció
en el colectivo. Ella subió sobre Eusebio Ayala con su sobrino, al que había llevado
al circo. Él se levantó para dejarla pasar al asiento de al lado y se ofreció para
cargar al niño, le compró un turrón de maní y se puso a conversar con la criatura
como sí lo conociera desde siempre. “Un hombre así me hace falta”, pensaba Dalila,
escuchándolo hablar de leones y calesitas con su sobrinito, en un lenguaje cargado
de sencillez.
Empezaba a lloviznar cuando
estaban por descender en barrio Obrero. El chico se había dormido sobre las rodillas
del amable desconocido. “Voy a bajarle, porque pesa mucho para usted”, le dijo él
y ella no supo qué responder, es más, él no le dejó opción.
Dalila se encontró de pronto,
caminando al lado de alguien que cargaba sonriente a su sobrinito, protegiéndole
con su campera para que no se mojara. “Le voy a invitar con un café caliente para
compensarle la molestia”, le dijo. “Entonces vamos a comprar masitas en aquella
panadería”, le dijo, mientras le señalaba un letrero luminoso en la siguiente cuadra.
(Tomado
de www.cervantesvirtual.com)
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